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A la deriva en el mar antártico
A bordo de un rompehielos que monitoreaba las corrientes oceánicas, sentí el pulso de un planeta en calentamiento.
por Jessica T. Miskelly
lunes, 20 de octubre de 2025
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El sol roza el horizonte mientras tanteo, ya medio despierta, la alarma de medianoche. Cuesta dormir cuando nunca oscurece. Desatando cintas de seguridad, me deslizo de mi litera hacia el piso inestable, una áspera alfombra comercial que se balancea sobre el remoto Océano Austral. El estabilizador chilla como un columpio demoníaco mientras impulsa el buque en la dirección opuesta al embate de una ola. La espuma sobre la portilla refleja los destellos de un mar negruzco de aguanieve.
Esa es una memoria del 2007, cuando navegué en el ahora retirado rompehielos australiano Aurora Australis, como parte de un viaje de investigación que monitoreaba los océanos y la biología alrededor de la Antártica. Mi rol conllevaba recolectar muestras de agua para monitorear cambios en sus propiedades alrededor del continente, debidos potencialmente al cambio climático.
Durante el último deshielo hace quince mil años, el nivel global del mar creció casi veinte metros en menos de quinientos años. Este evento, conocido como pulso de derretimiento 1A, fue descubierto en 1989 gracias a corales de bajas profundidades encontrados mar adentro, reforzando las teorías emergentes de que el cambio climático podría ser rápido. El hielo y los núcleos de sedimentos en Groenlandia ya habían revelado evidencia de picos recurrentes en la temperatura atmosférica de entre 10 y 15 grados Celsius durante los últimos sesenta mil años, y estos picos se produjeron en un intervalo de tiempo muy cercano a otros eventos de aumento del nivel del mar. La formación y el decaimiento de las capas de hielo claramente influyeron en estos cambios climáticos, y se inició la búsqueda para determinar cómo y en qué medida. Como científica recién graduada, quería participar.

Foto aérea de la costa antártica por Matt Palmer, 2017. Fotografía de Wikimedia Images (dominio público).
Las capas de hielo sobre Norteamérica y Europa desaparecieron hace aproximadamente diez mil años, dejando atrás solamente a Groenlandia. La Antártida se ha mantenido más estable. Aislada del resto del mundo hace treinta y cuatro millones de años, cuando se abrió el paso entre el extremo sur de Sudamérica y la península Antártica, mientras disminuían los niveles globales de CO2 en la atmósfera, la Antártida se ha convertido en un acumulador de hielo a un ritmo descontrolado. El Océano Austral actúa como un volante de inercia, expulsando la mayoría del calor de más al norte que intenta penetrar al sur. Mientras los fósiles del período Eoceno de hace cincuenta millones de años revelan que hubo vegetación abundante en la Antártica, las capas de hielo de dos a cinco kilómetros de espesor ahora cubren la mayoría del continente, encerrando el agua que, de lo contrario, estaría en el océano. La Antártica es la masa de hielo más grande del planeta, y contiene agua suficiente para elevar el nivel del mar en más de cincuenta metros. A modo de comparación, Groenlandia tiene una masa de hielo equivalente a una subida del nivel global del mar de unos siete metros.
Sin embargo, las proyecciones de aumento del nivel del mar por parte del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático no incluyeron, hasta hace muy poco, los efectos del derretimiento de las capas de hielo. Esto se debe a que la dinámica de acumulación y decaimiento de las capas de hielo no es lineal y resulta difícil de cuantificar. Así pues, aunque comprendemos muchos efectos individuales —por ejemplo, sabemos que el hielo se derrite cuando hace más calor, que el calentamiento se debe al aumento de los gases de efecto invernadero y que el calor tarda en llegar a la Antártida—, no comprendemos del todo cómo interactúan estos diferentes efectos, o factores impulsores, al menos no de forma exacta y cuantificable. El efecto de un pequeño empujón de un factor puede ser prácticamente imperceptible. Pero si todos los efectos se alinean en la misma dirección o superan un cierto umbral, pueden empezar a reforzarse entre sí y descontrolarse. Los sistemas complejos no lineales tienen un nivel bajo de certeza en la predicción.
