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Un salvador discapacitado
Las heridas de un Dios resucitado nos ayudan a convivir con las nuestras.
por Devan Stahl
lunes, 25 de agosto de 2025
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Durante mi primer año de facultad de teología, temprano en mis veinte, una enfermedad revolucionó profundamente mi vida: me diagnosticaron esclerosis múltiple. Me costó mucho lidiar con esta nueva realidad, sin poder imaginar qué sería de mi futuro. Nunca había imaginado convertirme en discapacitado, mucho menos considerado la relación entre Dios y la discapacidad. Desde luego que me faltaba perspectiva: aunque no todos van a sufrir una enfermedad crónica, casi todos nosotros experimentaremos alguna discapacidad si vivimos suficiente tiempo. Amigarse con esta realidad es esencial para todos los cristianos, porque experimentamos a Dios a través de nuestros cuerpos.
Mi diagnóstico, además de una variedad de nuevas experiencias médicas, me llevó a seguir una carrera en bioética teológica. Ahora divido mi tiempo entre investigar, dar clases y brindar servicios de consultor en ética médica en un hospital local. En mi trabajo clínico paso mucho tiempo con personas enfermas que enfrentan decisiones difíciles en el hospital. Converso con pacientes y familias angustiados porque la enfermedad les ha trastornado la vida. Me reúno con médicos, enfermeras y otros profesionales de la salud que están experimentando niveles muy altos de angustia moral. Estar enfermo o cuidar de alguien enfermo siempre ha sido difícil, pero los recursos y los trabajadores del sistema de salud de Estados Unidos están más exigidos que nunca. Mientras luchamos para gestionar este nivel de enfermedad colectiva podemos preguntarnos: ¿Por qué Dios permite esto? ¿Por qué no hizo a nuestros cuerpos más resistentes?
Ha habido momentos en los cuales deseé tener un cuerpo diferente, un cuerpo que pudiera estar a tiro con las demandas físicas y mentales de mi vida. Pareciera que nunca estoy lo suficientemente alerta, fuerte o coordinado para cumplir lo que demanda mi trabajo o para criar a mis hijos. Es natural desilusionarse o frustrarse cuando nuestros cuerpos parecen fallarnos. Como cristianos podemos esperar que nuestros cuerpos resucitados sean distintos. Anhelamos que en el reino de Dios nuestra sociedad sea perfecta, y nuestros cuerpos también.

Bernardo Ramonfaur, No tengan miedo, soy yo, acrílico y óleo sobre lienzo, 2020. Todo el arte de Bernardo Ramonfaur. Usado con permiso.
A lo largo de la historia, los teólogos imaginaron que los cuerpos resucitados perfectos serían completamente capaces y libres de defectos, pero también que se mantendrían en la edad perfecta (probablemente treinta y tres años, la edad a la que murió Jesús), y algunos incluso profetizaron que todos seríamos flacos, altos, varones y barbudos (San Agustín pensaba que las barbas hacían lucir mejor a los hombres). Recientemente me topé con unos escritos de un monje cisterciense del siglo doce que creía que “la piel etíope” se volvería blanca luego de la resurrección. Estas descripciones de cuerpos “perfectos” ofenderían a muchas personas hoy, pero es probable que seamos igual de presos de nuestras ideas contemporáneas de cuerpos bellos y perfectos. Muchos de nosotros anhelamos un cuerpo que nuestra cultura nos diga que es valioso. He conocido a muchos cristianos que anhelan un cuerpo joven, bello, atlético, fuerte físicamente y una mente brillante.
Estrellas de cine y atletas profesionales ofrecen visiones de una supuesta perfección corporal que es imposible alcanzar en esta vida para la mayoría de las personas. Entonces, en vez de quererlos en esta, anhelamos esos cuerpos en la próxima vida.
