El siguiente artículo fue extraído del libro With or Without Me: A Memoir of Losing and Finding (Plough, marzo 2022).


Ante nosotros, nuestros platos vacíos. “Hijos”, dijo papá. No estaba mirándonos realmente; fue solo una mirada tentativa y pasajera. Probablemente porque no quería cruzarse con nuestros ojos y arriesgarse a arrastrarnos con él hacia el abismo que se abría ante sí. Fue el día después de Navidad. Yo tenía quince años. Mi pequeño hermano Johannes estaba sentado cerca de mí, a mi izquierda. Steffi, mi hermana mayor, estaba a mi derecha.

Mamá había colocado la sopera sobre la mesa. Estaba sentada en silencio junto a papá.

“Hijos”.

“Necesitamos decirles algo muy, muy… necesitamos decirles…”. Los ojos de papá se llenaron de lágrimas y su voz se entrecortó. Lo observamos, azorados. Jamás lloró.

Mamá le tomó la mano sin levantar la mirada; la sujetó con firmeza, con la cabeza gacha. Observé la franja blanca en su cabello negro. Su voz era suave. “Tenemos que contarles algo muy triste…”. Papá la interrumpió con sus sollozos, conteniéndose. Contuve la respiración, porque me pareció que había una pesadilla que crecía a nuestro alrededor, llenando la habitación, brotando de las paredes, que se disolvían y nos dejaban flotando en la oscuridad, solo nosotros y la mesa. Un sueño que pudo haber desaparecido rápidamente y dejado que la habitación fuera una habitación de nuevo, pero entonces papá dijo que había recibido malas noticias de su médico. Que pronto moriría. Que tenía un cáncer incurable, y que nada más podía hacerse por él.

Mi hermana balbució con la voz entrecortada: “¿Qué dijo el médico? ¿De qué está hablando?”. No lloraba, pero su voz sonaba tan aguda como si proviniera de la nariz o de los ojos, o del espacio entre sus ojos.

“De tres semanas a tres meses”, dijo papá.

No hubo más palabras en aquella mesa, solo los sonidos de gargantas apretadas.

Estábamos ahí sentados, mis padres y hermanos, como niños que no podían consolarse unos a otros. Nuestros platos vacíos brillaban, blancos. Mi cuerpo quedó de pronto agarrotado, como cuando un pie se duerme.

Imagen de Sanjeri/iStock.com

Él quería luchar por nosotros, continuó papá. Tenía el rostro rojo y húmedo, la nariz le goteaba y se lo veía nervioso. Una de las manos estaba cerrada en un puño. “Voy a luchar contra este jodido cáncer”, dijo, casi escupiendo la palabra luchar. “Les prometo que: lucharé para quedarme junto a ustedes”, agregó, y me miró como si estuviera pidiendo perdón a gritos.

Su padre había muerto de reumatismo cuando él tenía diecisiete, poco después de la guerra. Papá sabía mucho mejor que nosotros, unos muchachos, a qué clase de horror se enfrentaba por nosotros.

Mis padres viajaron a Estados Unidos. Buscaron especialistas. Quimio. Radiación. Algo con selenio. El diagnóstico —solo tres meses de vida— resultó equivocado. Nadie lo sabía con seguridad.

Su tipo de cáncer era tan raro, que en ese momento había como mucho doscientas personas que lo padecían en todo el mundo. En las diferentes clínicas que visitó, se sentaba derecho en la cama sobre el cobertor blanco durante las rondas médicas, con sus fichas clínicas desparramadas encima de la falda. Analizaba todo con cuidado; sabía lo que estaba sucediendo mejor que algunos de sus médicos. Tal como lo había prometido, luchó.

No aceptó la morfina. Quería mantener su mente clara. Cuando sentía dolor, escuchaba fugas de Bach. Solía sentarse en nuestra sala, frente a la chimenea. De vez en cuando, tomaba aliento con fuerza a través de los dientes. Yo me sentaba tras la puerta, donde él no podía verme, cuidándolo, esperando que la intensidad del ritmo capturara y controlara su dolor.

