En el verano de 1990, tras terminar mi octavo año escolar, mi padre decidió que era hora de aprender a trabajar. Desde que tengo memoria recuerdo acompañarle en su imprenta del sótano y me encantaba ayudarle a manejar la prensa. Pero ahora, me decía, estaba listo para más. Mi maestro sería Ullu Keiderling, un amigo de la familia con barba blanca, delantal azul, marcado acento teutón y gran sentido de la puntualidad.
Mi “aprendizaje” era en realidad un acuerdo informal en el cual yo me reunía con Ullu, un artesano experto, siempre que podía ayudarlo con lo que estuviera haciendo. Me mostró dónde trabajaba en las mañanas: la esquina de un gran taller donde construía dispositivos que ayudaran a caminar a personas discapacitadas. Era un trabajo de montaje, usando diseños estándares y partes producidas en masa, pero el dispositivo era complejo: ruedas de bicicleta, rueditas giratorias, pasadores de chaveta, botones de resorte, barras guía y soportes tapizados para troncos y extremidades.
Varias tardes por semana Ullu me introdujo a sus otros oficios. En su taller de encuadernación me enseñó a coser firmas a mano, a reparar páginas rotas con tejido japonés y a hacer una tapa dura desde cero con tela de libro, cinta de lino, guardas empapadas a mano y cola caliente de hueso. También íbamos a su zapatería, perfumada con el agudo aroma de cuero nuevo. Además de reparar calzado, hacíamos (él hizo y yo le ayudé) cinturones con estampas personalizadas, tapas de cuero para Biblias, y su especial invención, tirantes de cuero de vaca negro con hebillas de latón que parecían seriamente punk.
La construcción del arca de Noé, miniatura de Las horas de Bedford, ca. 1423 (detalle). Todo el arte de Wikimedia Images (dominio público).
Ullu era un profesor paciente pero exigente. Era amable, aunque no hablaba mucho (tiempo después descubrí que unos años antes había perdido a dos hijos pequeños, y que sufrió frecuentes ataques de depresión). Trabajaba sin prisas, incluso cuando el trabajo se acumulaba. Insistía en hábitos como devolver las herramientas a su lugar en el tablero, juntar todos los materiales que se habían caído al suelo, y limpiar el piso regularmente. Para él, trabajar significaba honrar la disciplina, no maximizar la eficiencia.
Mirando hacia atrás, veo que gran parte del trabajo de Ullu era repetitivo, incluso aburrido hasta el cansancio, como yo mismo aprendería varios años después, cuando conseguí trabajo en ese taller. Sin embargo, ciertos momentos de ese verano se quedaron grabados en mi memoria; momentos donde nada especial estaba sucediendo, pero de repente te surgía una emoción de fascinación. Lo veías con la cabeza inclinada, atento, competente, y te dabas cuenta: este hombre es bueno en su trabajo. Sentías un destello de asombro. Creo que esto es lo que filósofos y teólogos entienden por “la dignidad del trabajo”.
Vale la pena mantener esta dignidad presente en un año donde muchos investigadores de la IA predicen que el valor económico del trabajo comenzará a declinar drásticamente, dado que el reemplazo de los humanos por máquinas va en aumento. Según algunos analistas, esto desplazará aún más poder desde los trabajadores hacia los propietarios del capital que pueden comprar las máquinas. Tal como lo describe una reciente publicación del blog Less Wrong, “La sustitución de la mano de obra por la IA cambiará la importancia relativa de los factores de producción humanos frente a los no humanos, lo que reduce los incentivos para que la sociedad se preocupe por las personas, a la vez que vuelve los poderes existentes más eficaces y arraigados”. Si esto es cierto, mucho de nuestro trabajo terminará no valiendo mucho.
Aun así, el ejemplo de Ullu sugiere que hay algo sobre el trabajo que nada tiene que ver con la utilidad cuantificable. El trabajo bien hecho tiene una dignidad propia. Es una disciplina que nos hace más enteramente humanos.
