Es fácil asumir que el canto congregacional siempre ha sido parte del culto cristiano. De hecho, tiene como un aire antiguo que evoca imágenes en apariencia intemporales de los himnarios amarilleados y polvorientos de la vieja iglesia tradicional en el centro de la ciudad, de los peanes de Garrison Keillor a los luteranos de Lake Wobegon. Pero, por supuesto, ninguna de esas imágenes es, de hecho, intemporal, y el canto congregacional tiene una historia bastante precisa: como el himnario, las iglesias tradicionales y los luteranos, el canto congregacional es producto de la Reforma protestante.

Hoy, sin embargo, la práctica del canto congregacional en la iglesia está amenazada por un cambio radical en cómo las personas se relacionan con la música fuera de la iglesia. Aun así, no todo está perdido: si la iglesia se comprometiera con la rareza del canto congregacional, podría trabajar para reconstruir una cultura de hacer música comunitaria dentro y fuera de la iglesia, servirse de esa cultura para invitar a personas a la iglesia y, lo más importante, continuar ofreciendo salmos, himnos y cantos espirituales a Dios Todopoderoso.

Claro que no se trata de que la música estuviera por completo ausente del culto cristiano antes de que Martín Lutero clavara sus tesis en la puerta de la iglesia de Wittenberg. En el occidente cristiano anterior a la Reforma, el cura hubiera celebrado la misa cantando. Y en las parroquias más grandes, así como en las catedrales, un coro pudo haber cantado las partes principales. En sus monasterios y conventos, los monjes y las monjas marcaban las horas de oración con servicios cantados de gran complejidad. Pero la música en el culto generalmente pertenecía al dominio del clero, el ámbito monástico y los profesionales. Fue una gran innovación de los reformadores tanto en la iglesia luterana como en la calvinista abrir a todos los cristianos la participación de la música durante el culto. ¡Y qué transformación de la experiencia del culto cristiano público habrá supuesto eso! Los luteranos fueron los primeros grandes escritores de himnos. El mismísimo Lutero compuso numerosos himnos que aún son cantados por cristianos de todas las tradiciones (es posible encontrar Castillo fuerte es nuestro Dios en los himnarios católicos romanos). Los miembros de la Reforma generalmente restringían la música eclesiástica a la salmodia métrica, es decir, paráfrasis versificadas de los salmos. Muchos de los salmos cantados que los primeros compositores calvinistas escribieron aún están en uso, incluso cuando las iglesias calvinistas más contemporáneas permiten una más amplia variedad de música durante el culto.

Thomas Webster, El coro de la aldea, óleo sobre madera, 1847 Imagen del dominio público

El canto congregacional no solo fue un desarrollo protestante, sino también un medio significativo para el éxito del protestantismo, para la construcción de una adhesión popular a las nuevas expresiones de la doctrina, nuevas formas de culto y nuevas iglesias que emergieron de las convulsiones del siglo XVI. En su excelente libro Reformation and the Culture of Persuasion (2005), Andrew Pettegree menciona la increíble popularidad de los himnos y de la salmodia métrica, en la iglesia y más allá. Los protestantes cantaban estas nuevas canciones durante el culto, en casa y en el trabajo. Y esa música se volvió un emblema importante de la identidad protestante. De hecho, en clave más oscura, la iconoclasia violenta y la lucha callejera entre protestantes y católicos a menudo acontecían al sonido de la nueva música protestante. Las bandas que acompañan las marchas naranjas irlandesas —nada menos que una congregación que canta himnos a cuatro voces— son fruto del desarrollo que la Reforma hizo del canto protestante.

¿Qué explica el éxito de los protestantes? Pettegree sostiene que ellos se consolidaron sobre una cultura robusta de canto comunitario de una forma en la que no pudieron hacerlo los católicos romanos. El canto se entretejió en la trama de la cultura europea moderna primitiva: en el trabajo, en el hogar, en el campo, durante los viajes y las reuniones en el mercado, en las tabernas o posadas, en cualquier momento y en todo lugar. La genialidad de los pioneros protestantes del canto congregacional estuvo en tomar esa práctica musical y hacerla parte del culto público y de la identidad religiosa. Las personas estaban habituadas a cantar —les gustaba cantar— y los compositores de himnos primitivos se valieron de esto para enriquecer el culto a Dios de las personas y fortalecer su lealtad a la causa protestante.

Y, por supuesto, el desarrollo del canto congregacional no se detuvo con la Reforma: desde Isaac Watts hasta los hermanos Wesley, los espirituales afroestadounidenses, la prolífica compositora de himnos Fanny Crosby y más allá, el cristianismo protestante siempre ha sido una religión cantada por las personas. No quedó encerrada dentro de las iglesias de la Reforma; especialmente después del Concilio Vaticano Segundo, la iglesia católica romana también llegó a adoptar ampliamente el uso de los himnos en el culto. Se podría decir que el canto congregacional es uno de los más grandes regalos que el protestantismo hizo a la iglesia católica.

La iglesia siempre será rara en una cultura secular, de muchas otras maneras además de nuestra música.

