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    illustration of a woman and child looking fearfully at a vaccination needle

    La guerra de las vacunas

    Un pediatra busca tierra común entre los padres escépticos a la vacunación y aquellos que buscan prevenir brotes de enfermedades mortales.

    por Brian Volck

    lunes, 17 de noviembre de 2025

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    Hace treinta y cinco años, como pediatra que trabajaba en un hospital del Servicio de Salud Indígena (IHS) en la Nación Navajo, participé en la lucha contra una enfermedad de la que pocos han oído hablar hoy en día. En un ensayo de dos años en el que participaron más de cinco mil bebés, los investigadores del Centro para la Salud Indígena de la Universidad Johns Hopkins probaron una nueva vacuna contra Haemophilus influenzae tipo b (Hib), que en aquel entonces era una infección infantil común. En todo el país, la enfermedad por Hib, una infección agresiva pero casi siempre tratable, afectaba normalmente a niños de menos de seis años de edad. Sin embargo, por razones desconocidas, los niños indígenas solían enfermar en los primeros seis meses de vida con la forma más devastadora de Hib: la meningitis bacteriana. Incluso con un tratamiento rápido y adecuado, la meningitis por Hib dejaba al veinte por ciento de los supervivientes con disfunciones cerebrales a largo plazo que variaban desde la pérdida de audición hasta un retraso grave en el desarrollo.

    Cuando llegué a la Nación Navajo en 1989, la práctica habitual era administrar una vacuna contra el Hib a los dieciocho meses, la edad más temprana en la que esa vacuna en particular ofrecía protección. Si bien esto alivió la carga de la enfermedad por Hib entre los niños de todo el país, no sirvió de mucho para los que enfermaban mucho antes de poder recibir la vacuna. La nueva vacuna, que Johns Hopkins probó en cuanto a seguridad y eficacia, se administró a los dos y cuatro meses de edad, lo suficientemente pronto como para proteger a las familias que atendíamos en la clínica contra los estragos de la meningitis por Hib. Mis colegas y yo no tuvimos mucha dificultad para convencer a los padres de que se unieran al estudio. La mayoría conocía a algún familiar cuya vida había cambiado drásticamente debido a la enfermedad por Hib, y deseaban proteger a sus hijos.

    Funcionó. Cuando los datos del estudio revelaron que la nueva vacuna era segura y muy eficaz, se ofreció el medicamento a nuestros pacientes elegibles. Una abrumadora mayoría de padres navajos y hopi aceptaron vacunar a sus hijos, y la enfermedad del Hib desapareció rápidamente. Esta respuesta se debió, en gran parte, a la concienciación de la comunidad sobre las graves consecuencias de la enfermedad del Hib, así como a la seguridad y a la eficacia de otras intervenciones de salud pública —incluidas las vacunas— que los investigadores de Johns Hopkins habían probado allí. Al igual que los padres de todo Estados Unidos en la década de 1950, que temían el regreso de la poliomielitis cada verano, los padres de mis pacientes habían visto a miembros de su familia enfermar o morir a causa de una enfermedad de la que querían proteger a sus hijos. Al igual que con la poliomielitis, quienes conocían los efectos duraderos de Hib no solo aceptaron la nueva vacuna, sino que también animaron a otros padres a hacer lo mismo.

    El hecho de que algunos teman ahora más a la vacuna contra la poliomielitis que a la enfermedad paralítica es, en parte, consecuencia del éxito de la vacuna. En 1952, el año antes de que Jonas Salk anunciara el desarrollo de su vacuna contra la poliomielitis, se notificaron casi sesenta mil nuevos casos, con más de tres mil muertes. En 1957, los nuevos casos de poliomielitis habían disminuido en un noventa por ciento. En 1994, el continente americano se declaró libre de poliomielitis. Desde entonces, en las raras ocasiones en que se registran casos de poliomielitis en Estados Unidos, se puede rastrear su origen hasta viajeros expuestos a la enfermedad en algún lugar pobre de Asia o de África. Sin embargo, cualquiera que haya visto a una víctima de poliomielitis recién diagnosticada difícilmente considerará la enfermedad como una mera molestia infantil.

    A partir de 1950, las vacunas infantiles transformaron también el tratamiento de otras enfermedades infecciosas, aumentando drásticamente la esperanza de vida, reduciendo la mortalidad infantil y eliminando prácticamente las muertes por sarampión, tos ferina, poliomielitis, tétanos e Hib. Sin embargo, como ocurre con cualquier medicamento, nunca ha habido un momento en el que las vacunas estuvieran libres de preocupaciones en materia de seguridad. En 1955, por ejemplo, Cutter Laboratories, una de las primeras empresas autorizadas para fabricar la vacuna de Salk, liberó inadvertidamente viales que contenían el virus vivo de la poliomielitis. El llamado “incidente Cutter” causó miles de infecciones y diez muertes.