Cuando papá daba un puñetazo en la repisa de la chimenea y la música se detenía de repente, yo comprendía que Bach había perdido, y entonces me levantaba de un salto y huía de sus pasos que se acercaban, porque se suponía que él estaba practicando “pensamiento positivo”, como lo llamaban los médicos, y yo temía arruinarlo con mis lágrimas.

Salía corriendo en medias, a través de la cocina, escaleras arriba, entraba en mi dormitorio y me metía en mi clóset, con los sacos tapándome la boca, para que no saliera ningún sonido. Hasta el día de hoy, no sé cómo funciona el “pensamiento positivo” cuando, hablando científicamente, no tienes ninguna chance de sobrevivir. Solo sé cómo implorar a Dios de rodillas y cómo poner todo lo que tienes en esa creencia. Todo. Eso fue lo que mis hermanos y yo hacíamos cuando en el ático y en secreto orábamos por nuestro padre. “Por favor, haz un milagro. Por favor, no dejes que papá muera”.

Papá nos preguntó un día qué clase de secretos tramábamos en el ático, y con timidez le explicamos. Solo pronunció una palabra —“Ustedes”— y luego nos atrajo hacia sus brazos al mismo tiempo y nos besó en la cabeza sin soltarnos.

Cuando inició la última gran serie de sesiones de terapia en la Selva Negra, mi hermano y yo nos trasladamos a un internado cerca de la clínica, y mamá se mudó al hospital con papá. Mi hermana quedó sola en casa y tuvo que abrirse paso en la secundaria.

No había ninguna fogata, ninguna armadura imaginaria y nosotros no teníamos palos para golpear cosas con ellos. Solo palabras.

Mientras tanto, Johannes y yo nos encontrábamos en los salones de nuestra nueva escuela. “Debemos orar de nuevo”, le decía a veces, cuando nos llegaban buenas noticias. Él me miraba con sus grandes ojos cargados de ansiedad. A veces parecía haber un gran lago negro tras ellos. Luego buscábamos un aula vacía y entrábamos juntos a la oscuridad con nuestras oraciones, tal como cuando éramos niños y jugábamos a nuestros juegos de aventuras. Solo que no estábamos buscando ninguna aventura y no conocíamos la oscuridad, y no podíamos inventar un enemigo. Después de todo, no había ninguna fogata, ninguna armadura imaginaria y nosotros no teníamos palos para golpear cosas con ellos. Solo palabras. Su voz, mi voz y, alrededor de nosotros, pupitres y sillas. Una mesa resplandecía, un pájaro gorjeaba suavemente afuera, una campana tintineaba y todo lucía inofensivo en aquella atmósfera de tonalidades suaves, cálidas y amigable de las aulas comunes. Todo esto mientras, de hecho, una guerra estaba teniendo lugar.

De pronto, pertenecíamos a la miseria del mundo. Imágenes de madres llorosas, desconsoladas, niños asustados, refugiados escuálidos. De pronto, esas imágenes estaban en nuestro derredor. En el rostro de las personas que amábamos. En habitaciones alemanas civilizadas, ordenadas, con ropas limpias. En papá, con sus grandes dientes apretados contra el labio superior enflaquecido, por encima del cuello de su camiseta polo. En los nudillos blancos y temblorosos de mi madre cuando se aferraba al fregadero. En los sollozos y en los hilos de saliva que aparecen cuando las personas hablan y hablan, aunque el llanto se los dificulte. 

De golpe, conoces una forma del miedo que casi no te permite responder cuando las personas te preguntan algo tan normal como “¿Cómo estás?”. ¿Qué se supone que uno deba responder?

Un fin de semana, mi hermano Johannes y yo tomamos un tren desde nuestro internado hasta el hospital.

