La primera anciana que cuidé fue a mi abuela, Anni. La había adorado desde que tengo memoria, literalmente desde mi primera memoria. Cuando tenía tres años mi hermano bebé estaba muy enfermo. Mientras mis padres pasaban semanas dentro y fuera del hospital con él, yo hacía pijamadas con mi Oma Anni. Dormía cerca suyo en una pintoresca cama marinera que salía debajo de la suya de resortes, luego de que otros tres eventos muy importantes ocurrieran: una lectura nocturna de Heidi de Johanna Spyri, un bettmümpfeli (bocadito a la hora de dormir, en suizo) y luego, en vez de canciones de cuna, canciones de alabanza, a veces acompañadas por su silenciosa guitarra. Eran en alemán o suizoalemán, pero reconocía una frase común en todas: Jesu – Schönster Herr Jesu. Me dormía bajo un manto de bendición.

Una anciana y sus cuidadores participan en una excursión a la playa cerca de la comunidad Beech Grove en Kent, Reino Unido. Fotografía cortesía del archivo del Bruderhof.

Cuando entró en sus nueve décadas me ofrecí a cuidarla. Estaba en mis veinte y hacía muchos años que no vivíamos juntas, pero seguía siendo para ella su pequeña señorita suiza. No te dabas cuenta de que estaba más olvidadiza salvo de vez en cuando, como la primera vez que encendió su lámpara en mitad de la noche para ir al baño. Como ya no tenía mucha estabilidad y se rehusaba a usar un andador yo dormía con ella en su habitación para ayudarla a levantarse y caminar. Cuando me vio levantarme apresuradamente, esbozó una sonrisa sorprendida pero encantada: “¡Ah, es verdad! Estamos haciendo pijamada. ¡Como en los viejos tiempos!” Caminamos codo a codo por el pasillo ida y vuelta, y me dio un beso de buenas noches.

A la noche siguiente me despertaron movimientos sigilosos en la oscuridad. Se estaba colocando la bata y yendo en puntas de pie hasta la puerta. Me levanté de un salto, y ella expresó una leve consternación: “¡No quería despertarte!” Tuvimos una discusión gentil sobre el verdadero propósito de nuestras pijamadas y, desde ese entonces, aceptó la compañía nocturna con gracia. Más tarde comprendí que aceptaba todo con una cantidad de gracia fuera de lo común.

Para ella, todos los días eran motivo de celebración. Jamás le escuché una palabra de crítica o enojo con nadie. Tomamos muchas tazas de té, nos reímos mucho de pequeñas cosas del día a día, y a veces disfrutábamos del silencio en compañía. Falleció con tanta gracia como vivió, cruzando ansiosamente un umbral para estar con Schönster Herr Jesu.

La autora, de niña, con su abuela Anni. Fotografía cortesía de Maureen Swinger.

Cómo anhelo heredar su gracia cuando sea mayor. Sé que mi madre lo hará, y que yo probablemente no. Mis cuidadores probablemente tendrán que adquirir una paciencia que no sabían que tenían, como me pasó a mí con la siguiente señora que cuidé, a quien le fastidiaba tener que depender de alguien. Le llamaré June. Nunca era lo suficientemente rápida para ella, o buena en percibir necesidades: el dormitorio no estaba lo suficientemente templado, o hacía demasiado calor. ¿Cómo podía ser que su manta favorita estuviera lavándose otra vez? ¿Por qué necesitábamos salir a tomar el aire? ¿Acaso no sabía que uno puede morir de exposición a tanto aire fresco? Siempre agotada, planeaba tres siestas cada día, así que las noches solo continuaban el ciclo de sueños cortos y quejas. Fue revelador descubrir que no todas las ancianas eran como Oma Anni, y sobre todo darse cuenta de que esta Oma necesitaba tanto o más amor.

Hoy, que ya no tengo veinte años y que yo misma he tenido que hacer frente a algunos problemas crónicos de salud, desearía haber podido ver a June con más claridad: su dignidad, su personalidad, sus miedos. Mi abuela no le temía a la muerte: contaba pacíficamente los días para pasar al otro lado. A June tampoco parecía darle miedo la muerte, pero con cada suspiro batallaba contra el proceso de fallecer y su espiral de pérdidas: pérdida de agencia, de capacidad, de visibilidad. Esto debió ser aterrador.

Ser cuidador puede ser otro tipo de terror, sobre todo si no tienes un respiro en una tarea difícil y a menudo ingrata. Ya es lo suficientemente difícil cuando te estás ganando la vida siento cuidador de un extraño. Tu jornada laboral puede incluir pacientes ansiosos o irritados, levantar cargas pesadas, estar en contacto con fluidos corporales. Y por todo este esfuerzo la paga suele ser bajísima.