    Aunque los fabricantes aumentaron sus estándares de vigilancia y pruebas de producción, continuó una serie constante de demandas civiles por parte de las personas afectadas, aunque a veces dichas demandas no estaban claramente relacionadas con la vacunación. En 1986, el Congreso aprobó la Ley Nacional de Compensación por Lesiones Causadas por Vacunas, que indemniza a las personas que reclaman lesiones tras una vacunación, incluso sin pruebas científicas de que la vacuna fuera la causa. La ley dio paso a la creación del Sistema de notificación de eventos adversos de vacunas (VAERS, por sus siglas en inglés), una base de datos de vigilancia que recopila información sobre los efectos posteriores a las vacunas (pero no necesariamente causados por estas). Cualquier persona, no solo los profesionales sanitarios, puede presentar una notificación en línea a través del sitio web del VAERS. A continuación, se analizan los informes de eventos adversos, que van desde un dolor en el brazo hasta una muerte repentina, para controlar los efectos secundarios conocidos o identificar problemas inesperados asociados a las nuevas vacunas. En 1999, por ejemplo, los datos del VAERS detectaron un aumento de las obstrucciones intestinales entre los niños que habían recibido una vacuna contra el rotavirus recientemente aprobada. Investigaciones posteriores confirmaron la relación y se suspendió la vacuna.

    illustration of a woman and child looking fearfully at a vaccination needle

    Fotografía de Mina Rad / Unsplash.

    Los escépticos y los detractores de las vacunas suelen citar los datos brutos del VAERS sin pruebas de que la supuesta lesión se debiera a la vacuna. Una revisión externa de la base de datos realizada en 2006 concluyó que los abogados estaban sesgando deliberadamente el sistema, presentando un número cada vez mayor de eventos graves con fines litigiosos. Aunque los datos anecdóticos en VAERS no prueban que una vacuna cause un daño específico, las organizaciones antivacunas utilizaron la base de datos para respaldar sus afirmaciones de que las vacunas contra la COVID-19 no eran seguras. Otros detractores de las vacunas afirmaron que las vacunas contra la COVID-19 se aprobaron para su uso sin las pruebas de seguridad adecuadas. Es cierto que la administración Trump aceleró el proceso de desarrollo y de aprobación de las vacunas contra la COVID-19 durante la pandemia. No obstante, los ensayos de seguridad de la primera vacuna que recibió la autorización de uso de emergencia (Comirnaty, de Pfizer y BioNTech) contaron con la participación de 46 000 personas en un riguroso estudio controlado con placebo, más de nueve veces el número de bebés reclutados para el ensayo de la vacuna Hib mencionado anteriormente. Del mismo modo que con muchos medicamentos que se someten a pruebas de seguridad previas a la aprobación, se notificaron algunas afecciones graves pero extremadamente raras, que iban desde reacciones alérgicas hasta la inflamación del músculo cardíaco o del revestimiento del corazón. En 2024, un estudio realizado en noventa y nueve millones de personas que recibieron diversas vacunas contra la COVID-19 confirmó en gran medida estos resultados. Sin embargo, la interpretación de estos datos depende de las hipótesis y de los juicios que se apliquen. Los defensores comparan favorablemente la rareza de los eventos adversos graves con el número estimado de hospitalizaciones y muertes evitadas gracias a la vacunación. Los detractores argumentan que cualquier evento adverso grave, se haya demostrado o no su relación con la vacuna, es inaceptable. Los padres de un niño que sufre un efecto secundario raro pero grave pueden estar de acuerdo, a pesar de los fondos de la Ley Nacional de Compensación por Lesiones Causadas por Vacunas.

    Tomar cualquier medicamento conlleva riesgos. Algunas personas sufren daños causados por sustancias diseñadas para curar. Las vacunas no son una excepción. La vacuna oral contra la poliomielitis introducida por Albert Sabin alrededor de 1960, por ejemplo, contiene el virus vivo debilitado de la poliomielitis, que induce una respuesta protectora en personas con un sistema inmunitario normal. Sin embargo, los bebés con inmunidad comprometida pueden enfermarse de la poliomielitis con una infección que suele ser leve, pero a veces puede ser grave. Por este motivo, Estados Unidos no ha utilizado la vacuna de Sabin desde el año 2000, aunque en los países en desarrollo sigue desempeñando un papel importante en los esfuerzos para erradicar la poliomielitis.