Había flores sobre la mesa con ruedas cerca de la cama de papá. Su loción para después de afeitar estaba cerca de su dispensador de desinfectante. Un atardecer rojo sangre llenaba la ventana y ennegrecía las gruesas franjas de las nubes en el resplandor rojizo. Johannes y yo nos turnábamos para sentarnos en la cama, junto a papá, con nuestra tarea de latín. Durante horas le tomábamos la mano.

Por las tardes volvíamos al internado. A medida que aumentaba el bramido del tren, hablábamos menos y menos. Luego bebíamos schnapps, porque eso nos facilitaba bromear con nuestros amigos.

En invierno nos dijeron que papá iba a morir. Que nuestra familia estaba acompañando a un hombre que agonizaba. Mi hermana intentó hacérmelo entender cuando le conté de mis planes para las vacaciones de Pascua, que naturalmente incluían a papá.

“Esther”, dijo, mirándome, “¡Papá se está muriendo!”. Quise darle un puñetazo en la cara, en la boca y en los ojos y en todo lo demás. Pero ella me golpeó primero, con una frase que me llegó desde su garganta, a través de las encías y entre los dientes: “Debes dejarlo ir”.

Haberle dicho que “sí” hubiera sido aceptarlo. Y debí elegir entre endurecerme ante aquello o volverme loca. Porque esa es la insolencia más grande, lo más feo que se puede decir sobre una persona: está muerto.

Tus ojos bien abiertos: jamás has visto tan poco. Están buscando, pero no hay nada. Te tambaleas hacia un blanco resplandor.

Después de eso, quise amenazar a cualquiera que dijera que papá estaba muriendo; quise prohibirle al mundo que actuara como si supiera algo acerca de él. ¿Cómo podía saber algo? ¿Qué sabemos sobre cualquier ser humano? ¿Cómo es posible que alguien diga “Esther, debes dejarlo ir”? ¿Adónde? No voy a permitir que alguien que amo se transforme en nada. No voy a permitir que alguien que me pertenece vaya hacia su muerte.

Así que le grité a mi hermana: “No puedes decir eso. Papá no puede morir. Imagina a mamá si papá muriera. Él no puede morir”.

Y comencé a orar, como había leído una vez en la Biblia donde dice: “Que él te dé conforme al deseo de tu corazón”. Agradecí a Dios de antemano por sanar a mi padre. E invertí toda la fe que pude reunir. Le entregué mi mundo.

Seis meses después, mi padre estaba muerto, y cuando lo vi tendido allí, en la cama del hospital, casi tiré las paredes abajo con mis gritos. Estuve a punto de enloquecer y me arañé el rostro hasta casi arrancarme la piel. 

Después de eso, quedé en silencio.

Todo el mundo estaba silencioso. Muerto, silencioso y frío, como si hubiera nevado. Sin Dios. Sin mí. Y desprovisto de cualquier estímulo.

No sé cómo será para otros que hayan experimentado la muerte de un ser amado, pero la visión de mi padre muerto casi me privó de mi cordura en ese momento. Fue como si me cegara verlo allí tendido. 

Oigo un grito. Mío. Y luego fue como si corriera a través de una casa que se derrumbaba. El piso se desmorona y se convierte en una nada bajo mis talones. Debes correr cada vez más rápido, rompiendo las puertas. No para salir, sino para llegar al centro de la casa, a ese átomo único, duro y eterno al que podrías aferrarte para salvarte con él.

Tensas cada músculo para patear la próxima puerta y… ha desaparecido. Alguien la ha quitado de sus bisagras. O quizá jamás hubo una puerta. Tus pies vuelan hacia la nada, y tu nuca se estremece. Tus ojos bien abiertos: jamás has visto tan poco. Están buscando, pero no hay nada. Te tambaleas hacia un blanco resplandor.