Desde luego que si Jesús es nuestro ejemplo de cómo son y deberían lucir nuestros cuerpos, entonces nos desilusionaremos. Jesús no habita el cuerpo capaz, bello y fuerte que deseamos, a pesar de todas las pinturas y memes que has visto de Jesús con un cuerpo tonificado de CrossFit. Lo que nos dicen los Evangelios sobre el cuerpo de Cristo resucitado es algo inesperado. Antes de subir a los cielos en su cuerpo resucitado, Jesús estuvo cuarenta días sorprendiendo a sus amigos, quienes no todos lo reconocieron inmediatamente. María lo confunde con el jardinero cuando viene a visitar su tumba, solo reconociéndolo cuando la llama por su nombre. Los discípulos estaban pescando, y no reconocen a Jesús en la playa hasta que les indica tirar las redes hacia el otro lado del barco y de esa forma cazan más peces. En el camino a Emaús, los discípulos caminan con Jesús y no se dan cuenta hasta que comparte el pan con ellos.
Lo que es igual de sorprendente es que Jesús resucitado aparece lastimado. En el evangelio de Lucas, Jesús aparece ante sus discípulos asustados e invita a sus seguidores a tocar sus manos y sus pies (Lc 24:39). Estos son los lugares en el cuerpo de Jesús donde lleva las marcas de su crucifixión. El evangelio de Juan describe a Tomás dudando de que los otros discípulos hayan visto a Jesús hasta que lo ve él mismo y toca sus marcas de la crucifixión (Jn 20:24-25). La pintura de Caravaggio de 1602, La Incredulidad de Santo Tomás, muestra una escena memorable: Tomás poniendo su dedo en las heridas abiertas, pero sin sangre, de Jesús. Por supuesto que Tomás, según el evangelio de Juan, no necesita tocar a Jesús. Este meramente necesita señalar sus heridas y Tomás ya se convence. Las heridas de Jesús son marcas de desgracia, de castigo y de muerte. Sin embargo, Jesús es conocido por aquellos que lo amaron por sus heridas.
¿Por qué el cuerpo resucitado y glorioso de Jesús tiene heridas? ¿Por qué no se erradicaron o se curaron o se cubrieron durante la resurrección? Es escandaloso. Al principio no tenía mucho sentido para los primeros cristianos o padres de la iglesia, que tenían que explicar por qué Jesús resucitado no tenía un cuerpo perfecto. Ellos también anhelaban cuerpos que fueran físicamente perfectos. ¿Cómo podemos pretender tener cuerpos perfectos en la resurrección, si el propio cuerpo de Jesús parecía ser tan imperfecto?
Jesús anticipa esta pregunta. Les recuerda a sus discípulos que está cumpliendo las escrituras. “Estas son las palabras que os hablé, estando aún con vosotros: que era necesario que se cumpliese todo lo que está escrito de mí en la ley de Moisés, en los profetas y en los salmos” (Lc 24:44). Los cristianos suelen entender al “siervo afligido” en Isaías como la anticipación de la crucifixión de Cristo: “No hay parecer en él ni hermosura; lo vimos, pero no tenía atractivo como para que lo deseáramos. Fue despreciado y desechado por los hombres, varón de dolores y experimentado en el sufrimiento” (Is 53:2-3). Según Isaías el siervo afligido fue enviado para cargar con nuestras enfermedades. Está lastimado, sufre, y mediante su cuerpo quebrantado somos sanados.
Cuando anhelamos cuerpos perfectos o perfeccionados, la mayoría de nosotros no se imagina cuerpos con heridas. Qué extraño consuelo, anhelar un cuerpo glorioso y resucitado, solo para que se nos muestre uno tan estropeado. Esperábamos un Adonis, y se nos muestra un hombre desfigurado. Tal vez anhelábamos algo equivocado. Los cuerpos que esperamos no son los cuerpos resucitados que recibimos.
Pero no deberíamos sorprendernos. Cuando el pueblo de Dios anhelaba a un Dios guerrero, poderoso y omnipotente, recibió un niño indefenso. Deseaban un Señor conquistador y recibieron a un hombre condenado a muerte, crucificado injustamente por el estado. Deseamos cuerpos resucitados poderosos, pero se nos muestra uno herido. El cuerpo resucitado de Jesús no es tan distinto a su cuerpo mortal. Vino al mundo vulnerable, y lo dejó cargando con las marcas de esa vulnerabilidad. Nuestro Dios no es el de la fuerza y la grandeza, sino el Dios de la vulnerabilidad, incluso algunos dirían de la discapacidad.