    Las vacunas se diferencian de la mayoría de las demás sustancias terapéuticas en un aspecto importante. Los riesgos para la salud, raros pero graves, de un medicamento para reducir los niveles de colesterol o la presión arterial, por ejemplo, se limitan a quienes lo toman. La persona que recibe una vacuna puede beneficiarse de los efectos inmunitarios, al tiempo que acepta un riesgo pequeño, aunque no insignificante, pero el mayor beneficiario es la comunidad. Una comunidad con altas tasas de vacunación, al reducir la probabilidad de exposición a personas infectadas, protege incluso a quienes, por diversas razones, no son inmunes. Es un fenómeno conocido como inmunidad colectiva. Cuando la inmunidad de la comunidad cae por debajo de un determinado porcentaje, es solo cuestión de tiempo y de azar que la enfermedad vuelva a aparecer. Decidir protegerse —o proteger a los hijos— de una complicación poco frecuente relacionada con la vacuna, frente a actuar en solidaridad con la comunidad, puede ser una decisión difícil cuando circulan libremente en los medios comerciales y sociales afirmaciones contradictorias, algunas de ellas poco fiables. Sin embargo, el principal foco de conflicto radica en la obligatoriedad de la vacunación en las escuelas y en los lugares de trabajo.

    Como muchos padres saben, las escuelas son incubadoras casi perfectas de brotes virales, normalmente en forma de resfriados y gripe. La intención detrás de la obligatoriedad de la vacunación en los centros educativos es prevenir la propagación de infecciones más graves, como la tos ferina y el sarampión. Del mismo modo, los hospitales exigen ciertas vacunas a su personal para evitar que los pacientes se infecten mientras reciben atención médica.

    Padres, adultos, proveedores de atención médica y profesionales de la salud pública deben sopesar las preocupaciones individuales frente al bien de la comunidad. Las autoridades realizan recomendaciones prudentes sobre las vacunas, teniendo en cuenta las poblaciones de mayor riesgo y basándose en la mejor información científica disponible.

    La mayoría de los trabajadores sanitarios que han visto morir a pacientes por infecciones prevenibles mediante vacunación —como el sarampión— apoyan firmemente los esfuerzos de inmunización comunitaria. Los padres, en cambio, tienen en mente una población mucho más específica: sus propios hijos. Para algunos de ellos, los informes anecdóticos sobre supuestas lesiones relacionadas con las vacunas pueden parecer más convincentes que una montaña de datos actuariales.

    El sentimiento antivacunas, a menudo alimentado por información cuestionable que circula en internet, ha reducido las tasas de vacunación en edad escolar lo suficiente como para permitir brotes de sarampión, tos ferina y otras enfermedades infecciosas. La decisión de no vacunarse, por muy sincera que sea la motivación, pone en riesgo tanto a uno mismo como a los demás.

    Durante décadas, las recomendaciones sobre vacunas se han basado en una ciencia sólida que avanza de forma lenta y cautelosa, apoyada en diseños de estudio rigurosos, análisis de datos meticulosos, conclusiones prudentes y la posterior verificación por parte de otros investigadores. Los informes de los estudios se someten a revisión por pares antes de su publicación.

    Por otro lado, las interpretaciones erróneas, la desinformación y las mentiras descaradas que circulan por internet se propagan como el petróleo derramado por un petrolero que se hunde: lentamente al principio, pero luego se extienden como un lodazal imparable.

    La creencia persistente de que la vacuna contra el sarampión, las paperas y la rubéola (MMR) causa autismo comenzó con lo que inicialmente parecía ser una evidencia científica, hasta que se demostró lo contrario.

    En 1998, un cirujano británico llamado Andrew Wakefield fue el autor principal de un artículo publicado en la revista médica The Lancet que relacionaba la vacuna MMR con el autismo. Incluso antes de que se publicara el artículo, Wakefield apareció en una rueda de prensa pidiendo la suspensión de esta vacuna. Lo que Wakefield no reveló fue que ya había presentado una solicitud de patente para una nueva vacuna contra el sarampión —supuestamente más segura y de una sola dosis— con la que esperaba ganar millones de dólares.

    Entre 2002 y 2004, varios artículos publicados demostraron que no existía ninguna relación entre la vacuna triple vírica y el autismo. En marzo de 2004, diez de los coautores de Wakefield en el artículo inicial desautorizaron el estudio y, en 2010, The Lancet lo retiró oficialmente tras revelarse que Wakefield había falsificado detalles fundamentales del estudio.

    Para entonces, el elaborado fraude de Wakefield ya había causado un daño considerable. Al tomar su informe inicial al pie de la letra, muchos proveedores abandonaron la vacuna triple vírica. Las tasas de vacunación disminuyeron, lo que provocó un aumento de los casos de sarampión y paperas. Wakefield sigue siendo una figura polarizante: condenado por científicos y médicos por fraude, mientras que los detractores de las vacunas lo elogian por plantar cara a una clase médica corrupta y a las grandes farmacéuticas.

