Las escrituras sagradas comienzan con una semana de trabajo. Durante siete días el Señor hace la creación, diseña sus estructuras, llena sus reinos con vida y delega aspectos de su gobierno a sus agentes designados. Cada día sucesivo está numerado y puntuado con el estribillo: “fue la tarde y fue la mañana...” y los actos divinos de valoración de sus creaciones, tanto individuales como colectivas, están dispersos a lo largo del relato: “Y vio Dios que era bueno”.
Dentro del ritmo estable de sus días creando, el trabajo creativo de Dios es ricamente variado en sus formas y sus objetos. Dios habla y crea la luz; separa la luz de las sombras; valora su creación; nombra a sus criaturas; hace una expansión; da vida a la tierra para que nazca la vegetación; designa el sol, la luna y las estrellas como señales y estaciones en los cielos; bendice a los peces y los pájaros con la fecundidad y les da el poder de multiplicarse y llenar los mares y la tierra; crea a la humanidad. Y en el séptimo día descansa, bendiciendo y santificando el día.
Al lector del Génesis puede sorprenderle que un Dios todopoderoso no hiciera la creación entera en un solo instante. Sin embargo, una dimensión clave de su trabajo de creación es establecer los ritmos continuos, órdenes y patrones de la creación. Dentro de su semana laboral creadora Dios establece el patrón para la labor humana. El patrón del día (mañana y noche) y el de la semana (seis días de trabajo, uno de descanso) no surge desde una limitación de parte de Dios, sino de su propósito de marcar un patrón y dignificar la labor de sus criaturas, estableciendo una continuidad entre su propio trabajo creador y la subcreación ejercida por sus criaturas.
Thomas Cole, El jardín de Edán, óleo sobre lienzo, 1828. WikMedia Images (dominio público).
En el sexto día Dios crea la humanidad a su imagen y semejanza, bendiciéndoles y encomendándoles: “Sed fecundos y multiplicaos, y llenad la tierra y sojuzgadla; ejerced dominio sobre los peces del mar, sobre las aves del cielo y sobre todo ser viviente que se mueve sobre la tierra”. La tarea de la humanidad continúa la creación propia de Dios, llenando el reino que Dios estableció, extendiendo y elaborando un buen orden dentro de la creación, y gobernando benéficamente sobre las criaturas. La humanidad debía reinar y, a la vez, compartir la creación con otras especies.
En Génesis 2, la creación se describe como incompletamente ordenada, llenada y gobernada: “Y aún no había ningún arbusto del campo en la tierra, ni había aún brotado ninguna planta del campo, porque el Señor Dios no había enviado lluvia sobre la tierra, ni había hombre para labrar la tierra”. La creación original es buena, sin embargo, falta mucho por hacer. Dios crea, encomienda, empodera y equipa a la humanidad para completar lo que él ha comenzado; somos un medio de su continua creación y providencia.
El hombre fue creado en la selva, y luego Dios creó el jardín. Parece que el hombre presenció la formación del jardín: así se luce adiestrar, ordenar y glorificar lo salvaje. El jardín, un reino bello, delimitado y ordenado, era un modelo, un campo de entrenamiento, un escenario y un corazón orientador para el trabajo de la humanidad. Al ser colocado en el jardín, el hombre recibió la tarea de servirlo y guardarlo, defendiendo su orden delimitado y alentando su florecimiento. Tal como han observado varios eruditos, la tarea encomendada a Adán en el jardín es la misma que la encomendada a los levitas en relación con el tabernáculo.
Río abajo del jardín había otras tierras, cuyos tesoros se describen en el relato: el Pisón fluía alrededor de Havila, una tierra de oro y piedras preciosas. El lector supone que, una vez aprendida la lección en el jardín, la humanidad tendría que aventurarse a domar el mundo, la tarea para la que fue creada. El jardín era también un santuario elevado, un reino donde Dios y el hombre disfrutaban de la comunión. Había un impulso centrífugo, por el que el hombre sería impulsado desde el jardín hasta los cuatro puntos cardinales (sugerido por los cuatro ríos). También existía un impulso centrípeto, por el que la humanidad regresaría siempre al santuario del jardín, glorificándolo con los tesoros de la creación.