A los científicos como yo nos atraen los sistemas así de complejos y, a pesar de la percepción común entre quienes no son científicos, intentar comprender nuestro mundo no tiene por qué ser una tarea elitista y frustrante. El acto de presenciar, examinar e intentar comprender la vasta complejidad del mundo natural a menudo lleva a científicos a sentir asombro y curiosidad, congruente con experiencias religiosas o con lo que otros sienten frente a grandes obras de arte. El asombro inspira. Alister McGrath, en The Territories of Human Reason (Los territorios de la razón humana), escribe que experimentar asombro “crea una nueva receptividad hacia una mayor comprensión, lo que ofrece un poderoso estímulo para el compromiso científico con la naturaleza”. Este compromiso no requiere un conocimiento completo y total. Para Einstein, la “magnífica estructura” de la naturaleza era algo “que solo podemos comprender de manera imperfecta”, y la mayoría de los científicos estarían de acuerdo. No todos somos personas frías y calculadoras. Pero intentamos comprender.
Ciclos orbitales
Por supuesto, tras una década de trabajo por turnos, me asignaron al turno nocturno en el rompehielos. Sin embargo, no estaba oscuro. La inclinación de la Tierra orienta los polos hacia el sol, por lo que allí siempre es de día en verano. Un verano especialmente cálido puede provocar un deshielo mayor al usual. Menos hielo reduce la reflectividad, lo que permite que la región absorba más calor, lo que a su vez derrite más hielo. Tal vez, según una teoría destacada, se produciría un deshielo tan grande que el invierno siguiente no podría volver a acumular todo el hielo perdido. Toda la capa de hielo podría derretirse tras una serie de estaciones cálidas. Por otra parte, unas estaciones sucesivas más frías podrían hacer que la capa de nieve persistiera durante el verano hasta convertirse finalmente en capas de hielo permanentes.
Sabemos que los veranos e inviernos se vuelven periódicamente más fríos o calurosos debido a los cambios cíclicos en la órbita de la Tierra, conocidos como ciclos de Milanković. Dos factores dominantes intensifican o suavizan las estaciones: la excentricidad hace que la órbita de la Tierra se aplaste y extienda alternadamente, como un anillo de alambre, mientras que la oblicuidad hace que la inclinación del eje terrestre aumente y disminuya. Los registros geológicos a largo plazo de las tendencias del hielo y la temperatura siguen claramente estos ciclos. Lo que no está tan claro es por qué la historia climática refleja estos ciclos con mayor o menor intensidad en diferentes momentos y por qué a veces uno es más dominante que otro.
Ciclos de carbono
Los ciclos nos rodean. A los ciclos orbitales se superponen los efectos de las concentraciones de gases de efecto invernadero en la atmósfera. El CO2, uno de los principales gases de efecto invernadero, circula a lo largo de milenios por los animales, las plantas, la corteza terrestre y los océanos, quedando atrapado en forma de diminutas burbujas de aire en el hielo, y dejando marcas en los sedimentos, de donde los científicos climáticos pueden extraer muestras. El CO2 cubre la Tierra y regula su temperatura, evitando las oscilaciones de más de 100 grados Celsius entre el día y la noche que se producen en Marte.
Los océanos, particularmente, absorben grandes masas de CO2 y lo transportan hacia abajo en corrientes verticales profundas hasta el “sumidero de carbono”, lo que evita, al menos inicialmente, que el CO2 atmosférico se incremente tanto como lo haría de otro modo. Aquí, el CO2 se deposita y se entierra en el lecho marino. O bien, el CO2 puede desprenderse del océano cuando el agua vuelve a la superficie cientos o miles de años después.
Los supervisores marinos sumergen una cámara. Vemos crinoideos en tiempo real rebotar como pelucas anaranjadas de cabello largo, respirando el oxígeno que las corrientes del océano han enviado hacia abajo.
La Tierra respira.