Y, sin embargo, esto no es la muerte. No es la caída final. Aún podrás sostener una taza de café después, aunque ya no valga la pena. Una vez más, esto no es la muerte. Nosotros, los familiares sobrevivientes, quizá aún tengamos años por delante. Aún oímos el tictac de los relojes y los autos que pasan. Oímos canciones que suenan en el supermercado, como lo hacían en el viejo mundo, antes, y empujamos nuestros carros de la compra y seguimos adelante, incluso aturdidos. Ese aturdimiento: aún debemos cepillarnos los dientes, a pesar de que, cuando percibimos el sabor de la pasta de dientes en la boca, quizá nos preguntemos para qué. No que ese asombro logre mucho, ya sea ante los objetos que llenan la casa y que, de pronto, parecen tan extraños, o ante todas las cosas que haces y dices. Así que sigues adelante lavándote el cabello, y tus manos básicamente saben cómo hacerlo, y tú dejas que lo hagan. Es cierto que, a veces, hay fallos. No sabes realmente qué hacer a continuación y, de pronto, estás sentado en las escaleras y has olvidado por qué.

Otras veces, el mundo ya no produce ningún ruido. No hay más sonidos, no más armonías, no más secuencias tonales lógicas a través de las cuales podrías encontrar tu camino.

Esto sucede todos los días, en todo el mundo, en cada país. Una y otra vez, el mundo se derrumba para alguien sin que el resto de nosotros lo oiga. Solo lo vemos: el rostro mudo; la mirada pálida y empalagosa de una doliente que ya no se aplica adecuadamente el maquillaje. La maleza crecida del jardín delantero, las plantas marchitas y la regadera dada vuelta que yace ahí, abandonada, durante semanas. Eso es lo que las personas notan y de lo que hablan y lo que observan con preocupación.

Yo tenía diecisiete cuando mi padre murió, pero me sentí como un pequeño memento mori. Necesitada de afecto, pero también desfigurada de una manera desagradable. Poco después del funeral, cuando la rabia llegó, rompí con Dios. Sucedió en una iglesia durante una boda, a medida que la novia era conducida a lo largo del pasillo por su padre. Le dije a Dios: “Tú estás muerto. Ya no creo más en ti”. Y en poco tiempo, de verdad ya no creí más en él.

Mi hermano se quedó en el internado; mi hermana se fue a estudiar. Yo regresé a casa. Recibimos a mi abuela y la cuidamos. Mi madre no sabía nada de nuestra situación financiera. Era papá quien dirigía la compañía. Mamá siempre había sido un ama de casa y una madre para nosotros, sus hijos. En mis recuerdos, mamá pasó el primer año después de la muerte de mi padre sepultada bajo una pila de carpetas, exhausta, haciendo pregunta tras pregunta.

En el otoño y el invierno posteriores a la muerte de papá, ella ni siquiera calefaccionó la casa por miedo a que nos quedáramos sin dinero y tuviéramos que hacer otros recortes. Así que aquella gran casa estaba helada, y oscura. Solo dejábamos encendidas las luces si alguien permanecía en la habitación.

Al principio, mamá aún cocinaba para cinco personas, sin darse cuenta, y me recuerdo sintiéndome incómoda al mirar las cinco porciones de pescado sobre la mesa y notar que ella también las estaba mirando. Entonces, se sentaba con un suspiro, cruzaba las manos, cerraba los ojos por un momento, pero luego no llegaba a orar. En lugar de eso, acercaba la silla de ruedas de mi abuela a la mesa, le enganchaba la servilleta al cuello y comenzaba a alimentarla.