Una de las celebraciones de la dignidad del trabajo más famosas está en el sermón de Martin Luther King Jr., “Las tres dimensiones de una vida completa”, que dio muchas veces en varias versiones y luego lo publicó en su libro La fuerza de amar. King decía que la dignidad no depende de las ganancias generadas por nuestra labor ni del estatus que nos da, sino de esforzarnos “infatigablemente para ser excelentes en nuestra profesión”, aunque nuestro trabajo sea rutinario o servil:
No todos los hombres están llamados a realizar trabajos especializados o profesionales y pocas personas se elevarán hasta las cimas del genio en las artes o las ciencias; muy pocos, considerando las cifras colectivamente, se dedicarán a determinadas profesiones. La mayoría de nosotros tendrá que contentarse trabajando en los campos, en las fábricas y en las calles. (...) Ningún trabajo es insignificante porque cualquier esfuerzo que ayude a la humanidad tiene dignidad e importancia. Y cuando es así, habría que emprenderlo con un gran afán de perfección. (...) Incluso si te llegara a tocar ser un barrendero: anda, ve, y barre las calles como Miguel Ángel pintaba sus cuadros; barre las calles como Handel y Beethoven componían sus partituras de música; barre las calles como Shakespeare escribía poesía; barre las calles tan bien que todo el ejército de los cielos y los habitantes de la tierra que pasen, tengan que detenerse y decir: “Aquí vivió un perfecto barrendero que barría haciendo bien su trabajo”.
Con el paso de los años, el barrendero de Martin Luther King ha aparecido innumerables veces en libros inspiracionales, presentaciones de liderazgo, paternidad y consejos de carrera. Aunque este tipo de mensaje inspiracional sea trillado, no lo hace menos cierto. El sermón de King, repleto de exhortaciones a la autoayuda, lo justifica plenamente. Por ejemplo, a menudo les predica a sus oyentes de clase obrera sobre “aceptación personal”, y los alienta a que “se amen de una forma sana”. Según él, el trabajo ofrece un camino de valor propio y realización.
Pero aquí surge una duda que persiste: ¿Es así realmente el trabajo de la mayoría de la gente? Al trabajador promedio no se le honra por su “excelencia meticulosa”, sino que se lo gestiona como “recurso humano” reemplazable, que depende para subsistir de los caprichos de los empresarios y las fuerzas del mercado. El sermón de King puede dar autoestima a trabajadores sanitarios que realizan un trabajo de baja categoría, pero eso no los ayuda si no pueden sustentar una familia con sus salarios, o si sus condiciones laborales son peligrosas, o si pueden reemplazarse por robots. Considerando esta realidad, su consejo puede sonar como un consejo a aceptar la explotación. La dignidad del trabajo entonces resulta ser una herramienta útil para que los empresarios consigan trabajadores manejables, a los que persuaden para que malgasten su tesoro más preciado (sus “cuatro mil semanas” de vida, según la frase de Oliver Burkeman), en beneficio de la superclase.
Esta crítica puede parecer acertada para la autoayuda en general. Sin embargo, en el caso de King, ignora el núcleo del mensaje, del cual la superación personal es solo una parte. Eso es obvio para cualquiera que esté mínimamente familiarizado con su biografía como líder del movimiento por los derechos civiles y de la Campaña de los Pobres. Su sermón “Tres dimensiones” expone la visión que guio su propio trabajo.
King se lanza en su discurso clasificando el Apocalipsis como un llamado a construir un nuevo tipo de economía, una en la que las personas no sean dominadas por el dinero. (Su borrador original de La fuerza de amar apelaba a “un cambio profundo” al “capitalismo”, pero su editor, presumiblemente nervioso por provocar la ira anticomunista, cortó la línea). King glorifica la visión del Apocalipsis de la llegada de una nueva Jerusalén al final de la era, contrastando el carácter de esta ciudad celestial con el Estados Unidos moderno, que vive de “un materialismo práctico que a menudo se interesa más por las cosas que por los valores”. La nueva Jerusalén, él dice, es un retrato de la “humanidad ideal” hacia la que insta a sus oyentes a esforzarse. En esta ciudad, “la unidad de la humanidad y la necesidad de una preocupación fraternal activa por el bienestar de los demás” se convertirán en una realidad viva:
Que Dios quiera que nosotros también tengamos esta visión y nos encaminemos con pasión inalterable hacia aquella ciudad de vida completa, en la cual, la longitud, la amplitud y la altitud son iguales. Solamente llegando a esta Ciudad Celestial podremos realizar nuestra auténtica esencia. Sólo alcanzando esta totalidad podremos ser verdaderos hijos de Dios.
