Encontrar huesos en la superficie fue asombroso. No, no fueron los huesos en sí, sino la enorme cantidad lo que me asombró. Desde las ventanas podía verlos apilados prolijamente según su tipo. Tibias y peronés. Húmeros y fémures. Los cráneos también estaban agrupados, como para propiciar una cómoda conversación. El interior del edificio era silencioso y sagrado. Su exterior, cercano a una iglesia, estaba concurrido, lleno del sonido de mis compañeros adolescentes a medida que circulaban. Pero yo me quedé en la ventana y observé. Europa tenía muchos misterios para mí en tanto una estudiante estadounidense de secundaria que estaba de viaje, pero ese osario, hasta el momento, era el mayor de todos.

Incluso hoy, cuando el nombre de ese lugar —¿era Marburg?— se ha borrado suavemente de mi memoria, aún puedo ver vívidamente esas pilas asombrosas. Me pregunté entonces, como aún lo hago a veces, si Dios exhortaría de nuevo a Ezequiel a profetizar que esos huesos secos volverían a la vida: tibias con peronés, húmeros con omóplatos; cráneos, en definitiva, con los aproximadamente doscientos huesos humanos restantes.

El cementerio del Bruderhof Rhön, Alemania. Fotografía cortesía del Archivo del Bruderhof

Tal como descubrí en ese viaje, Europa no solo exhibe iglesias antiguas, sino también otros sitios igualmente sagrados: plazas de pueblo donde mis ancestros “herejes” fueron atados a estacas y quemados como mártires, ciudades que alguna vez fueron hogar de primos aniquilados por el Tercer Reich (quemados o enterrados, no lo sabemos). Esos lugares no tienen ninguna marca ni recordatorio, solo recuerdos. Su humanidad perdura y el mismo aire está santificado.

Ya antes de visitar Europa, había oído acerca de la finitud de la vida. A los quince la muerte se volvió personal con la partida de mi muy amado abuelo, hacedor de dulces. Juntos elaborábamos malvaviscos hasta que se puso muy enfermo para revolver el espeso jarabe. Luego se tendió en su cama con el sonido de su respiración dificultosa llenando toda la casa. Su muerte trajo realidad: un ataúd de madera con herrajes para que las personas lo cargaran; palas con mangos desgastados; y tierra, manipulada con cuidado por aquellos que cavaban la honda tumba. También trajo lágrimas a los ojos. 

Mi iglesia era una congregación que cantaba y en el funeral surgió un himno. Tenía un bonito título, “Beauty Around Us” —es decir, la belleza alrededor de nosotros—, pero causaba un indefinible sentimiento de vacío que no levantaba mi ánimo en absoluto: “El tiempo se acerca, pasa y se desvanece, los niños irán tras los pasos de sus padres”. Las palabras evocaban una tierra dada vuelta lentamente, carretillas con montículos altos que pasaban hacia la tumba una tras otra como cordilleras. El pensamiento de tanta humanidad que yacía en la tierra me asustaba y me hacía preguntar acerca del propósito y la singularidad. Si los individuos importaban.

Cuidando el cementerio del Bruderhof Rhön. Fotografía de Danny Burrows

La literatura de la secundaria también trajo una buena dosis de muerte, como para compensar los años de la infancia llenos de inocencia. Hamlet camina con Horacio a través de un gran cementerio, observando mientras los sepultureros desentierran huesos; Hamlet queda atónito cuando un sepulturero le alcanza un cráneo, todo lo que resta de un héroe de la infancia, Yorick.

La Lucy de Wordsworth, protagonista de cinco poemas breves, también está muerta. No hay exclamaciones ruidosas de angustia ni de miedo. Lucy está más allá de la existencia terrenal, ahora a salvo, enterrada:

Ya no hay moción ni hay fuerza;
Ya no ve ni oye nada;
Liada al rumbo diurno de la tierra,
Con árboles, rocas y piedras.

La inercia de Lucy sugiere un tipo de paz romántica; la mueca de Yorick, una inquietud gótica. Pero me he reconciliado con ambas ahora.

La muerte, escondida al niño, a menudo es descubierta por el adolescente y necesariamente contemplada por el adulto. Hubo un momento breve y doloroso cuando el cuerpo de mi abuelo, sin alma, estuvo a simple vista; y la larga existencia atemporal sugerida por los huesos en el osario se volvió memoria y recuerdo. La segunda parte atemporal siempre supera la primera llena de pena. En el corto plazo, es importante recordar a los vivos que rodean a los muertos; en el largo plazo, se trata de recordar a los muertos que rodean a los vivos.

Venimos al mundo siendo carne; cuando lo abandonamos, nuestros restos permanecen, y los vivos deben ocuparse de ellos. En muchas sociedades ricas actuales, esto es en gran medida gestionado por profesionales de la “industria funeraria”. Muchas familias quizá quieran involucrarse más en el cuidado de los restos de sus seres amados, pero no pueden debido a presiones laborales, distancia geográfica y falta de una red de apoyo. Pero en muchas tradiciones religiosas la práctica “funeraria” comunitaria permanece. El hecho de que miembros de mi iglesia, el Bruderhof, vivan juntos en una comunidad comprometida permite que cada uno de nosotros a lo largo de nuestra vida adquiera un rol personal en los cuidados que se prestan en torno a la muerte.