Pero cuando se trata de un familiar y tú eres su ayudante las veinticuatro horas del día sin refuerzos a la vista, es duro debido a que implica amor, gratitud, pero también dolor e inversión de roles. Sin embargo, sin importar quien sea, aquí estamos, como Sísifo mirando hacia la montaña cada maldita mañana. Cualquier distancia que hayamos empujado la roca ayer debe ser recorrida de nuevo hoy, y la roca parece hacerse cada vez más pesada.

Hasta que nuestra sociedad no comience a valorar más tanto a los cuidadores como a los necesitados, las familias continuarán operando en un patrón de supervivencia.

No creo que el cuidado de ancianos sea realmente sostenible para un núcleo familiar, y mucho menos para una sola persona. Si honramos la imagen de Dios en cada ser humano, especialmente en los más débiles, debemos honrarlo juntos. Sin embargo, hasta que nuestra sociedad no comience a valorar más tanto a los cuidadores como a los necesitados, las familias continuarán operando en un patrón de supervivencia minuto a minuto. Los residenciales continuarán operando con poco personal y con poco presupuesto. Los cuidadores continuarán agotándose. Si la sociedad está fallando en cumplir con esas necesidades, ¿qué otras opciones hay?

Se podría argumentar a favor de una compensación, quizás fondos de Medicare disponibles para aquellos que trabajan cuidando a un familiar, tanto para reconocer que es un trabajo como para permitirle a más personas hacerlo. Pero si bien esto podría apoyar a familias que están tratando de arreglárselas por sí solas, no hay cantidad de dinero suficiente que pueda capturar el valor de este cuidado. Y a medida que pasan los años, cada vez hay más ancianos sin familia, que nunca han tenido hijos que pudieran cuidar de ellos en su vejez. No tienen una red que les apoye, ni económica ni de cualquier otro tipo.

La fatiga por el cuidado puede ocurrir aun cuando hay una estructura de apoyo. Dentro del Bruderhof, la comunidad cristiana a la cual pertenezco, hay una estructura bastante robusta por detrás. Los miembros viven juntos en comunidades intergeneracionales, y la mayoría tenemos la tarea de cuidar de un anciano en algún momento de nuestras vidas. Hechos 4 es un principio central de nuestra iglesia: “Y abundante gracia era sobre todos ellos. Así que no había entre ellos ningún necesitado.” Podremos no sentir siempre la gracia de Dios tan poderosamente como lo sentían los apóstoles, pero podemos creer en ella, y trabajar para que nadie se sienta solo ni desatendido. Es difícil, pero puede hacerse; tenemos a otros en quienes apoyarnos. Prometemos cuidarnos como hermanos, y confiamos en que nos cuidarán a nosotros cuando llegue el momento.

La autora, ahora cuidadora adulta, con su abuela. Fotografía cortesía de Maureen Swinger.

Cada comunidad del Bruderhof asigna un equipo para cuidar de las necesidades de sus habitantes, cada familia y cada miembro. Cuando alguien necesita más cuidado, ya sea durante el día o que alguien viva con ellos, habrá una discusión sobre quién es la persona más indicada para encargarse. Estas asignaciones no toman enteramente por sorpresa a la persona designada: cuando nos unimos a la comunidad, prometemos servirla donde sea que se nos necesite. Puede no cogernos en un buen momento, pero no podemos rechazarlo solamente por ya tener un trabajo. Si hay que dar prioridad a las personas frente a los ingresos, la mano de obra asalariada sufrirá un golpe, varios golpes. Incluso empresas meritorias como Plough podrían tener que pasar a un segundo plano. (En el Bruderhof no hay salarios individuales, cada fuente de ingreso se reparte entre toda la comunidad, de modo que se alivian las disyuntivas que muchas otras familias experimentan entre ganarse la vida y mantener a un familiar).

Estos cuidados no requieren conocimiento médico; nuestro equipo médico in situ controla a cualquier persona que esté envejeciendo y recurre a especialistas para sus necesidades médicas más críticas. Los cuidadores asisten en las tareas de la vida diaria, en las minuciosidades que a veces resultan incómodas, a menudo engorrosas. Pero también a veces hermosas.

En nuestro primer año de matrimonio, no tuvimos veladas románticas ni excursiones panorámicas. Recibimos un entrenamiento de en qué consiste un matrimonio real.

Hay otras iglesias y congregaciones que trabajan para establecer redes de cuidados, o apoyar y aliviar a familias que están navegando situaciones de cuidado a tiempo completo. Pero también se enfrentan al dilema de una mano de obra limitada y de compromisos cambiantes. No sé cómo podría extrapolarse este modelo a la sociedad en general, pero para que se produzca un cambio, tendrá que ser a través del ejemplo, y algunos de los mejores ejemplos se encuentran en los círculos de fe.

Jason y yo llevábamos casados un par de semanas cuando nos pidieron que cuidáramos de Doug y Ruby. Estábamos bastante exigidos en nuestros trabajos, además asesorábamos a los jóvenes de la comunidad y nos habíamos enterado recién que venía nuestra primera hija en camino, pero estábamos dispuestos a intentarlo. Además, veinte años antes Ruby había sido mi profesora de inglés y le estaría por siempre agradecida por su interés e inspiración.