A veces, cuando mi abuela no quería comer, o comenzaba a toser después de un sorbo, o cuando, debido a que el tenedor estaba cerca de su boca, se irritaba y daba un manotazo como si estuviera espantando una mosca, mamá perdía la paciencia. En esos momentos, estrellaba el tenedor contra el plato y gruñía: “Tu turno, Esther. Yo no puedo”. Así que, en silencio, yo comenzaba a quitar las espinas al pescado, y a hacer un puré de papas para la abuela. Cuando miraba a mama, notaba que estaba llorando. Entonces bajaba el tenedor de nuevo, caminaba por detrás de la silla de ruedas, me sentaba junto a mamá y la abrazaba. Le decía: “Mamá”, y la contenía por un momento. Pero luego me daba cuenta de que mi abrazo no podía darle nada de ese consuelo ni de esa protección ni de esa seguridad de que todo estaría bien. Solo los brazos de papá podían hacer eso. Yo no tenía consuelo para ofrecerle; tampoco protección.

La pena de mamá nos abatía a las dos juntas. No que ella llorara demasiado seguido, sino que uno se da cuenta cuando alguien está luchando o gritando por dentro. Nosotros, sus hijos, comenzamos a comprarle regalos extravagantes. Juntábamos nuestra mesada y le comprábamos entradas para la ópera y rosas rojas, tal como papá lo hubiera hecho.

Las mujeres solían decir, a veces: “Tú y tu madre no pueden seguir conteniendo el dolor. Deben dejarlo salir”. Según mi opinión, las personas que decían cosas como esas no sabían de qué estaban hablando.

En primer lugar, no había dolor. Solo muerte. La muerte es muy grave. Hace desaparecer las superficies a las que normalmente se adhieren las cosas. Como si cada línea que intentaras escribir en la pizarra no saliera bien, la tiza solo repiquetea, como si estuvieras escribiendo sobre vidrio. Cada trazo —cada arco, ilusorio o preciso y concentrado— resbala. De repente, te vuelves incapaz y estúpido.

Antes, yo no conocía el poder de la muerte, o el horror que contiene, cuán fuertemente contradice la vida. Después, debí llevar la mano a la boca algunas veces, solo para asegurarme de que no se hubiera adormecido. Era difícil levantarse; era difícil ver una película. Básicamente, dejé de salir con amigos. Ya no teníamos nada en común.

No hay esperanza sin Dios. La busqué durante cuatro años. No existe.

De vez en cuando, intentaba ir a una fiesta. Me ponía brillo labial, me cepillaba el cabello, me calzaba mis tacones de plataforma y me ponía unas gotas del último frasco de perfume que papá me había regalado. Hacía todo eso sabiendo que, probablemente, no llegaría ni siquiera a salir de casa. Luego me sentaba junto a la cama de la abuela y le acariciaba la frente, segura de que todo lo que debía hacer era ponerme el saco y salir. Pero ese último paso para atravesar la puerta… Ni siquiera había un verdadero umbral: solo una pequeña hendidura entre la puerta y el felpudo. Pero cruzarla era demasiado. ¿Por qué? Porque no podía. Mamá decía: “Pensé que ibas a salir”.

“¡Es que no puedo!”, gritaba. Era como si una ley no escrita —No va a funcionar— acechara tras cada decisión, incluso si se trataba solo del impulso de levantarse cada mañana. Te vuelves como el buey inútil, a la espera de que llegue tu momento, pulverizando y masticando las horas. A cada segundo, te mueves más cerca de la nada. Y si esto suena demasiado desesperanzador para ti, bueno, es que no hay esperanza sin Dios. La busqué durante cuatro años. No existe.

En aquella época, me enfadaba tanto con los adultos que se consideraban demasiado científicos para creer en Dios, pero que aún citaban El principito, esas palabras reconfortantes acerca de una persona que ha muerto y que ahora es una estrella que nos mira desde lo alto.

Y tampoco me ayudaban esas tonterías de cómo esa persona “vive en nuestro corazón”, porque no es cierto. Hay recuerdos, pero con el tiempo se desvanecen y no hay recuerdos nuevos para reemplazarlos. En determinado momento ya te los sabes todos, y algunos de ellos te dan náuseas y hasta transforman tu corazón en una prisión. Bienvenidos a mi corazón, ¡está jodidamente acalambrado! ¿Y esos viejos videos caseros que ves todas las noches? ¿Sabes cómo se vuelve temblorosa la imagen, justo en el momento en que el muerto está riendo y saludando a la cámara? Pensaba: ¿por qué no atreverse a decir que se ha ido para siempre, y que en unos años nadie va a recordarlo, ni tú ni yo? Porque sabemos que eso es lo que de verdad sucederá.

