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    blue disposable mask hanging on a chain link fence

    Cuando usar mascarilla y vacunarse amenazan una amistad

    Fue ella, un miembro de la resistencia contra la mascarilla y las vacunas, quien me mostró a mí, la vacunada portadora de mascarilla, cómo construir puentes.

    por Jamie Santa Cruz

    lunes, 02 de mayo de 2022

    Otros idiomas: English

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    • LYDIA Paris

      Extraordinario mensaje. Lo importante es amar al prójimo sin importar las diferencia de opiniones y hacer lo necesario sin esperar nada a cambio.

    El plan original fue encontrarnos en el parque nacional Mammoth Cave, en Kentucky.

    “Eliza” y su familia irían conduciendo su coche desde su hogar en Georgia, y mi familia se encontraría con ellos allí, en nuestro trayecto desde la costa este durante un viaje en coche a lo largo del país.

    Pero entonces, unos días antes de nuestro encuentro, Eliza se enteró de que el protocolo vigente requería que los visitantes usaran mascarilla en el interior de Mammoth Cave.

    Desde mi punto de vista, se trataba de un protocolo ideal. Mi familia había tomado un riesgo calculado al animarse a salir de vacaciones a pesar de los riesgos existentes planteados por la COVID. Pero intentábamos ser lo más cuidadosos posible y esperábamos evitar contagiarnos o contagiar a cualquiera que se cruzara con nosotros.

    Lamentablemente, por una cuestión de principios, las mascarillas son inaceptables para Eliza. En su sangre corre un fuerte amor a la libertad; no se doblega fácilmente ante la presión. ¿Había algún otro lugar donde pudiéramos encontrarnos sin tener que usar mascarillas?, preguntó en un mensaje de texto.

    Leí su mensaje tarde en la noche, justo antes de irme a dormir. Dejé mi teléfono, apagué la luz y, llena de ira y exasperación, apoyé la cabeza en la almohada. ¿Así que esta es tu batalla, Eliza?

    mascarilla azul colgada en una cerca

    Fotografía de Tim Mossholder

    Qué irritante esa grieta entre los dos. Una grieta que simbolizaba otras grietas entre ella y yo: acerca de política, fe y acerca de todo lo que tuviera que ver con ellas. Grietas que no existían la última vez que la había visto, pero que se habían vuelto mucho más evidentes durante los pasados dos años de tanta tensión.

    Es difícil para mí justificar el doblegarse ante la conciencia de aquellas personas que con tanto fervor objetan las medidas básicas de salud pública. ¿Acaso debía someter mis escrúpulos morales a los de ella? Pero mi amistad con Eliza se remonta a casi veinte años y se ha vuelto profunda. No deseaba echarla por la borda y sufrir otra pérdida a causa de la COVID.

    Así que respiré hondo y acepté un lugar alternativo de encuentro. Unos días más tarde, a mediados de noviembre, nuestras dos familias se reunieron. Mi esposo, mis tres hijos y yo llevábamos nuestras mascarillas KN95 —porque eso dictaba nuestra conciencia—, en tanto ella, su esposo y sus tres hijos estaban con el rostro descubierto.

    Aquella mañana yo tenía un ligero dolor de garganta y me dolía la cabeza. Solo para asegurarme, me realicé una prueba rápida de COVID, pero el resultado fue negativo, y mis síntomas eran tan leves que no pensé demasiado en ellos.

    Pero a la mañana siguiente aún me dolía la cabeza y mi temperatura había aumentado ligeramente. Así que me hice otra prueba rápida y esa vez en la ventana de resultado aparecieron dos líneas en lugar de una.

    Positivo.

    Llamé desde nuestra habitación de hotel a la habitación de Eliza. Tendría que aislarme, dije. Y habría que interrumpir nuestro encuentro.

    Sin duda, Eliza habrá notado la ironía en el hecho de que fuera yo —la vacunada portadora de mascarilla— y no ella —miembro de la resistencia contra la mascarilla y las vacunas— quien hubiera llevado la COVID hasta allí. Pero no mencionó nada al respecto.

    No deseaba echarla por la borda y sufrir otra pérdida a causa de la COVID.

    “¿Qué necesitas?”, preguntó. “Iré a la tienda de comestibles por ti y traeré vitaminas y lo que sea necesario para los próximos días”.

    Mi familia estaba a dos mil kilómetros de casa y nuestros planes de viaje se habían trastocado. En ese momento, aturdida e insegura acerca de qué era lo próximo que debía hacer, acepté el ofrecimiento. Sí, agradecía que fuera a buscar algunas cosas de la tienda.

    En menos de diez minutos Eliza estaba en su coche. Condujo una hora ida y vuelta con el fin de comprar provisiones para mí. Regresó a nuestro hotel con dos bolsas llenas de los artículos que le había encargado más algunas cosas que yo no había especificado, pero que ella supuso que podría querer. La cuenta debió de haber ascendido a unos cien dólares.

    Le pedí la factura, pero dijo que no. Era un regalo. Y lo hacía después de que el día anterior nos diera los regalos que había traído para mí y para mis hijos.

    Empacamos nuestras cosas y marchamos rumbo a casa. Su familia, hacia Georgia; y la mía, hacia Colorado. Luché con mis emociones cruzadas mientras atravesábamos Kansas, aún bullendo con frustración por las grietas entre nosotras. Con agradecimiento, porque ella había abandonado todo para cuidarme. Con rabia, porque nuestros puntos de vista acerca de tantos asuntos se habían vuelto tan diferentes. Con humildad ante su generosidad y su amabilidad hacia mí.

    Ha transcurrido un mes, y ayer otra amiga me envió un mensaje de texto. Está en cuarentena porque también ella ha tenido un contacto estrecho con alguien que tenía COVID. Es probable que tenga la enfermedad. Es una persona inmunodeprimida y ya ha padecido el VSR y una infección sinusal por semanas, y ahora está enfrentando otro contratiempo. En tanto mi peripecia con la COVID ha sido leve, ella es un caso de alto riesgo.

    También esta amiga, por principios, objeta las mascarillas. No acepta las vacunas ni el distanciamiento social. En el último año y medio ha estado bombardeando las redes sociales con teorías conspirativas vinculadas a la COVID. Las dos somos profundamente conscientes de nuestra diferencia de opinión.

    Una parte de mí deseaba encogerse de hombros y decir: “Tú te lo buscaste”.

    En lugar de eso, suspiré y observé fijamente mi teléfono durante un par de minutos. Luego escribí una respuesta: “¿Qué necesitas? Iré a la tienda por ti”.

    Me dio una lista y allá fui. Y tomé una o dos cosas que no estaban en la lista, pero que supuse ella también podría querer.

    Llevé las bolsas a su casa. Me pidió la factura, pero le dije que no, que era un regalo.

    Estoy en deuda con una amiga.

    Porque no sé si Estados Unidos puede sanar sus heridas actuales, pero si acaso podemos lograrlo, mi mejor pronóstico es que sucederá de a una visita por vez a la tienda de comestibles.


    Traducción de Claudia Amengual

    Contribuido por JamieSantaCruz

    Jamie Santa Cruz es escritora, editora y activista. Vive con su esposo y sus tres hijos en Parker, Colorado, EE. UU.

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