Esta visión de una “vida completa” va más allá de defender políticas favorables para los trabajadores. Aunque King no lo dice explícitamente, su lógica acabaría transformando la relación fundamental en el núcleo del trabajo moderno: la que existe entre empleador y empleado, o (como lo denomina sin rodeos el derecho anglosajón) entre “amo” y “criado”. La nueva Jerusalén de la “humanidad ideal” parece ir más allá del mero equilibrio entre los intereses contrapuestos de empleados y empleadores. Por el contrario, en esa ciudad ambas partes deben convertirse en hermanos y hermanas, compartiendo no sólo la comunión espiritual, sino también la comunión práctica y económica.
A lo largo de su vida los enemigos de King lo señalaron como marxista, una acusación que a menudo se preocupaba por refutar, habiendo leído como seminarista a Marx profunda pero críticamente. El comunismo, decía en La fuerza de amar, es “Ateísmo frío, disfrazado de materialismo” y, por consiguiente, “no deja lugar a Dios o a Cristo”. Pero resulta que la visión de King de la nueva Jerusalén está prefigurada por el joven Marx de la década de 1840. En ese entonces un joven radical en sus veinte años, Marx no había desarrollado del todo la teoría socialista “científica” que se asocia con su nombre, y aún conservaba vestigios del romanticismo utópico de sus mentores. Ese impulso idealista aflora con mayor claridad en sus primeros escritos sobre el trabajo.
Aunque el pensamiento del joven Marx es demasiado complejo como para explicarlo aquí en detalle, merece la pena destacar algunas reflexiones sobre la alienación del trabajo. El trabajo, según lo que escribe en sus “Manuscritos económicos y filosóficos”, es la “esencia del hombre”. De hecho, el trabajo nos permite convertirnos verdaderamente en humanos, debido a que es “la esencia del hombre en el acto de probarse a sí mismo”. Pero ¿qué pasa cuando un trabajador invierte su “esencia” en el trabajo hecho por dinero? Su trabajo, en este caso, no es el de un ser humano libre, no es una “actividad libre”, sino que es reducido a un objeto pasible de ser comprado o vendido en el mercado laboral. En palabras de Marx, su trabajo es alienado.
El programa de Marx, que persiguió durante toda su vida, era liberar a los trabajadores de esta alienación. A pesar de su hostilidad hacia la religión cristiana, esta meta tiene raíces teológicas, tal como lo discute John Hughes en su libro publicado en 2007, The End of Work (El fin del trabajo). Después de todo, Marx solo puede condenar la alienación del “trabajo enajenado” en el mundo moderno juzgándolo contra el estándar de otro mundo posible donde el trabajo es desenajenado. En este mundo, todos trabajarían libremente, considerando que el hombre “solamente produce en libertad” cuando está “libre de la necesidad física”. Trabajaríamos no solo para sobrevivir sino con un exceso de creatividad, tal como trabaja un artista, “formando cosas de acuerdo con las leyes de la belleza”. El trabajo se convertiría en un placer y no en una pesadez.
Pero para Marx, este otro posible mundo es un potencial futuro, no nada que haya existido en la historia. Él describe una nueva era que vendrá. ¿De dónde podría venir esa idea? Al analizar los primeros ensayos de Marx, Hughes discute que la fuente, mediada a través de otros pensadores, es la Biblia. Es sugerente, señala, que la forma en que Marx describe el trabajo no alienado es la misma en que la tradición cristiana describe el trabajo de Dios en la creación del mundo.
Para Marx, aunque la emancipación del trabajo era una meta futura, era un triunfo inevitable. El momento de la liberación llegaría cuando el capitalismo colapsara bajo sus propias contradicciones y por fin se rindiera ante el comunismo:
“En una sociedad comunista, en la que nadie tenga una esfera exclusiva de actividad, sino que cada uno pueda formarse en cualquier sector que desee, la sociedad regula la producción general y por tanto me hace posible hacer hoy una cosa y mañana otra, cazar por la mañana, pescar por la tarde, criar ganado al atardecer, criticar después de cenar, como me apetezca, sin convertirme nunca en cazador, pescador, pastor o crítico”.