Adán solo en el jardín era completamente insuficiente para la tarea que tenía ante sí. No tenía la capacidad de ser fértil, multiplicar y llenar la tierra. Necesitaba a su lado compañía adecuada, no tanto para subsanar su soledad personal, sino para cumplir eficazmente la misión que Dios le había encomendado. Sin embargo, antes de crear a esta acompañante para Adán, Dios le dio al hombre la tarea de nombrar a los animales. Mientras que Dios había nombrado a algunas de sus criaturas en los primeros tres días, las criaturas de los días siguientes permanecían sin nombre. Al igual que un padre que entrena a su hijo en el negocio familiar, Dios le enseñó a Adán el negocio de ordenar y entender la creación por medio de la palabra. El trabajo, entonces, no solamente es físico y creativo: también es intelectual. Se implica que Adán, mientras nombraba, hacía juicios de valor: discernir la naturaleza de las criaturas que nombraba. El trabajo del hombre es, pues, continuo con y establecido por el trabajo de Dios.
El patrón de trabajo y descanso es fundamentalmente divino; en nuestro trabajo continuamos un patrón establecido por el propio trabajo creativo de Dios.
Aunque nombró de forma exitosa los animales, Adán no tuvo éxito en encontrar una compañera adecuada. Cuando se despertó para ver a la mujer que Dios había hecho a partir de su costilla, la saludó con deleite, reconociendo en ella no sólo un complemento adecuado, sino una compañera con la que podía llegar a un nuevo conocimiento de sí mismo: “Esta es ahora hueso de mis huesos, y carne de mi carne;
ella será llamada varona, porque del varón fue tomada”. Podía reconocerla en parte porque su trabajo de nombrar le había preparado para ello: el trabajo de nombrar es, pues, también un trabajo de amor.
En los dos primeros capítulos de las Sagradas Escrituras ya está implícito un rico relato del trabajo humano. El patrón de trabajo y descanso es fundamentalmente divino; en nuestro trabajo continuamos un patrón establecido por el propio trabajo creativo de Dios. Además de seguir un patrón de trabajo divino, el trabajo continúa lo que comenzó en el trabajo divino; sigue llenando, ordenando, nombrando, domando y glorificando la creación. El trabajo humano es una participación en el trabajo divino, en el orden, la provisión, el gobierno y la glorificación de la creación del propio Dios. La humanidad ha sido creada con el propósito de trabajar: “trabajar la tierra”, y bendecida y comisionada para la tarea: “Sed fecundos y multiplicaos”. Esa fecundidad y multiplicación implica otro tipo de trabajo: la labor de la mujer en el parto, contextualizada como central a los otros tipos de trabajos que hacen hombres y mujeres. Creados en la imagen y semejanza de Dios, la raza humana tiene la capacidad de transformar la actividad creativa en el mundo; algo que no posee ninguna otra criatura en la tierra. Es difícil imaginarse una base más firme que lo que ofrece Génesis 1 y 2 para la dignidad del trabajo.
En su trabajo el hombre toma interés activo y responsabilidad sobre la creación y las otras criaturas; a través del trabajo puede adentrarse y enriquecer su relación con la tierra de la cual fue formado en primer lugar. Dios creó al hombre para que dejara en el mundo una huella divinamente deseada, para que su obra fuera fecunda, eficaz y buena. A través del trabajo, el hombre madurará en destreza, entendimiento, sabiduría y albedrío. En el jardín al hombre se le ofrece un modelo y entrenamiento para su tarea, y se subraya aún más la conexión entre su trabajo y el trabajo de Dios. El reino del jardín debe ser mantenido por la sabiduría y la habilidad del hombre, y su cuidado le capacita en las habilidades con las que más tarde creará sus propios reinos. El trabajo en común es también una base primordial de la comunión humana: el hombre y la mujer son creados en una relación lado a lado, no meramente cara a cara. Juntos serán fecundos y se multiplicarán, trabajarán, construirán un mundo y un hogar: el mundo y el hogar son lugares de trabajo y de descanso.
Más allá de la relación matrimonial, la labor colaborativa une a las personas y establece contextos de pertenencia, dependencia mutua, interés y bien común. Aunque “la economía” o “el mercado” pueden a menudo ser abstracciones inútiles, pueden relacionarse con la “mancomunidad” formada por el enredo multifacético y la interdependencia del trabajo y los intereses de muchas personas en algún ámbito. El trabajo es la forma que puede adoptar la participación en una sociedad más amplia.