Ciclos oceánicos
Y los polos de hielo son los pulmones. Los ciclos de ventilación del océano son conducidos directamente por las regiones polares congeladas, debido a que allí se encuentra el agua más fría. El agua fría es más densa que el agua caliente. El agua salada es más densa que el agua dulce. El agua salada y fría es la más densa de todas. Si es lo suficientemente densa, se hunde, algo así como lo contrario de “el aire caliente sube”. Es convección en reversa, en los océanos en vez de en el aire. La salinidad es la clave, porque afecta más la densidad del agua que la temperatura. Sin suficiente salinidad, el agua no puede enfriarse por debajo de la temperatura necesaria para tener densidad que la haga hundirse, y nuestros océanos se estancan.
En la Antártida la fuente de salinidad es el hielo marino. Dado que el agua dulce se congela antes que el agua salada a la misma temperatura, la formación de abundante hielo marino como el que atravesábamos cada día (siempre pensaba en el barco de Shackleton, atrapado en el hielo que lo comprimió hasta destruirlo) deja atrás agua más salada que la original. Luego, esta agua salada remanente de la formación del hielo marino se hunde. En las profundidades de los mares de Weddell y Ross, cae en cascada desde la plataforma continental hasta la llanura abisal, seis kilómetros más profunda, y se extiende hacia el norte, formando parte de la ventilación oceánica global. El agua del fondo antártico (AABW, por sus siglas en inglés) es la más profunda del mundo y la razón por la que estábamos allí: queríamos ver si su composición y tasa de formación eran indicativas de una respiración saludable.

El barco de observación en donde trabajó la autora, 2007. Fotografía cortesía de Jessica Miskelly.
Pantallas luminosas tapizan el cuarto de control del CTD (sensor de conductividad, temperatura y profundidad) y un módulo de computadoras se ubica en el centro. A la 1:00 a.m., Mark, el jefe del turno nocturno del CTD, explica profesionalmente las complejidades de recolectar muestras. Una vez listos, nos calzamos botas y mamelucos de hule y arremetemos al cuarto húmedo para preparar la roseta CTD, que luce como un conjunto de cilindros de gas sobre un soporte circular. Un enrome grillete la sostiene por el centro. Luego de prepararla, la roseta se ata a una cadena y la tripulación del barco toma el control, levantándola con una grúa desde el costado del barco para luego bajarla a través del oleaje agitado.
Desde el cuarto de mando, un código de walkie-talkie ("lento," "espera," "frena") guía a la roseta hasta que se apoya suavemente en el fondo. Luego se la sube en etapas, deteniéndola en niveles predeterminados para presionar un botón y abrir la tapa de un cilindro donde el agua ingresa. De vuelta en la borda, extraemos rápidamente muestras de agua. Matraces de Erlenmeyer llenos y manos entumecidas ("apúrate, el hidroquímico del barco quiere analizar las muestras de inmediato"), datos puntuales sobre los cuales intentamos tejer redes de entendimiento.
Antes de teorizar glamorosamente hay que recolectar y categorizar muchas muestras.
Aguas profundas que ventilan también se forman en el hemisferio norte, específicamente en el Atlántico Norte, donde se la conoce como Masa de agua profunda del Atlántico Norte (NADW). Aquí, la salinidad esencial es proporcionada por la corriente del Golfo y las del Atlántico Norte desde zonas casi tropicales más al sur. Estas corrientes de ventilación en los hemisferios norte y sur se conectan en las profundidades: una gran transportadora de agua, sal, gases disueltos, partículas en suspensión y calor. Juntas, la AABW y la NADW completan un circuito de ventilación oceánica: el océano respira.
Y puede detenerse.
Océanos como moduladores o amplificadores climáticos
A finales de la década de 1980 los científicos que estudiaban los núcleos de sedimentos del fondo del océano observaron patrones que indicaban que la NADW había sido mucho más débil en el pasado. Hoy en día, se acepta ampliamente que hubo al menos un cierre de la NADW durante el último período glacial. Esto respaldó un modelo teórico que un oceanógrafo llamado Henry Stommel había propuesto a principios de los años 60.
