En inglés, nana se dice lullaby (lulə bī′). Lullaby: repítela para ti, suave, lenta, reiteradamente. Se trata de una antigua palabra, formada en algún momento durante el siglo XVI, cuyas adormecedoras sílabas onomatopéyicas tienen su origen las canciones para dormir de muchos países, en innumerables lenguas y dialectos. Es una palabra que me lleva a mis hijos cuando eran pequeños, y antes de ellos, a los primeros recuerdos de mi infancia.

Mi padre me enseñó que casi cualquier cosa puede ser una nana siempre y cuando esté acompañada de un ritual. Requiere una cierta clase de amor hacer que un niño se duerma escuchando la música de un acordeón. Pero mi padre, viudo a sus treinta y nueve, lo lograba encendiendo cada noche una vela en el dormitorio que mis hermanas y yo compartíamos y hacía que de su antiguo Hohner brotaran canciones populares hasta que quedábamos dormidas. Había aprendido algunas de esas canciones de su madre —mi abuela—, Gladys Irene Riddell Mason. Debo agradecerle a ella por obsequiarme la inusual base de mi propio repertorio de nanas: canciones de amor de las Hébridas Exteriores.

Gladys tenía ascendencia escocesa y creció en Birmingham, Inglaterra, en la década del veinte. Su talento para cantar fue tempranamente reconocido, y sus padres le pagaron lecciones de canto. En su juventud trabajó como maestra de escuela primaria en los barrios bajos de Birmingham, llamando a los niños a desayunar y guiando el recitado del alfabeto con su resonante voz de contralto. Un boleto de autobús fue el hecho fortuito que reunió a mis abuelos. Mi abuelo, Arnold Mason, siempre caballero, pagó el boleto de Gladys, y así conoció a la “mente más brillante, el corazón más cálido y los ojos más azules de toda Inglaterra”, como decía, y agregaba: “si se me permite decirlo”. Pronto descubrió que, además, su “Glad” también era dueña de “la voz más dulce”. Se casaron en la Navidad de 1933. Al año siguiente Gladys participó en el concurso abierto para damas en el Festival de Música de Leamington. (Irónicamente, teniendo en cuenta su posterior transmisión de nanas, ganó por su interpretación de Oh, sueño, ¿por qué me abandonas? de Händel)

Fotografía de Harsha K R

Poco después, mis abuelos viajaron a Alemanía para visitar, y eventualmente unirse a, la comunidad del Bruderhof. Cuando la guerra empujó al Bruderhof fuera de su Alemania natal y hacia la aventura en Inglaterra y en Estados Unidos después de pasar por la selva paraguaya, las queridas canciones de las Hébridas ganaron su lugar en el tesoro oculto de canciones que la comunidad entonaba en todas las estaciones y ocasiones, recopiladas y seleccionadas de todas partes del mundo.

Yo tenía doce años cuando descubrí que poseía un don para cantar y que no podía leer música. Mi profesora de violín desistió de tratar de explicar el significado de las líneas y los puntos a mi mente que se negaba a comprender y sugirió, con delicadeza, que lo abandonara. Así lo hice y, en su lugar, comencé a tomar lecciones de canto. Mi abuela fue mi primera profesora. “Puedes aprender bien de oído”, me decía mientras me enseñaba todas las canciones de amor de las Hébridas, que ella sabía. Me enseñó cómo manejarme con las notas altas, cómo enunciar (“Si las personas no pueden entender la letra, la canción no tiene mucho sentido”) y cómo desarrollar el control a través de la respiración diafragmática.

No resulta extraño que, cuando comencé mi propio viaje como educadora de primera infancia, las canciones de las Hébridas surgieran como un pilar entre las nanas que cantaba a mis alumnos de guardería a la hora de la siesta. Las cantaba a diario y en el mismo orden, lo que a los niños parecía gustarles. En mi opinión, esos son los requisitos de cualquier buena nana: preparar suavemente a un niño para el sueño, estimular el desarrollo de la lengua y fortalecer los vínculos entre los padres (o cuidadores) y el niño. Yo había crecido en un hogar inmerso en las canciones, antiguas y nuevas, de muchas tierras y culturas, todas las cuales yo cantaba. Pero invariablemente, solía volver a las inolvidables, cadenciosas melodías de las islas escocesas azotadas por el viento.

Estaba cantando a ambos niños a la vez, maravillada al ver cómo los vínculos fraternales se formaban a través de la canción.

Y luego canté a mis propios hijos. Cada vez que descubrí que estaba embarazada, hacía dos cosas: iniciaba un diario del bebé donde registraba el milagro de cada día y cantaba nanas a nuestro bebé que aún no había nacido. Tengo tres diarios que se cortan abruptamente después de unos meses, y un dolor en mi corazón con el que he aprendido a vivir, pero también tengo persistentes y dulces recuerdos de haberles cantado a mis niños no nacidos que pasaron una temporada breve con nosotros. Las nanas nos proporcionan un eterno punto de amorosa conexión con ellos.

También tengo tres diarios completos, y tres hijos ya crecidos que aún saben las nanas que les enseñé. Quizá de mi parte fue solo un deseo hecho realidad, pero me parecía que ellos reconocían, respondían a y reivindicaban como sus favoritas ciertas canciones de aquellas islas frías y neblinosas, canciones que les había cantado cuando estaban en mi vientre. Durante todo el tiempo que fue posible, solía turnarme para acunar a mis hijos en los brazos mientras entonaba nuestro orden especial de canciones con un recordatorio de que “esta significa que el próximo lugar adonde vamos a volar es a la cama”. Luego de que cada niño era arropado, se ganaba su “última canción antes de que mami se vaya”. Eso parecía ayudar a disminuir el trauma de la separación a la hora de dormir.

Uno de mis recuerdos más preciados y perdurables: mi hijo mayor, lo suficientemente pequeño como para acurrucarse contra mí, con su cabeza apoyada en mi hombro y sus brazos alrededor de mi cuello, y su hermano pequeño moviéndose en mi vientre. Les estaba cantando a ambos niños a la vez, maravillada al ver cómo los vínculos fraternales se formaban a través de la canción. Cuando, varios años después, nuestro tercer hijo llegó, los dos mayores solían cantarse unos a otros y a su hermano recién nacido si llegaba la hora de dormir y nosotros no estábamos. “Un día en el trigal, cosechando, segando mi gavilla, y no fue fácil…”

Los pueblos aborígenes de Australia, donde ahora vivo, tienen historias y melodías que los conectan con su pasado profundo, con sus ancestros y su herencia sagrada. Para mí, las nanas hacen algo similar. Conducen a mis hijos hacia un círculo de canciones donde ellos y yo estamos unidos a su abuelo y a su bisabuela, a un linaje de cantantes de nanas que duermen desde hace mucho entre las estrellas, pero se mantienen cerca a través del canto.


Traducción de Claudia Amengual