Se suponía que el trabajo del hombre debía fluir desde y hacia la comunión con Dios: se le ordenó salir y volver a entrar al santuario. Sin embargo, luego de la rebelión y la caída del hombre, el trabajo humano se torció y adoptó un carácter distinto. Alienados de Dios, el trabajo humano perdió su principal orientación a la comunión y se convirtió en adquisitivo, conducido por el deseo de tener posesiones materiales, poder y estatus. Las capacidades que fueron creadas para un gobierno benéfico se distorsionaron con fines de dominación sobre otros, y el trabajo se enredó con sistemas de esclavitud. El reconocimiento mutuo, la compañía y la pertenencia a través del trabajo en conjunto se convirtieron en rivalidad y división. El trabajo que una vez fue bendecido con fecundidad se redujo a frustración y futilidad. La labor se degradó hasta convertirse en esfuerzo incesante. La tierra ya no respondía fácilmente a los esfuerzos del hombre y, ahora, alienado del dador de vida, el trabajo del hombre se deslizaba constantemente hacia las despiadadas fauces de la muerte. La labor de la mujer en el parto pasó a estar rodeada de riesgo de muerte, tanto para la madre como para el bebé. El libro del Eclesiastés, que medita sobre la condición del hombre en un mundo bajo el poder de la muerte, describe cómo las mayores obras del hombre son arrastradas y olvidadas bajo las mareas del tiempo.
El Sabbat presentó el trabajo con un fin, siendo tanto el cese de una labor que de otro modo sería incesante, así como un propósito.
La temática del trabajo está en el corazón de la historia bíblica del Éxodo. Egipto es descrito como “la casa de la esclavitud” y no sólo por la reducida condición de los hijos de Israel dentro de ella: toda la tierra y su población son caracterizados por una distorsión cruel del trabajo. Los hijos de Israel fueron afligidos y sometidos a esclavitud. En lugar de la dignidad creacional, la fecundidad y la comunión del trabajo, y su ordenamiento en torno a la comunión con Dios, experimentaron el dominio de tiranos despiadados, el esfuerzo exhaustivo e implacable, la alienación de los frutos de su trabajo y la enervación de su condición de pueblo y espíritu bajo cargas aplastantes.
La narración dinámica del libro del Éxodo puede parecer, para muchos lectores, que se atasca hacia la mitad, que su energía se agota en un tedioso marasmo de oscuras leyes, instrucciones para el tabernáculo y su mobiliario, y un largo relato del proceso de su construcción. Sin embargo, si la primera mitad del libro describe la liberación de los hijos de Israel de la opresión de Egipto, la segunda mitad establece las leyes y las instituciones que les permitirán seguir disfrutando de la libertad. En la provisión del maná en el capítulo dieciséis, las personas ya estaban siendo preparadas para una nueva forma de vida. Su vida anterior había sido una de trabajo diario sin descanso, sufriendo para encontrar medios de supervivencia. Ahora Dios les proveía su pan de cada día y todos tenían una cantidad suficiente, un omer. Tuvieron que aprender a ser agradecidos y depender confiadamente de la provisión de Dios, dado que el maná no se podía acumular. En el sexto día se les dio lo suficiente para dos días y, en el séptimo, se les ordenó que descansaran. El descanso de Sabbat era una transformación revolucionaria del estilo de vida al que estaban acostumbrados.
En los diez mandamientos en Éxodo 20, la ley del Sabbat fue racionalizada en el propio descanso de Dios tras los seis días de la creación: en su práctica, un pueblo antes esclavo era llamado a seguir el propio patrón de trabajo de Dios y a liberar a otros a su vez. A medida que el principio de Sabbat se desarrollaba y ampliaba en el resto del Pentateuco, se relacionaba con la legislación civil relativa a la liberación de los esclavos y la provisión para los pobres. El Sabbat semanal fue también la semilla de un principio calendárico que se elaboró con un ciclo anual de siete festivales, siete días de descanso, dos fiestas de siete días, y la Fiesta de las Semanas o Pentecostés como el Sabbat de los Sabbats, siete sietes desde la Fiesta de las Primicias (donde el omer presentado al Señor recordaba al pueblo la lección de la provisión divina del maná). Ampliado aún más, se expresó en un año sabático y en el año del Jubileo (después de siete series de siete años).