Tumbas en el cementerio del Bruderhof Darvell, Inglaterra. Fotografía de Danny Burrows

Mi iglesia llama a esto “el último servicio de amor”. La frase, que en mi juventud era misteriosa y fatídica, no es un eufemismo, sino una simple declaración de verdad. El “último servicio de amor” que la iglesia hace por los fallecidos y por los dolientes es solemne, aunque reverencialmente bueno. Hay belleza en el velatorio, en la simplicidad del ataúd de madera, en la tumba cavada a mano y en la placa que indica con claridad el nombre y la duración de una vida terrenal. Aquellos que se preocupan por los muertos se preocupan por los vivos.

Esto comienza con la vigilia que se inicia tan pronto como alguien ha muerto. A partir de ese momento, siempre habrá miembros de la comunidad custodiando el cuerpo. Ese apoyo —ayudar a preparar el cuerpo, colaborar con la semblanza que será leída durante el servicio, rodear a la familia— es el primer paso hacia la sanación para aquellos que están de duelo. “Guardar vigilia” en el velorio es más que un gesto físico de solidaridad. Cuando las horas de espera se hacen largas, nos quedamos allí en lugar de la familia, cargando con su dolor y vislumbrando su esperanza.

Mi padre, que es carpintero, ha diseñado y confeccionado decenas de ataúdes en los últimos sesenta años. Ahora, a sus casi noventa, ha dejado anotaciones y dibujos para la próxima generación. Las reglas: es un privilegio hacer un féretro; el diseño de la caja de madera debe ser simple, para que la familia, si así lo desea, colabore en la construcción; es esencial tener en existencias suministros para hacer féretros. No está permitido hacer reformas ad hoc aquí, solo un toque con mano firme. Estos ataúdes son hermosos y sólidos, como será el de mi padre cuando llegue su día.

Los entierros en el Bruderhof son una responsabilidad de la congregación. Las tumbas son cavadas a mano. Luego de que el féretro es descendido, los asistentes participan llenando el pozo con tierra, colocando flores y apoyando a la familia.

A partir del siglo VII, las iglesias han proporcionado tierras consagradas para los entierros. Del mismo modo, el Bruderhof tiene sus propios camposantos. En verano, cada tumba se transforma en un jardín florido del tamaño de un ataúd, y se cubre con ramas de pino en invierno. Los jardineros podan y riegan estos camposantos. Son lugares de belleza, lugares para visitar.

Uno de estos lugares santificados está en los Cotswolds ingleses, un terreno que no fue vendido, vestigio de una comunidad del Bruderhof establecida allí entre 1936 y 1941 por la congregación de mis abuelos, refugiados de la Alemania nazi. El camposanto está apartado del camino y se requiere una caminata colina arriba a través de un campo. Los visitantes dejan a su paso el rastro de sus huellas que convergen todas hacia el mismo centro en la cima de la colina.. El suelo elevado, el recinto vallado, el portón con su pasador, la pausa momentánea antes de atravesar la entrada, todo prepara al visitante para mirar hacia abajo. Allí hay seis tumbas, tres bebés y tres adultos, desde niños nacidos sin vida hasta ancianos de noventa y dos años. El tiempo no puede borrar el último servicio de amor llevado a cabo aquí. Estas tumbas son tan antiguas que los huesos humanos bajo el césped han retornado a la tierra. Los recuerdos de esas vidas, que me fueron contados de segunda o tercera mano también están en pedazos, incompletos. Pero, aunque jamás conocí a ninguno de ellos, quienes yacen aquí no me son extraños.

Una viuda mira el atardecer en el cementerio con su familia, Bruderhof Fox Hill, estado de Nueva York. Fotografía de Danny Burrows

Vamos a los cementerios o visitamos lugares relacionados con la muerte porque nos recuerdan a Dios; nos ayudan a dar sentido a nuestra vida y al preciso momento que vivimos. El Dios del universo tiene un plan, y levantar los ojos hacia él nos mantiene con los pies sobre la tierra. Pero el arco de eternidad que se curva lentamente también puede proporcionar una perspectiva tan larga que nos sentimos infinitesimales e insignificantes. Lo que me lleva a levantar el pasador, abrir el portón y deambular en ese espacio es lo que yace bajo mis pies. Es el aroma sagrado y perdurable de las almas que partieron lo que me da perspectiva; arraiga mis pies aquí, en la tierra, mientras me ayuda a sentir la presencia de esos hombres y mujeres quienes, según la enseñanza cristiana de la comunión de los santos, permanece muy viva y conectada a nosotros, los vivos.

Al visitar un camposanto, cerrado o abierto, cuidado o abandonado, pienso en quién yace aquí. Me fijo en la disposición, el tamaño de las lápidas, los senderos de césped que hay entre ellas. Los apellidos y el agrupamiento de tumbas. Las fechas. Y allí donde las piedras se ven desgastadas, sin identificación, permanezco contemplándolas.

Toda vida necesita ser vivida por alguien, ¿cuán difícil fue vivirla? Aquí se señala lo que ha quedado al final de la asignación de días. Por cuanto las vidas, mediocres o deshonestas, imperfectas o santas, fueron aquellas a imagen de su Creador y, por lo tanto, jamás pueden desaparecer.


Traducción de Claudia Amengual