Es un experimento mental muy atractivo, sobre todo si te gusta cazar o pescar. Para el joven Marx, la emancipación del trabajo lo cambia todo. Es la clave para lograr una sociedad verdaderamente humana, donde desaparezca la propiedad privada, raíz del “autoenajenamiento humano”. Él creía que entonces la sombría vida que planteaba Hobbes de antagonismo mutuo daría paso al compañerismo y a la solidaridad: “[El comunismo] es la resolución genuina del conflicto entre el hombre y la naturaleza y entre el hombre y el hombre. (...) El comunismo es el acertijo resuelto de la historia.” Aquí es difícil ignorar el parentesco con la “ciudad de la vida completa” de King, en la que “alcanzamos nuestra verdadera esencia”.
Sin embargo, claro que esa no fue la forma en la que el comunismo de Marx se puso en práctica. Cuando los revolucionarios bolcheviques buscaron resolver el acertijo de la historia por la fuerza, probaron rápidamente los horrores que surgieron al imponer la emancipación del trabajo a punta de pistola. El sueño de la libertad fue la justificación de asesinatos en masa y la instauración de un sistema tiránico deshumanizador. El siglo XX sugiere que, si existe alguna ley de la historia, contrariamente a lo que creía Marx, no predice la caída del capitalismo sino más bien la naturaleza totalitaria del comunismo político.
En 1919, cuando todavía decantaban en Alemania las noticias del sombrío avance del bolchevismo, el editor fundador de esta editorial decidió construir una vida libre y cooperativa de trabajo no alienado. Eberhard Arnold, un teólogo protestante y editor afincado en Berlín, se había sumido en una crisis de conciencia por la calamidad de la Primera Guerra Mundial, de la que culpaba a la complicidad de las iglesias cristianas hacia el militarismo y la injusticia económica. Junto a su círculo de amigos, que incluía a políticos conservadores, comandantes del ejército, evangélicos, reformistas sociales y anarquistas, buscó respuestas en “las raíces más profundas del cristianismo”. Para él, eso significaba redescubrir a Jesús, especialmente sus enseñanzas en el Sermón de la Montaña, en el cual, si es leído de forma literal, ordena la no violencia, el amor por los enemigos, la libertad de posesiones y el compartir sin límites.
Durante el transcurso de ese año turbulento, mientras se libraban combates callejeros en las trincheras de las afueras de su casa, Arnold llegó a sentir una tensión intolerable entre su deseo de practicar las enseñanzas de Jesús y su propia vida como intelectual de clase media-alta. Aunque permanecía cercano a sus amistades, se declaró a sí mismo un pacifista y un socialista, aunque definía esos términos de una manera distintivamente cristiana. Había estudiado el marxismo y, a través de su participación en debates políticos, entró en contacto con cuadros comunistas, y negociaba con ellos para que redujeran su lista negra de enemigos a matar si la revolución planeada triunfaba (no lo hizo). Pero él rechazaba sus metas y métodos, insistiendo que el “comunismo cristiano” era voluntario y pacífico: “No creemos en otras armas que no sean las del espíritu de amor que se convirtió en hechos por medio de Jesús”. La nueva Jerusalén no iba a ser construida por coacción, sino mediante un renacimiento espiritual y el crecimiento orgánico de asociaciones de base. Al igual que sus antecesores John Ruskin y William Morris, Arnold se imaginaba una red de cooperativas rurales, casas de colonización urbana, gremios de artesanos, misiones sociales y “antiguos monasterios y nuevas órdenes protestantes”.
Según Apocalipsis, no solamente la memoria de sus trabajos, pero su resultado en sí mismo acompaña a los trabajadores justos en su entrada a la nueva Jerusalén.
En 1920 Arnold y un grupo de compañeros de trabajo fundaron una comunidad cristiana en un pueblo hessiano de Sannerz para poner sus nuevas convicciones en práctica. Planeaban que su sustento fuera a través de la granja, de un hogar para niños y actividad editorial. Junto a sus amigos lanzó una revista quincenal dedicada a las “aplicaciones de vivir el cristianismo”. Tanto la comunidad como la revista se llamaban Neuwerk: “nueva obra”.
