Subtotal: $
Caja
Por qué amo trabajar el metal
Mi padre me mostró el valor del trabajo manual al enseñarme su oficio.
por Norann Voll
jueves, 12 de junio de 2025
Otros idiomas: English
Cursaba el último año del secundario cuando me di cuenta de que era una campesina. Nos pidieron escribir una narrativa detallada sobre nuestra familia para la clase de historia de nivel avanzado y yo estaba horrorizada: mi abuelo había sido un obrero de Birmingham con acento de clase baja que había contemplado marcharse a Australia para mejorar su calidad de vida, porque su abuelo era un salteador de caminos que bebía demasiado y disparaba su trabuco dentro de las chimeneas de los salones respetables, riéndose cuando el hollín cubría las casas limpias.
Y eso era solamente un lado de la familia.
No estoy segura de por qué aprender esto me molestó tanto, aunque quizás fue porque chocó con mi creciente arrogancia adolescente sobre mi capacidad intelectual y mi superioridad general frente al resto del mundo.

El padre de Norann soldando una puerta Shropshire, Inglaterra, en 1959. Todas las fotografías cortesía de Norann Voll.
“Somos un puñado de proletarios”, me quejé a mi padre. “Sin ninguna clase”.
“Los trabajadores de cuello azul hacen que el mundo gire, Nora”, me recordaba, sabiendo que mi hermano plomero y mis hermanas secretaria y chef estaban escuchando.
“Y yo no seré una de ellas”, respondía.
Y así fue. Trabajaba en una oficina después de clases, montaba a caballo los fines de semana y estudiaba con empeño para sacar sobresalientes y reescribir así mi relato familiar de sencillez.
Mi usualmente paciente padre no toleró esto por mucho tiempo. Una noche, durante nuestra sesión familiar de responder a su pregunta, “¿qué hiciste hoy para mostrarle amabilidad a otra persona?” mi padre me informó que no iba a seguir trabajando en la oficina después de clases, sino que le iba a acompañar en la tienda de fabricación de metales donde trabajaba como capataz.
La idea no me gustó para nada.
Papá estaba tieso y callado. “A veces siento que me desprecias porque no tengo educación”
Eso dolió. Mi papa y yo éramos cercanos y siempre lo habíamos sido. Nuestro amor y respeto eran mutuos, pero no podía negar que se habían ido deshilachando un poco. Yo conocía el pasado de mi padre; había terminado su educación formal a los catorce años y partido a un internado agrícola poco después. Sus próximos dos años se basaron en levantarse temprano, trabajar afuera en la granja de la escuela, ir a clases y estudiar hasta tarde.
“Dios nos dio cerebro y manos para trabajar. No pone uno por encima del otro. Pero es un don cuando puedes usar ambos”.
Aprendió a trabajar el metal junto con la agricultura y se aficionó enseguida. Más tarde, se convirtió en su medio de vida cuando trabajó para una empresa que fabricaba puertas para granjas. “Cuando trabajas con metal, no estás a merced del clima como en la granja”, afirmaba.
Papá le enseñaba a soldar a quien de sus hijos quisiera aprender. Mi hermano fue el primero y le siguieron dos de mis hermanas. “Las mujeres son las mejores soldadoras”, decía papá. “Todo está limpio y ordenado a la primera. No hay que repetir el trabajo”. Yo no era una de esas mujeres. Nunca lo había sido. Ese tipo de cosas estaba por debajo mío.
Hasta ahora: en mi primer día en el taller estaba avergonzada. Agaché la cabeza, me abroché la chaqueta protectora y me puse los guantes y tapones para los oídos. Papá sonrió, me pasó un cepillo de alambre y me mostró un carro de piezas soldadas. Me explicó que mi trabajo era preparar estas partes para que se pintaran, cepillando las soldaduras e inspeccionándolas. Froté las salpicaduras de soldadura hasta que quedaron lisas. Cada soldadura tenía que quedar impecable, y toda la pieza limpiarse con un paño.
No era un trabajo difícil, pero era monótono y desordenado. El taller era extraño: una cacofonía de ruido industrial, el olor desconocido del líquido de corte de las fresadoras y los olores metálicos quemados que subían por las campanas extractoras situadas sobre los soldadores. Estaba acostumbrada a la conversación de oficina, el ruido del teclado, el olor a café y a tinta de impresora, superficies limpias, un ambiente liviano y aireado, la sensación de realizar un trabajo importante. Ahora estaba en un cascarón con tapones para oídos, trabajando con metal. Mi mente ocupada se tenía que enfocar en nuevos tipos de detalles: suavizar piezas rugosas una y otra vez.
La primera semana se volvió un mes. Un nuevo juego de las mismas piezas metálicas me saludaba cada día, junto con la sonrisa pícara de mi padre. Comencé a entender quién soldaba bien y quien estaba empezando a hacerlo por la calidad de las soldaduras y la cantidad de salpicaduras. Me hice amiga de los otros trabajadores: Larry, un veterano de la guerra de Vietnam; Ruben, que había estado en la cárcel; Chuck, el gigante gentil cuya hija tenía más o menos mi edad y Shane, que había pasado tiempos difíciles y necesitaba un trabajo estable con un jefe comprensivo.