Thomas Cole, El curso del imperio: el Estado arcádico o pastoral, óleo sobre lienzo, 1834. WikMedia Images (dominio público).
Estos festivales y años cimentaban la vida de Israel en el descanso libremente concedido por el Señor. Conmemoraban y eran motivo de acción de gracias por su provisión, y de oración por su continuidad. Al celebrarlos, Israel disfrutaba de los frutos de su trabajo y los compartía con los demás, especialmente con los pobres, los extranjeros y los levitas. Eran tiempos de asamblea, comunidad y festividad, que ordenaban la labor de Israel a la acción de gracias, el disfrute de los buenos dones de Dios y la liberalidad hacia los demás. Las sociedades suelen estar estratificadas debido a la división del trabajo y sus miembros separados por sus diversas actividades económicas; la fiesta era una reafirmación de lo común, el interés mutuo y el reconocimiento recíproco, templando tendencias hacia la alienación de las clases tanto entre sí como de un pueblo más grande compartido.
El principio del Sabbat no era exclusivo para liberar israelitas: los israelitas debían darles descanso a sus sirvientes, animales y todo dentro de sus casas. En el séptimo año, el descanso se extendía explícitamente a la tierra en sí, que debía quedar en barbecho. Así mismo, en conexión al Festival de las Semanas y al año del Jubileo, se demuestra la preocupación de Dios de que ningún israelita quede excluido de su regalo de la tierra: incluso a los más pobres se les debe permitir espigar y toda la propiedad ancestral debe ser restituida a sus dueños originales en el año cincuenta.
El tabernáculo, en cuya construcción se centra la segunda mitad del Éxodo, se asemeja a un lugar de Sabbat, un ámbito de descanso de Dios en medio de su pueblo liberado. Las diversas fiestas basadas en el Sabbat se ordenan en torno a la realidad del tabernáculo como lugar de reunión festiva y de comunión con Dios, y la presentación de dones. El plan para el tabernáculo y su mobiliario en Éxodo 25-31 se presenta en dos ciclos de siete secciones, paralelos a los días de la creación: las instrucciones concluyen adecuadamente con la ley del Sabbat como el gran signo de la alianza. El libro del Éxodo comienza con los hijos de Israel construyendo ciudades-almacén para el faraón y termina con los artesanos israelitas, empoderados en su espíritu, construyendo una tienda-palacio para que Dios habite en medio de ellos.
El ciclo diario de trabajo y descanso, el ciclo semanal de seis días de trabajo seguido del Sabbat, el ciclo anual de festivales y el ciclo más grande de años sabáticos marcaban y variaban el tiempo en Israel. El tiempo se articulaba, estructuraba, y ordenaba con nuevos fines y se diferenciaba en su carácter. Gracias a esta articulación del tiempo, Israel tuvo la posibilidad de trascender una rutina cotidiana y lineal. El tiempo fue “redimido”, relacionado con el tiempo fundamental de la creación en la recapitulación continua de la primera semana de labor de Dios, hacia los tiempos de redención en los festivales memoriales, y hacia la consumación esperada a través de la importación escatológica de dichas celebraciones. De este modo, el trabajo podría ser limitado, diferenciado del descanso y del ocio, fluyendo de una fuente superior y siendo ordenado hacia un fin superior. El amargo trabajo y la cruel esclavitud podrían convertirse en buen trabajo y servicio sagrado.
A través de los tiempos sabáticos y el tabernáculo como lugar sabático, se superó la caída durante la esclavitud de Israel y se liberaron su tiempo y sus labores. Se abordaron los frutos de la labor comprometidos o perdidos en la Caída y los males introducidos en la experiencia humana del trabajo. El Sabbat presentó el trabajo con un fin, siendo tanto el cese de una labor que de otro modo sería incesante, así como un propósito: una orientación del trabajo hacia algo más grande que preserva su bondad.