¿Qué era este nuevo trabajo? En un manifiesto impreso en la revista, Arnold lo definió en términos cuasi Pentecostales:
Tenemos la única arma que puede ser eficaz contra la inmoralidad existente hoy. Esta arma del Espíritu es el trabajo constructivo llevado adelante en una hermandad de amor. No reconocemos el amor sentimental, el amor sin trabajo. Tampoco reconocemos la dedicación al trabajo práctico si no da prueba diaria de una relación franca entre aquellos que trabajan juntos, una relación que proviene del Espíritu. El amor al trabajo, así como el trabajo del amor, pertenece al Espíritu y proviene de él. El amor que proviene del Espíritu es el trabajo.
Al contrario que el joven Marx, para Arnold el amor está primero, como el fruto de la renovación espiritual. La emancipación del trabajo es un resultado de esto. Sin embargo, para ambos visionarios esta emancipación significaba eliminar el dominio del dinero sobre las relaciones humanas mediante la puesta en común de todos los bienes. Arnold les explicó a sus simpatizantes los objetivos de Neuwerk en una carta, apuntando a la práctica de la comunidad de bienes de la Iglesia primitiva, tal como se describe en el Libro de los Hechos:
Para nosotros la comunidad fraternal de bienes se ha convertido en algo natural, en algo interior. Compartimos todo, porque no existe otra relación posible para nosotros. Lo que nos ocupa es una economía comunal, que no se basa en obligaciones mutuas o reclamos. No solamente la tierra les pertenece a todos, sino que todas las formas de producción, todos los materiales y todos los otros bienes son propiedad común.
En dicha “economía comunal” las distinciones de estatus entre distintos tipos de trabajo desaparecen, y todos los trabajos alcanzan su máxima dignidad:
Se suele argumentar que esto es una utopía y que nadie haría tareas serviles a menos que se le obligara; pero este razonamiento se basa en la falsa premisa de la humanidad actual en su decadencia moral. Hoy en día, la mayoría de la gente carece del espíritu de amor que hace del trabajo práctico más humilde una fuente de alegría. La diferencia entre el trabajo respetable y el degradante desaparece cuando cuidamos o atendemos a alguien a quien amamos. El amor elimina esa diferencia y convierte en un honor cualquier cosa que hagamos por la persona amada.
Tal como registra el biógrafo de Arnold, Markus Baum, Arnold aplicaba estas palabras a sí mismo. Aunque era el jefe de la editorial y el pastor de la comunidad, también se turnaba para cortar leña y remover abono, observando el “efecto humanizador” de unas horas de trabajo manual diario.
En el transcurso de la década de 1920, a medida que la comunidad de Sannerz crecía a unas setenta personas, los críticos la acusaban de aislarse de la sociedad en búsqueda de una pureza religiosa. Arnold respondió que el punto no era reunir a una élite espiritual. Renegó de cualquier pretensión de que grupos como el suyo pudieran desvincularse totalmente de la “economía capitalista mundial”, y rechazó cualquier rol de heroísmo moral: “Ninguno de nosotros cree ser capaz de crear algo mejor o más religioso que otros cristianos”.
Por el contrario, su objetivo era construir una vida práctica de discipulado cristiano abierta a cualquiera, desde gente sin hogar hasta veteranos de guerra; desde madres solteras hasta jóvenes desilusionados. Esta comunidad sería un pequeño e inevitablemente imperfecto experimento, y aun así una prueba viva de que otra vida es posible. “La fe demanda (...) que nos arriesguemos y nos atrevamos a todo por amor para encontrar caminos nuevos y prácticos que conduzcan a la fraternidad, a una sociedad libre de discriminaciones, a compartir todo el trabajo y los bienes para superar la propiedad personal y la estratificación capitalista de los seres humanos a través del dinero”. Esta vida en comunidad, una en la cual “el amor es trabajo y el trabajo es amor”, sería un microcosmos de la nueva Jerusalén.
Los sucesores de la comunidad de Eberhard Arnold aún existen, habiendo escapado de la Alemania Nacionalsocialista en 1937 y luego radicado en Inglaterra, Sudamérica y Estados Unidos. La editorial es la que ahora estás leyendo, y la comunidad ahora se llama Bruderhof, el organismo detrás de Plough. Ullu, quien se acordaba de Arnold de cuando vivía en el Bruderhof alemán de niño, había vivido gran parte de esta historia cuando me enseñó a encuadernar libros y a hacer cinturones después del octavo curso en un Bruderhof del norte del estado de Nueva York.