Stommel planteó la hipótesis de que cuando la fuente de salinidad es remota (muy lejos en el Atlántico ecuatorial), es posible que se forme un bucle de retroalimentación: al refrescar el agua superficial del Atlántico Norte (por ejemplo, derritiendo una capa de hielo cercana), esta se vuelve menos densa, por lo que el hundimiento de las aguas profundas se ralentiza. Una vez que el hundimiento se ralentiza, el agua superficial menos cálida y salada es arrastrada hacia el norte, lo que conduce a un mayor refrescamiento del Atlántico Norte. El hundimiento se ralentiza aún más y la desaceleración se retroalimenta. Con suficiente agua dulce, el sistema de circulación general (conocido como circulación meridional de retorno del Atlántico, o AMOC) puede detenerse casi por completo.
Las corrientes del Atlántico Norte moderan el clima de las tierras de esa zona. Europa occidental, en particular, y el noreste de Estados Unidos tienen un clima mucho más agradable que Siberia o el interior de Canadá gracias a la corriente del Golfo y las corrientes del Atlántico Norte. Una AMOC estancada altera la distribución global del calor. Las temperaturas en Groenlandia podrían descender hasta 10 grados Celsius, con descensos menores, estimados entre 2 y 5 grados, en Europa occidental y cerca del noreste de Estados Unidos, dependiendo en gran medida de la concentración de CO2 atmosférico que lo acompañe. Las zonas del sur se calentarían mucho más, contraste que probablemente provocaría fenómenos meteorológicos sin precedentes. Cabe señalar que se trata de temperaturas medias anuales; las temperaturas extremas, que son más notables y tienen un mayor efecto en la vida, cambiarían aún más. Muchos científicos climáticos creen que existe un riesgo nada desdeñable de que la AMOC se detenga en el próximo siglo.
¿Por qué nos molestamos en monitorearlo?
La AMOC es considerada tan vital que ha sido continuamente monitoreada desde 2004. Cientos de sensores se extienden como luces a través del océano para registrar la temperatura, salinidad y otros parámetros indicativos de intensidad. Hay indicios de una disminución.
Es justo cuestionarnos el punto de dicho monitoreo. A veces yo misma me lo pregunto. ¿Qué hacemos si vemos signos de colapso inminente?
En la meteorología las observaciones nos permiten pronosticar eventos de clima extremo para que otras personas puedan tomar acción. Pero en los modelos climáticos a largo plazo, es poco probable que hagamos algo en respuesta a un pronóstico desastroso, al menos teniendo en cuenta nuestro historial en la lucha contra el cambio climático hasta ahora. ¿Estamos exigiendo saberlo todo antes de hacer nada? ¿Estamos olvidando sentirnos asombrados por lo que ya sabemos?

Bahía Wilhelmina Bay en la Península Antártida, 2017. Fotografía de Wikimedia Images (dominio público).
También se monitorea el agua del fondo antártico, aunque no de manera continua. Allá por 2007 estaba estudiando qué tan estable era el AABW, para prever en qué medida podría verse afectado por posibles cambios climáticos provocados por el ser humano. Es menos susceptible que el NADW. Los vientos persistentes tienden a empujar el agua dulce superficial hacia el norte, el hielo marino elimina el agua dulce superficial al congelarse y el agua suficientemente salada sigue logrando hundirse. Sin embargo, no es completamente invulnerable. Las observaciones de muestreos repetidos durante las últimas décadas indican calentamiento, reducción de la salinidad y de las tasas de formación. Los efectos combinados del calentamiento atmosférico y el avance del agua cálida hacia el sur están desestabilizando las capas de hielo.
La capa de hielo de la Antártida Occidental (la parte con la península en forma de codo), es la más vulnerable al colapso porque gran parte de ella no está anclada al suelo; se extiende entre penínsulas rocosas subyacentes, uniendo grandes extensiones de océano. La capa de hielo de la Antártida Oriental es más estable, pero a su vez se extiende hacia el océano en forma de vastas plataformas de hielo, donde es vulnerable al derretimiento basal debido al calentamiento de los océanos. En 2002, la barrera de hielo Larsen (del tamaño de Long Island) sorprendió a científicos al colapsar hacia el océano en un lapso de un par de semanas. En 2022, el Glaciar Conger (apenas más pequeño que Roma) colapsó. El glaciar de Groenlandia también está mostrando claros signos de debilitamiento.