Al colocar el descanso del Señor en el centro de Israel, toda la dimensión del tiempo y las labores humanas se reordenó. Las personas de Israel eran llamadas a presentarse ante el Señor junto al fruto de su trabajo. Debían celebrar ante el Señor junto al fruto de su trabajo, disfrutando de la compañía del Señor junto a otros. Las estructuras de opresión, alienación y segregación se aflojarían medida que las personas se reunían ante el Dios que dio el descanso a su pueblo. Los tiempos de asamblea festiva de Israel se correspondían con los tiempos de cosecha y de recolección, relacionando sus trabajos con la dependencia hacia y el agradecimiento por los buenos dones de Dios. En el Arca de la Alianza, dentro del Lugar Santísimo, había una muestra del maná que Dios había dado, el pan del cielo, la cosecha por la que los israelitas no habían trabajado, un recordatorio de la naturaleza gratuita del camino de Dios con ellos, incluso cuando su propio trabajo se hacía sagrado. Es Dios quien nos da nuestro pan de cada día, así como se lo dio a Israel en el desierto.
La futilidad del trabajo caído también se supera en Cristo, ya que nuestro trabajo por el reino de Dios tiene ahora asegurada la fructificación final.
El principio liberador del Sabbat continúa para los cristianos, aunque su significado central sea conjugado de forma distinta. Aún cesamos de nuestras labores y practicamos el descanso sagrado. Continuamos reuniéndonos para celebrar juntos, para conmemorar las liberaciones de Dios y esperar la consumación de todas las cosas. Seguimos presentándonos como trabajadores, y presentamos los frutos de nuestro trabajo a Dios. Continuamos disfrutando de la comunión con Dios entre nuestras labores. No tenemos el tabernáculo de Israel o el jardín del Edén, pero sí tenemos santuarios de adoración a los que ascendemos, relacionando nuestra actividad corriente en el mundo con el manantial central de la vida ante el rostro de Dios junto con su gente.
A través de dichas prácticas, nuestra labor puede ser redimida, descubriendo su verdadero fin. Volviendo regularmente al descanso de Dios y anticipando el descanso mayor que nos espera, nuestro trabajo se dignifica y eleva. Los trabajos pueden convertirse en vocaciones. Tal como el apóstol Pablo nos enseñó en Efesios 6:5-8, cuando lo realizamos al servicio de Cristo, incluso el trabajo más servil e ingrato puede ser honorable y fructífero, recibiendo el reconocimiento y la aprobación de nuestro Señor. Como un cuerpo de muchos miembros, cada uno ejerciendo sus propios dones distintivos para el bien del todo, la iglesia es una comunión de trabajo animado.
Y en el centro de la vida de la iglesia está Dios aceptando nuestros dones de pan y el vino, frutos y ofrendas de nuestro trabajo, y devolviéndolos a nosotros como un regalo de su hijo, el verdadero pan que descendió de los cielos, la ofrenda perfecta que nunca habríamos logrado nosotros mismos: la ofrenda que expía, el pan que da vida eterna. La futilidad del trabajo caído también se supera en Cristo, ya que nuestro trabajo por el reino de Dios tiene ahora asegurada la fructificación final. Tal como nos encomienda 1 de Corintios 15:58, “Por tanto, mis amados hermanos, estad firmes, constantes, abundando siempre en la obra del Señor, sabiendo que vuestro trabajo en el Señor no es en vano”.
Aún vivimos en un mundo caído, con toda su frustración, penuria y opresión. Sin embargo, mientras nosotros y nuestras labores son llevadas a la vida de la iglesia, percibimos una realidad prometedora de un mundo más allá de la dominación de la muerte y podemos experimentar algo de la humanidad restaurada en el buen trabajo por el cual fuimos creados en primer lugar.
El Apocalipsis concluye con imágenes que recuerdan los primeros capítulos del Génesis. En un libro repleto de sietes significativos, la venida del gran y final descanso de Dios es declarada. La visión final es de una gran ciudad descendiendo del cielo, como una novia preparada para su esposo. Se podría disculpar a los oyentes por sentir un déjà vu: describe una escena nupcial en una ciudad jardín, con un río de agua de vida fluyendo, flanqueado por el árbol de la vida. Es un retorno al Edén, pero un Edén glorificado con los tesoros del mundo, todas las buenas obras y los trabajos que todos los pueblos han realizado alguna vez recogidos en este nuevo régimen y hechos permanentes, ninguno de ellos perdido. En este Edén se ha cumplido la vocación del hombre de ser fecundo, multiplicarse, llenar la tierra, someterla y ejercer dominio sobre sus criaturas, se disfrutan los maravillosos frutos de esa labor y toda la humanidad conoce la comunión con Dios y el prójimo.
Traducción de Micaela Amarilla Zeballos