Pero una transformación notable ha tenido lugar a lo largo de los últimos cien años aproximadamente. Muchas iglesias cristianas conservan el canto congregacional, pero ya no se da la cultura robusta de producción musical popular amateur que la sustentaba. En la Reforma, la práctica extendida del canto y la producción musical populares fue bautizada y llevada a las iglesias; en la actualidad, al menos en América del Norte, las iglesias son uno de los últimos baluartes de resistencia de una tradición de canto y producción musical populares que ha desaparecido en gran medida de la cultura más amplia. No se trata de que la música haya desaparecido de un modo u otro. Dado que muchos de nosotros vamos por ahí con nuestros auriculares puestos, es bastante posible que la música juegue un gran papel en nuestra vida como lo hizo en la de nuestros antepasados del siglo XVI. Pero la forma que tenemos de relacionarnos con la música ha cambiado. Es más probable que seamos miembros de la audiencia que participantes; y más probable que escuchemos música grabada que música en vivo. Nos hemos trasladado desde la producción musical activa junto con quienes nos rodean al consumo musical pasivo individual. Hay excepciones aisladas: los padres aún cantan nanas a sus hijos; las personas aún cantan Cumpleaños feliz en las fiestas; la multitud en Fenway Park canta a voz en cuello Sweet Caroline en la segunda mitad de la octava entrada. Sin embargo, el hecho es que alguna vez hubo un conjunto de prácticas comunitarias en torno a cantar y a hacer música que ya no existe.

Esta transformación plantea un problema a las iglesias donde el canto comunal históricamente ha constituido una parte importante del culto. Una queja común en los círculos eclesiásticos es que las congregaciones no cantan como solían hacerlo. En tanto parte de esta queja podría ser atribuida a la nostalgia, sin duda tiene alguna base en la realidad del más amplio abandono popular de la producción musical. Entonces, ¿qué deberían hacer las iglesias al respecto? Algunas han ajustado sus prácticas musicales. Si la transformación original de la música en el culto por parte de los protestantes intentó llevar las prácticas contemporáneas a la iglesia, muchas iglesias evangélicas o carismáticas hicieron lo mismo unos cuatrocientos años después. La música en vivo a menudo se conserva, pero es ejecutada por un grupo de profesionales en un escenario, algo muy parecido a un concierto de rock. Y como en un concierto de rock, uno puede acompañar con su canto, aunque no es necesario. Uno también puede optar por formas de oración silenciosas o extáticas. La música no es fundamentalmente un asunto de canto comunitario amateur, aunque las personas bien podrían participar.

Nada hay de malo en esta elección de hacer un proselitismo más cultural que religioso con aquellos que buscan a Dios ni de presentar la Buena Nueva en el contexto de una experiencia cultural conocida que haga sentir cómodos a los recién llegados. Pero para aquellas iglesias que elijan continuar practicando la experiencia cultural desconocida del canto comunitario, esta práctica puede servir como su propia atracción para los buscadores que van tras algo más que lo que la cultura más amplia ofrece. ¿Podría esto tratarse de unir todas las voces al cantar?

Las iglesias que eligen aceptar esta misión deberían hacerlo siendo conscientes de que quizá las personas necesiten ayuda para acostumbrarse a esa práctica. Con este objetivo, las iglesias también podrían hacer que la educación musical no solo fuera para los coros infantiles, sino para todos los feligreses. Las iglesias también podrían llevar a su ámbito otras formas de la producción musical comunitaria, tanto en el culto como fuera de él. Algunas ya lo hacen: los grupos de música Sacred Harp a menudo se reúnen en las iglesias, incluso cuando los propios grupos no son necesariamente religiosos. Y, mientras estaba en la facultad de teología, supe de una iglesia cercana que semanalmente celebraba una sesión improvisada de canto popular. Al celebrar eventos regulares de canto o al hacer música juntos, las iglesias pueden apuntalar una cultura de canto comunitario. Esto también proporciona un servicio genuino a aquellas comunidades que tienen pocas oportunidades de música ocasional, ¡y es el tipo de evento de bajo riesgo que puede ser una buena oportunidad para que la evangelización arraigue en las personas!

En 1523 Martín Lutero escribió que componía himnos “para que la Palabra de Dios pueda estar entre las personas en forma de música”. Mirando atrás con una perspectiva de quinientos años, parece claro que triunfó magníficamente. Hoy, sin embargo, esta reforma musical pide una renovación. Hay una cualidad única en el hecho de hacer música juntos, ya sea alrededor de una fogata o alrededor de un piano en casa o en la iglesia, a la que otras formas de interacción con la música no se ajustan. Renunciar masivamente a esas prácticas musicales tradicionales sería una gran pérdida, especialmente porque la iglesia es uno de los pocos lugares donde las personas aún hacen música juntas de ese modo. La iglesia siempre será rara en una cultura secular, de muchas otras maneras además de nuestra música. En la música —como en tantas otras partes de la vida eclesiástica— esta es una rareza que vale la pena acoger.


Traducción de Claudia Amengual