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    ¿Qué es la salud?

    El mejor verano de mi abuelo fue en el que estaba muriendo.

    por Peter Mommsen

    lunes, 04 de agosto de 2025

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    Uno de los mejores veranos de mi abuelo fue el año en que murió. Richard Mommsen, mi abuelo de 81 años, le diagnosticaron un cáncer agresivo terminal, en mayo de 2002. La única opción realista eran los cuidados paliativos. Un poco después de conocer el diagnóstico, él y mi abuela se mudaron a un apartamento en la casa de mis padres. La mayoría de los ocho hermanos estábamos aun viviendo en casa y uno de mis hermanos que era enfermero fue quien lo acompañó. A causa de los esteroides que tomaba para controlar los síntomas, se sentía con más energía de la que había tenido en los últimos años. Junto con mi abuelo, todos nos embarcamos en una vida intensa duraría tres meses.

    Mi abuelo se levantaba a las 4 de la mañana para salir y escuchar a los pájaros, leer, orar y esperar el amanecer. Cuando la abuela se levantaba, pasaban tiempo juntos, generalmente en silencio. Después, iniciaba su agenda social. Se sentaba en el patio a charlar con los transeúntes, repartiendo su vino de patata casero (notas de cata: fresco, limpio y floral, como un soju botánico). Escribía decenas de cartas y postales a amigos de toda la vida, muchas remontándose a la cooperativa rural al noroeste de Georgia en Estados Unidos, donde él y la abuela habían criado a mi padre en una cabaña de madera construida por ellos mismos. A través de las ventanas abiertas, transmitía una banda sonora de Brahms, Woodie Guthrie y Louis Armstrong. En las noches, invitaba a sus nietos y a sus amigos a acampar y a entonar canciones populares; el Gran Cancionero Americano había sido un sello distintivo de la contracultura comunitaria de los años 40, de la que él y la abuela habían formado parte.

    El verano también se convirtió en un festival literario de varias semanas diseñado para destacar a sus autores favoritos. Nos reclutó a los veinteañeros para leer Hamlet, uno o dos actos por noche. La abuela era Gertrudis y el abuelo se reía en la escena de los sepultureros, como si fuera la primera vez que la escuchaba. Otras noches, reunía a los otros familiares alrededor de su cama para leer en voz alta Tolkien, Damon Runyon, William Saroyan, los diarios en motocicleta del Che Guevara. Una de sus últimas peticiones fue que leyéramos juntos una vez más las series de Narnia de C.S. Lewis. “Leamos otro capítulo”, seguía diciendo, hasta que leíamos casi todo un libro en una noche. Dormía unas pocas horas y luego lo hacía todo de nuevo.

    illustration of an old man

    Stephen Zhang, Greg, acuarela sobre papel, 2020. Todo el arte de Stephen Zhang. Usado con permiso.

    No tenía dolor que pudiéramos notar ni temor a morir. Un pastor preguntó si quería que nuestra iglesia tuviera un servicio de oración por él, a lo cual respondió: “¿Para qué querría esto?; he tenido una vida maravillosa, solo estoy agradecido”. En otra ocasión nos dijo: “Saben, siempre oré por tener solo un verano más y este año esa oración ya ha sido concedida.” Su serenidad era sorprendente; en años anteriores, había atravesado períodos de duda y depresión, pero ahora estaba simplemente feliz. Al estar muriendo, ganó una nueva clase de salud.

    Obviamente, su “salud” no era la de un cuerpo en perfecto funcionamiento; el avance del cáncer era una sombría realidad. En cambio, era un tipo de salud descrita como “integridad” por otro de sus escritores favoritos, Wendell Berry. En un ensayo de 1994 del título “Health is Membership” (La salud es pertenencia), Berry señala que la palabra salud “viene de la misma raíz indoeuropea como ‘sanar’, ‘íntegro’ y ‘sagrado’. Estar sano es literalmente estar íntegro; sanar es hacer íntegro”.

    Para Berry, esa integridad requiere de la robusta red de relaciones que rodeaban al abuelo. Como lo plantea Berry, “creo que la comunidad —en su sentido más amplio: un lugar y todas sus criaturas— es la unidad más pequeña de salud, y que hablar de la salud en una persona aislada es una contradicción en términos”. Aquí, Berry se anticipa los hallazgos de los investigadores de la felicidad como Robert Waldinger, quien durante décadas lideró un estudio longitudinal de Harvard sobre los resultados de la vida que lanzó en 1938. La charla TED de Waldinger de 2015, que resume los resultados de su equipo, concluyó: “El mensaje más claro que podemos obtener de este estudio de setenta y cinco años es este: las buenas relaciones nos mantienen más felices y saludables. Punto”.