En retrospectiva, el trabajo de Ullu ese verano tenía una asombrosa similitud con la evocación de lo que significaría para el joven Marx el trabajo no alienado. Sus días se alternaban de forma libre entre el taller, la encuadernación, la reparación de calzados, tal como fantaseaba Marx acerca de un calendario variado que incluía cazar, pescar y hacer crítica literaria. Ahora me doy cuenta de que esta libertad resultaba de la “economía comunal” que Arnold y sus amigos de Sannerz hicieron posible. El trabajo de Ullu no era trabajo para él. Al ser miembro del Bruderhof, no recibía un sueldo y, aunque por supuesto era responsable ante la comunidad, no tenía jefe. Cuando los visitantes les preguntaban a él y a sus compañeros si alguna vez tenían vacaciones, respondían: “¿Vacaciones de qué?”. Su trabajo era su amor, y su amor era su trabajo. “Trabajar es rezar”, reza un antiguo lema benedictino: “laborare est orare”; y aunque eso no aplique a todos los trabajos, en el caso de Ullu era cierto.
Ullu construyó, durante varias semanas ese verano, un muro de piedra circular a la entrada del campus de la comunidad, rodeando un tilo. Era un verano sudoroso en el valle del Hudson, el círculo debía tener seis metros de diámetro y mi trabajo consistía en transportar las piedras desnudas para que Ullu las encajara. Cuando el muro estaba casi terminado, me hizo señas para que me acercara e indicó un nicho oculto que había construido en la estructura. Dijo que era para la cápsula del tiempo. Recolectamos una caja llena de artefactos ese año que incluía, según lo que recuerdo, varios libros nuevos de Plough. Los sellamos en un recipiente hermético y lo cementamos en la cámara secreta para un futuro arqueólogo, con “1920-1990” cincelado en la roca.
Ullu Keiderling con un nieto en 1995. Fotografía cortesía de la familia Keiderling.
Ullu continuó trabajando hasta un par de días antes de fallecer en 2014, y su muro de piedra sigue en pie, la cápsula aún espera. Desde luego, no durará para siempre. Tampoco lo hará la comunidad ni la editorial que fundó Arnold (aunque espero que ambos sigan teniendo un largo camino por delante). Todo trabajo humano, incluso el “trabajo nuevo”, al final muere, según el libro de Eclesiastés. “¿Qué provecho tiene el hombre de todo su trabajo con que se afana debajo del sol?” pregunta sombríamente. “Todo ello es vanidad, ¡es correr tras el viento!”
¿Realmente lo es? La parábola de King del barrendero apunta a otra posibilidad. Parece que en esa historia el barrendero se muere. ¿Se desvanecerá ahora en el olvido, como quiere el Eclesiastés, la dignidad de su trabajo, ganada con tanto esfuerzo? No según el final de la historia, ya que su labor recibirá aprobación celestial: “todo el ejército de los cielos (...) dirán: ‘Aquí vivió un perfecto barrendero que barría haciendo bien su trabajo’”. De alguna manera, parece, la marca del trabajo del hombre perdura.
El libro del Apocalipsis lo aclara aún más unos capítulos antes del versículo que King utilizó para su sermón. En este pasaje, Juan de Patmos oye una voz celestial que le instruye, “Escribe: Dichosos los que de ahora en adelante mueren en el Señor: Sí —dice el Espíritu—, ellos descansarán de sus fatigosas tareas, pues sus obras los acompañan” (Ap 14:13). Según esta profecía, no solamente la memoria de sus trabajos, pero su resultado en sí mismo acompaña a los trabajadores justos en su entrada a la nueva Jerusalén.
Tal vez este versículo resonaba en la mente de King cuando contaba esta parábola; de su trabajo como pastor, lo habría conocido como un elemento tradicional de los servicios funerarios cristianos. En cualquier caso, la promesa bíblica de que “sus obras los acompañan” parece aplicarse a quienes, como King, se atreven con todo para construir la “ciudad de la vida plena”. Y para el resto de nosotros, el Apocalipsis nos asegura que la misma promesa se aplicará a cualquiera: cazador, pescador, crítico, sea cual sea el oficio, que se ponga manos a la obra nueva, y la realice con esmerada excelencia.
Traducción de Micaela Amarilla Zeballos