El clima global también cambió drásticamente durante el pasado prehumano. Los ciclos se han repetido durante milenios. Pero también es evidente que se trata de un sistema delicadamente equilibrado. Por lo tanto, si bien es cierto que existe una gran incertidumbre en torno a la respuesta exacta de las capas de hielo y las corrientes oceánicas al cambio climático, hay una gran certeza de que sí responden.
La exigencia de una mayor certeza sobre los efectos exactos del cambio climático antes de tomar acción es un refrán común. Yo soy menos comprensiva que antes; la certeza es un espejismo, y conviene recordar que tampoco en otros campos tenemos una capacidad de predicción o un conocimiento perfectos. A veces, el público parece exigir más certeza que los propios científicos.
¿Cambiaremos?
Estoy cansada de que me pidan justificar mi “opinión” acerca del cambio climático. Ninguno de nosotros es completamente imparcial, pero la evidencia no es una opinión. Incluso en meteorología, donde me he desempeñado en los últimos quince años, no puedo evitar las cuestiones climáticas y me encuentro haciendo pronósticos “sin precedentes” con más frecuencia que en años anteriores.
Entonces, sabiendo lo que sé, ¿vivo como sé que debería? Al fin y al cabo, soy demasiado pequeña para hacer la diferencia con respecto al cambio climático, ¿verdad?
Pero lo que hacemos en casa se filtra en el mundo en general, ya sea nuestro consumo de energía y huella de carbono, o actos y actitudes de hipocresía y nihilismo.
No podemos desentendernos de nuestra responsabilidad personal solo porque los gobiernos y las empresas nos decepcionen.
En Australia vivimos en casas cada vez más grandes, que consumen más energía para calefaccionarse y enfriarse, y rara vez se opta por un diseño solar pasivo, que permite que el sol caliente el interior en invierno, pero lo bloquea en verano. El uso del aire acondicionado se ha disparado, por mucho que los australianos tengan fama de soportar bien el calor. En el hemisferio norte, mientras tanto, en invierno calentamos nuestras casas a temperaturas tan elevadas que apenas necesitamos mangas largas. La Agencia Internacional de la Energía descubrió que bajar el termostato solo un grado podría reducir la demanda de gas en Europa en un 7 %.
Vivir de una forma sostenible, en oposición a vaciar nuestro mundo hasta los límites de lo que podemos permitirnos, es un acto de cuidado de la creación. También es un acto de amor hacia el prójimo: las personas que viven en islas bajas o en ciudades superpobladas y que no pueden permitirse aire acondicionado, calefacción o seguros contra inundaciones serán las más afectadas de forma inmediata por el cambio climático. También es la respuesta adecuada a la conciencia de nuestra pequeñez frente a la inmensidad, una aceptación del hecho de que el mundo no es nuestro para consumirlo, controlarlo o incluso comprenderlo por completo. Para los científicos, esto exige una humildad científica que contrarreste las promesas de la Ilustración de que algún día lo entenderemos todo y, por lo tanto, en cierto sentido, someteremos al mundo. Para los cristianos, es una llamada más a mantener unido el conocimiento de que nunca tenemos el control total con el mandato de actuar a pesar de ello. No deberíamos despreciar “el día de las pequeñeces” (Zac. 4:10) en el cual vivimos, ni languidecer sin acción esperando a que Dios haga grandes cosas.
En enero de este año científicos europeos extrajeron el núcleo de hielo continuo más largo hasta la fecha, cuya parte inferior contiene burbujas de aire y partículas atrapadas que tienen más de un millón de años y posiblemente hasta dos millones de años. El análisis revelará algunos secretos climáticos que nos dejarán asombrados por la complejidad de nuestro mundo, pero otros seguirán siendo un misterio. Los científicos y el resto de nosotros volveremos a casa y tendremos que seguir viviendo lo mejor que podamos mientras el planeta se mueve, los ciclos de CO2 giran, los océanos respiran y el hielo cruje y se agita en respuesta.
Traducción de Micaela Amarilla Zeballos