Dejé de asistir a la escuela; solo deambulaba por el bosque. Daba un paseo hasta una vieja torre que quedaba en las alturas de mi pueblo y me sentaba allí, fumando durante horas, disolviéndome en el sinsentido. ¿Mi nombre? Ya no lo tenía.

Recuerdo el sonido del tren emergiendo hacia mí mientras hacía sonar su señal de advertencia en cada paso a nivel. Recuerdo haberme embriagado. Muy ebria, varias veces hasta desmayarme. Recuerdo haberme despertado en un parque mientras un perro olía mi pierna. O despertarme en la cama, con las botas aún puestas.

Debí ver a un psicólogo. No que eso ayudara. Mi problema no solo era la pena. Desde que había dado la espalda a Dios, sentía que mi vida era una coincidencia sin sentido. Y puesto que ya no tenía sentido, ¿para qué soportar el sufrimiento? Preguntas como esa no pueden ser respondidas por la terapia. Solo pueden ser suprimidas con medicación, eliminadas, si tienes suerte, hasta que un día te descubres en una cama de un residencial de ancianos, contemplando la pared todo el día, que era lo que yo ya estaba haciendo.

Supongo que la muerte de una persona amada siempre plantea preguntas como esas. Acerca del significado. Acerca de la esperanza. Como he dicho, no he encontrado la esperanza sin Dios, y no tengo intenciones misioneras al declararlo. En todo caso, decir eso probablemente se parezca a una dependencia. ¿Pero es eso tan malo? Nosotros, los humanos, somos dependientes. Desamparados. Pequeños. Y particularmente vulnerables cuando amamos. Porque el amor no se detiene así nomás después de que la persona que amas muere. Incluso si así lo parece, a primera vista, que tu amor ha perdido su objeto. Incluso si sollozas cada mañana y pareces inconsolable. El amor no muere.

Hay algo extraño acerca de eso, y no solo de un modo dependiente, sino también de un modo hermoso. De un modo que te permite el asombro. No sé si fue en lo alto de la torre en el bosque, o junto a la cama de mi abuela, pero de pronto me pareció que ese amor era más maravilloso que el cáncer. Más soberano, a pesar de que me debilitaba. A pesar de que era el amor lo que me hacía sufrir tanto. Había algo grandioso acerca de él —ajeno— no manipulable.

Esa rareza del amor comenzó a fascinarme. Me fue dada una nueva comprensión de Dios. De su rareza. Y lo cambió todo.

No se preocupen. Este texto no va a terminar con: “Y luego solté mi malvado odio, dejé de fumar y comencé a asistir a la iglesia todos los días”. No fue así.

Pero sí me volví hacia Dios. Y poco después, a mi hermano menor Johannes le diagnosticaron un cáncer. Tenía apenas veintitrés años. Era un melanoma maligno. Muy pequeño, pero muy grave. Diez meses después, murió. No puedo decir de verdad quién murió y quién era él para mí. Es posible que encuentre palabras para el horror, pero no para mi hermano.

Y, sin embargo, puedo decir lo siguiente: su fe en Dios era tan grande que nos llevó a todos con él. Johannes no tenía miedo. En sus oraciones había una paz que no comprendo. Consuelo. Era como el amor que tenía y aún tengo por él y por mi padre. Un amor que no me soltará y que no morirá. Y que parece tan sobrenatural como lo que he escrito aquí.


La version original en alemán de este artículo se publicó en Spiegel Wissen, marzo de 2014. Traducción (desde el inglés) de Claudia Amengual.