    La definición de salud de Berry como miembro de una comunidad tiene claras raíces cristianas. Los Evangelios ofrecen numerosos relatos de Jesús como un sanador milagroso: de leprosos, ciegos, epilépticos, paralíticos y de la mujer con flujo de sangre. Como señala el teólogo John Swinton, los milagros de Jesús logran más que aliviar el sufrimiento de una persona; son actos de salvación social. Aquellos que padecen enfermedades que los convierten en personas ritualmente impuras y socialmente marginados, se restauran a la comunidad. A algunos, como el paralítico en el capítulo 5 del Evangelio de Lucas, se les perdonan sus pecados públicamente. Para Jesús, la sanidad debe ser tanto personal como comunitaria, física y espiritual.

    Este trasfondo puede explicar por qué Berry critica la medicina moderna, incluso cuando reconoce sus logros. La medicina, tal como se practica habitualmente, desde su perspectiva, se enfoca principalmente en el “individuo aislado”, perdiendo así de vista con demasiada facilidad la salud como una preocupación comunitaria. Esta tendencia al aislamiento surge de su sesgo por las soluciones tecnológicas. Luego trata al cuerpo como “una máquina defectuosa o potencialmente defectuosa, singular, solitaria y desplazada, sin amor, consuelo o placer”. Berry contradice este enfoque como falso a la realidad: “La metáfora de la máquina refuerza una división que falsea el proceso de sanidad, porque falsifica la naturaleza de la criatura que necesita ser sanada. Si el cuerpo es una máquina, entonces sus enfermedades pueden curarse mediante una especie de manipulación mecánica, sin referencia a nada externo al propio cuerpo”. Pero ese enfoque pasa por alto una verdad esencial sobre lo que es un cuerpo humano:

    En la mayoría de los aspectos, el cuerpo no se parece en absoluto a una máquina. Como todas las criaturas vivas y a diferencia de una máquina, el cuerpo no es formalmente autónomo; sus límites y diseños no están tan exactamente fijados. El cuerpo por sí solo, propiamente hablando, no es un cuerpo. Dividido por sus fuentes de aire, alimento, bebida, vestimenta, refugio y compañía, un cuerpo es, propiamente hablando, un cadáver, mientras que una máquina por sí misma, apagada o sin combustible, sigue siendo una máquina. Meramente como un organismo (dejando de lado los aspectos de la mente y el espíritu) el cuerpo vive, se mueve y tiene su ser, minuto a minuto, mediante una interconexión con otros cuerpos y otras criaturas, vivientes e inanimadas, lo cual es demasiado complejo para diagramar o describir.

    El reciente surgimiento de la medicina antienvejecimiento ofrece un ejemplo extremo del “ajuste mecánico” que Berry probablemente rechazaría. Los acaudalados entusiastas de la longevidad buscan detener o revertir el envejecimiento con elaborados regímenes de tratamiento hormonal, suplementos exóticos y reemplazo de plasma. Cualquiera que sea la efectividad de estas terapias, resaltan la fuerza del argumento de Berry. ¿Un estilo de vida tan extravagantemente dedicado a un proyecto personal de auto ingeniería puede ser lo que se entiende por salud? ¿Y qué pasa con quienes no pueden permitírselo?

    portraits of two women and a girl

    Stephen Zhang, Juntas, acuarela sobre papel, 2019. 

    Pensar en la salud como la pertenencia a una comunidad ofrece una gran ventaja de definirla como una auto optimización individualista: trasciende la enfermedad física que, inevitablemente, nos alcanzará a todos. Al construir relaciones de amor con los demás y con Dios, la salud se vuelve accesible para quienes más la necesitan: por ejemplo, aquellos con afecciones crónicas, personas con discapacidades y los que ya son mayores. O, como en el caso de mi abuelo, aquellos que están muriendo.

    Mi abuelo pudo hablar y caminar hasta el último día, cuando, aparentemente confundido, pidió ayuda para empacar para un viaje a una montaña cercana. Había llegado el momento para el trabajo de morir. Fue duro, aunque lo asumió con una aparente calma, en el espíritu de una frase de George MacDonald que a menudo citaba: “Me interesa vivir, tremendamente, pero no importa dónde. ¡Aquél que hizo de esta habitación un lugar tan digno de ser vivido, con seguridad puede estar confiado con la siguiente!”

    Comunitario de toda la vida, pasó sus últimas horas rodeado de su comunidad: su esposa con quien había estado por cinco décadas, sus hijos y nietos, compañeros miembros de Bruderhof, amigos que conocía desde joven y nuevos amigos. Para extender el argumento de Berry, se podría decir que murió sano y que la forma en que se despidió fue su último regalo a la comunidad para la que había vivido.

    Esa es la clase de salud a la que vale la pena aspirar.


    Traducción de Clara Beltrán

    Contribuido por portrait of Peter Mommsen Peter Mommsen

    Peter Mommsen es director de la revista Plough Quarterly. Vive en el estado de Nueva York con su esposa Wilma y sus tres hijos.

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