Recién casados y octogenarios, era un baile nuevo para ambas partes. Hubo algunos tropiezos mientras todos encontrábamos nuestro ritmo, pero en realidad no hubo grandes retos para Jason y para mí; se trataba simplemente de anteponer sus necesidades. Se podrá decir que el primer año de matrimonio debería tratarse de conocerse mejor, tener veladas románticas y hacer excursiones panorámicas. No tuvimos eso. Recibimos un entrenamiento de en qué consiste un matrimonio real. Sin importar qué sucediera, Doug y Ruby primero pensaban en cómo afectaría al otro. Ruby tenía problemas para dormir, y Doug le leía novelas de Elizabeth Goudge. A veces se sentaban juntos en silencio, sin necesidad de emitir palabra. Sesenta y tres años de matrimonio, tres embarazos perdidos y tres hijos, dos de ellos adoptados. Dolor y alegría, el lapso de toda una vida vivida en busca de la fe y la verdad, ¿qué palabras quedaban por decir?

Doug y Ruby en 2004. Fotografía cortesía de su familia.

Los cuatro comenzábamos y terminábamos nuestro día con una lectura de la palabra y una oración. A veces Doug nos daba un par de consejos, a veces Ruby y yo charlábamos sobre libros hasta un poco (o bastante) después de la hora de dormir. No sabíamos que eran sus últimos meses de vida. Ruby falleció poco después de un derrame cerebral, y su familia nos incluyó en todos los últimos gestos de amor, organizando el velatorio, trayendo ramos de lilas que florecían junto a su ventana y colgando homenajes de sus antiguos alumnos en las paredes. Doug la sobrevivió unos meses, afligido, dolido, a veces brusco o perentorio en su dolor. Aunque tenía familia cerca, no le hacía feliz que no estuviéramos por la noche, así que nos mantuvimos cerca. Hablaba a menudo de Ruby, de las muchas formas en las que sabía que la extrañaría y de todas las cosas pequeñas que le sorprendían cada día sobre su ausencia. Nos sentíamos imposiblemente jóvenes e inadecuados, pero honrados de escuchar.

Doug y Ruby siguen en mi corazón dieciocho años después, al igual que los otros que hemos cuidado desde entonces. Algunos fueron más fáciles que otros. La parte física del cuidado me ha parecido mucho menos difícil que cuidar a alguien con demencia. Duele muchísimo ver un ser vibrante volverse gris, sin poder reconocer a sus seres queridos, reaccionando, no contra la gente, sino contra el vacío que invade.

Pienso en todas estas experiencias cuando me encuentro con Friede. Siempre ha tenido un porte regio; de niña me parecía hermosa y un poco feroz. Amaba de forma expansiva, aunque a veces parecía distante. Ahora tiene demencia avanzada y necesita un equipo resistente de mujeres (algunas enfermeras, algunas cuidadoras naturales) para ayudarla a bañarse, comer, y levantarse de la cama. No es para nada fácil, y han establecido una rotación para poder cuidarla bien y tomarse descansos en el medio.

Friede lee a unas amigas pequeñas. Cortesía de los familiares de las personas en la foto.

No formo parte de este equipo, pero veo a Friede todos los días. Siempre que llama la atención de alguien, le dice: “te quiero”, y quiere oírlo a cambio. Si estás a su alcance te acercará con sorprendente fuerza, para darte un abrazo o un sonoro beso. No son difíciles de dar ni de recibir. Sus ojos aún brillan, y pienso que debe recordar a su gente, a los que mandoneaba amorosamente hace años. Pero no hay forma de saber. Sus propios hermanos y hermanas han fallecido, entonces las personas que tiene a su alrededor son todo lo que tiene.

Una noche de diciembre, cuando mi hija menor volvía de cantar villancicos en un residencial mayor, estaba pensativa. Cuando le pregunté qué pasaba me dijo: “no hay decoraciones en sus cuartos. No tienen forma de saber que es Navidad. Creo que nuestras canciones son lo único que se los hace saber”. Sintió su soledad, y se preguntó dónde estaban sus familias.

Al día siguiente me crucé con Friede, acompañada de dos de sus acompañantes leales, y nos abrazamos. No pude evitar preguntarme si esta sería su última Navidad. Sea como fuere, se lo estaba pasando en grande, viajando a todas partes bajo una festiva manta roja, con los ojos brillando ante las luces, cantando villancicos con letras y melodías que aún no la han abandonado. Sabe bien qué es el amor, y sus cuidadoras también. Está en cada levantada, en cada cucharada de su desayuno, en cada día sombrío que sigue a una noche ajetreada, en cada carcajada inesperada, en cada lágrima sin palabras. Es su familia.


Traducción de Micaela Amarilla Zeballos