    Como pediatra y padre, no siento especial aprecio por las empresas que, independientemente de sus otras intenciones, mantienen una responsabilidad fiduciaria con los accionistas. La atención a la seguridad de los productos es, por supuesto, un elemento de esa responsabilidad, y las vacunas rara vez figuran en la lista de los medicamentos más rentables del mundo. Año tras año, los productos más lucrativos suelen ser siempre medicamentos patentados recientemente y diseñados para tratar enfermedades crónicas en adultos. Cuando una empresa es demandada por una supuesta lesión relacionada con una vacuna, o bien repercute el coste de estas batallas legales a los proveedores y pacientes, o bien abandona por completo el negocio de las vacunas. De los veintiséis fabricantes que producían vacunas en 1957, solo quedan cuatro en la actualidad.

    A pesar de todo lo que las vacunas han hecho para reducir la carga de las enfermedades infecciosas, las grandes farmacéuticas siempre tendrán enemigos mientras las escuelas y las empresas exijan determinadas vacunas. Nada similar se aplica a los bufetes de abogados especializados en lesiones personales dentro de las grandes firmas legales o a los imperios de las redes sociales dentro de las grandes tecnológicas. Sin embargo, abandonar las obligaciones garantiza un aumento de las tasas de enfermedades y de muertes prevenibles mediante vacunas, especialmente en los niños.

    En los debates actuales sobre las vacunas, la demonización eclipsa la deliberación reflexiva. En este entorno polémico, ¿cómo puede un padre elegir lo mejor? Mi primera recomendación es que hable con el proveedor de atención médica de su hijo o con un médico de confianza. Exprese sus preocupaciones y haga preguntas. Incluso dentro de los estrechos límites de tiempo que dicta el sistema de salud, un buen proveedor puede abordar sus preocupaciones y dirigir su atención a fuentes fiables de información científica basada en hechos.

    Aunque ahora estoy jubilado de la práctica clínica, atendí a pacientes muy enfermos durante una epidemia de sarampión. Algunos murieron a causa de la enfermedad. Quiero proteger a todos los niños de ese destino. Sin embargo, cada vez que un padre, desconcertado por la información contradictoria, expresaba sus dudas sobre la vacuna triple vírica, yo le animaba a conversar y respondía a sus preguntas antes de relatar mi experiencia. Si no lográbamos llegar a un terreno común, respetaba su decisión y prometía retomar el tema en visitas futuras. Si los padres deseaban compartir lo que habían oído, leído o visto en internet, me comprometía a verificar la información.

    Mi segunda recomendación es sopesar toda la información relacionada con las vacunas en cuanto a su precisión, fiabilidad y falta de sesgo. El clima político en el que actualmente se debate la salud pública hace que esto sea más difícil de lo necesario. Son pocos los no profesionales que saben leer críticamente los artículos científicos, por lo que es necesario un cierto grado de confianza.

    Es cierto que algunas empresas tienen un historial de suprimir aquellas pruebas científicas que podrían perjudicar sus resultados económicos. Entre los ejemplos más flagrantes se encuentran las empresas tabacaleras y los cánceres relacionados con el tabaquismo, y las empresas de combustibles fósiles y el cambio climático. Al mismo tiempo, los abogados especializados en lesiones personales, los activistas antivacunas y los demagogos políticos suelen citar estudios dudosos, tergiversar datos y sacar de contexto declaraciones científicas cuidadosamente redactadas. Hay que tener cuidado con las afirmaciones extravagantes, las acusaciones generales y las grandes teorías conspirativas.

    Para finalizar, cuando conozca a alguien cuyas opiniones sobre las vacunas y las medidas de salud pública difieran notablemente de las suyas, recuerde que la mayoría de las personas, la mayor parte del tiempo, hacen lo que creen que es mejor, basándose en su experiencia y en sus conocimientos. Siga el ejemplo de los Ejercicios Espirituales de Ignacio de Loyola e intente interpretar de forma positiva las declaraciones de los demás, en lugar de condenarlas de inmediato. Cuando no consiga interpretarlas de forma favorable, aconseja Ignacio, pregunte a la otra persona qué quiso decir y, si fuera necesario, corrija la información errónea con espíritu de verdad y amor. No todas las opiniones pueden aceptarse, pero incluso el punto en común más pequeño puede servir como base, si no para llegar a un acuerdo, al menos para lograr un entendimiento mutuo. Moderar la retórica en lo que se considera un debate sobre la seguridad de las vacunas y las obligaciones de salud pública es un primer paso necesario para restablecer la confianza.


    Traducción de Coretta Thomson

    Contribuido por BrianVolck Brian Volck

    Brian Volck es pediatra y escritor. Sus poemas, ensayos y reseñas han aparecido en varios medios.

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