Cuando llegó la Navidad ya me gustaba el trabajo. Utilizaba lo que yo llamaba el “ruido del silencio” para pensar. Siempre me había gustado el trabajo duro, pero sólo en mis condiciones. Trabajar con el metal me ponía en un entorno de polvo y grasa y máquinas en el cual millones de personas entran cada día para poder alimentar a sus familias. Trabajar con el metal me puso junto a personas que no juzgaban a otros por el tipo de trabajo que hacían, sino que eran meramente agradecidos de tener trabajo para hacer.

Norann trabaja en una tienda de fabricacción de metal de Danthonia Designs con uno de sus hijos.
Trabajé en esa fábrica hasta que me gradué. Y volvía cada vez que podía antes de comenzar la universidad ese otoño. Era adictivo. Cada vez que entraba había trabajo para hacer. Cada vez que me iba la pila de piezas sin terminar estaba lista para la próxima etapa de su camino.
Mi padre no estaba idealizando el trabajo manual ni sugiriendo que enterrara mis capacidades intelectuales cuando me rescató de mi petulancia y engreimiento adolescente y me colocó entre el metal y la mugre. “Dios nos dio cerebro y manos para trabajar”, me dijo. “No pone uno por encima del otro. Pero es un don cuando puedes usar ambos”.
Hoy, esos días son una memoria. Mi padre falleció en 2007, unos años después de que mi esposo y yo nos mudáramos con nuestros dos hijos pequeños a Australia, donde la comunidad Danthonia Bruderhof estaba comenzando. (Mamá y papá se quedaron con nosotros por tres hermosos meses, en 2003, el tiempo suficiente para que él inspirara a jóvenes a ayudarle a construir un carro de caballos con armazón de acero, a encender una vieja fragua y a fabricar bisagras decorativas para un conjunto de puertas de madera dura que construyó e instaló en el emplazamiento del futuro cementerio de la comunidad. Mis hijos, muy pequeños, “ayudaron” a su abuelo). Pero los años no cambiaron mi amor por trabajar con el metal, lo sigo haciendo cada vez que puedo.
Danthonia Designs, la empresa de cartelería que le brinda a nuestra comunidad su mayor fuente de ingresos aquí en Australia conlleva mucha fabricación de metal. Puede que no sepa soldar o manejar una fresadora CNC o una plegadora, pero siempre hay muchas soldaduras que preparar para pintar, y ninguna pieza avanza en la cadena de suministro hasta que eso no se haya hecho. Cambié mi ineficiente cepillo de alambre de mi juventud por una arenadora neumática, con discos de diferentes granos para conseguir la abrasión adecuada para cada tarea. En la serenidad del ruido del silencio tengo tiempo para estar sola con mis pensamientos mientras aliso el mundo y arreglo las abolladuras y enderezo los bordes, preparando todo un cartel para su capa de color.
A veces tengo la oportunidad de trabajar junto a mis hijos cuando están de vacaciones en la universidad. Comparten mi amor por la metalistería, y han sido bendecidos con oportunidades de aprendizaje para ser buenos en ello. Uno suelda, otro pinta, pero yo siempre hago el pulido. Es el centro del proceso, y el menos glamuroso.
Mi padre era un maestro artesano no sólo del metal, sino también del corazón. Era capaz de escuchar las palabras que no se pronunciaban, de comprender que la imperfección es un hecho (empezando por él mismo), de suavizar una discusión áspera, de visualizar un producto acabado cuando todos los demás veían piezas dispersas y de empujar a un alma herida hacia la curación.
Naturalmente sigo siendo una pieza sin terminar, con muchos bordes ásperos y salpicada de soldaduras que siguen requiriendo atención; en definitiva, todos somos un trabajo en proceso. Pero creo que el regalo que mi padre me obsequió en ese viejo taller, hace tres décadas, ha hecho más para asistir a mi “proceso sin terminar” que cualquier otra cosa en mi vida.
En la casa de mi infancia, mis hermanos y yo oíamos a menudo a nuestros padres citar los famosos versos de Rabindranath Tagore: “Dormía y soñaba que la vida era alegría. Desperté y vi que la vida era servicio. Serví y vi que el servicio era alegría.”. Aquella primera tarde, volviendo a casa del taller con mi padre, la alegría del servicio era lo más alejado de mi mente.
“Nora”, me dijo con dulzura, “a menudo en la vida hay que empezar de nuevo, desde abajo”. Le miré. “Quieres vivir una vida de servicio, ¿verdad?”. Asentí. “Bueno, el servicio empieza por hacer bien las pequeñas cosas: barrer el suelo, sacar la basura, limpiar el retrete o incluso cepillar trozos de metal. Hasta que no sepas hacer bien esas pequeñas cosas, tampoco harás bien nada más grande”.
Y por eso me encanta trabajar: con la mente o con el metal. O con ambos.
Traducción de Micaela Amarilla Zeballos