El académico bíblico Jeremy Schipper sostiene que las imágenes de discapacidad utilizadas en Isaías 53 se han perdido al traducirse. Cuando Isaías dice que el siervo afligido ha sido azotado, la palabra usada en la Biblia Hebrea hace referencia a una enfermedad de la piel desfigurante; cuando se refiere al siervo afligido como desfigurado y enfermo, las palabras elegidas en hebreo se suelen utilizar para describir animales apestados no aptos para sacrificio. Cuando es descrito como silencioso, esta palabra se asocia a la mudez, y cuando Isaías dice que el siervo es desechado, está reflejando la experiencia social de las personas con discapacidades en otras partes de la Biblia.
Si Jesús es verdaderamente el siervo afligido descrito por Isaías, los profetas anticiparon que este sería discapacitado.
Llamar a Dios discapacitado seguramente ofenda a algunas personas. Nuestro Dios todopoderoso y omnisciente no puede ser discapacitado. En todo caso, Dios es super-capacitado. Capaz de saber todo, ver a todos, crear todo. ¿Pero cómo podemos identificarnos con un Dios todopoderoso que no ha vivido nuestro sufrimiento? El sufrimiento de Cristo ha sido históricamente un consuelo para todos aquellos que sufren. El Dios todopoderoso, que creó todo de la nada, dejó todo para ser como tú y como yo. Para sufrir como sufrimos nosotros, para morir como moriremos nosotros.
En tiempos de plagas, enfermedad y desolación, lo que necesitamos es un Dios que sufra y entienda nuestro sufrimiento. Un Dios vulnerable, que se hace cargo de nuestra vulnerabilidad y la lleva al cielo. El Jesús histórico puede ya no estar entre nosotros, pero no nos ha olvidado ni abandonado.
La teóloga especializada en discapacidad Nancy L. Eiesland luchó durante años para sentirse parte de la iglesia. Nació con una enfermedad en los huesos que le causaba dolor crónico y movilidad reducida, y estaba acostumbrada a que la gente le dijera que su cuerpo tenía defectos y no era perfecto.
Quizás ella o sus padres habían pecado y su discapacidad era el resultado. Quizás era el resultado de nuestro pecado original colectivo. Si solamente tuviera la fe suficiente, sería sanada. Quizás Dios le dio la discapacidad para forjar su carácter. Quizás su sufrimiento era virtuoso. Después de todo, Dios nunca nos da más de lo que podemos soportar. Y, como mínimo, su discapacidad se arreglaría en la resurrección.
Dichas suposiciones y justificaciones no hacían nada para ayudar a Eiesland a identificarse con un Dios todopoderoso. ¿Por qué las personas estaban tan dispuestas a vincular su cuerpo al pecado o a la virtud? ¿Por qué Dios la había hecho de esta forma? Y si en el cielo su cuerpo resucitado ya no sería discapacitado, ¿cómo podría Dios reconocerla? ¿Cómo se reconocería ella a sí misma?
Jesús resucitado es el testimonio de la promesa de Dios de acompañarnos encarnado al igual que nosotros.
Entonces Eiesland tuvo una epifanía: Dios vino a ella en una visión, pero el Dios que ella vio no era el que se esperaba. Dios vino a ella en una silla de ruedas controlada por sorbos y soplos, del tipo usada por cuadripléjicos que les permite maniobrar sorbiendo y soplando en un aparato. Este no era el Dios omnipotente y autosuficiente que le habían enseñado a adorara, pero tampoco era un siervo patético y afligido. Al contrario, vio al Dios discapacitado como un sobreviviente, implacable y sincero. Este era un Dios con quien Eiesland podía sentirse identificada, porque era un Dios que conocía su sufrimiento. El Dios discapacitado no le tenía lástima, sino que glorificaba su cuerpo.
Jesús resucitado es el testimonio de la promesa de Dios de acompañarnos encarnado al igual que nosotros. Eiesland escribe, “Al presentar sus manos y pies deteriorados a sus amigos sorprendidos, Jesús resucitado se revela como el Dios discapacitado... y el Dios discapacitado revela que la plena personalidad es totalmente compatible con la experiencia de la discapacidad”. Al invitar a sus discípulos a tocar sus manos y su costado, Jesús supera los tabúes de la discapacidad. Sus heridas conectan su cuerpo resucitado con su cuerpo terrenal y lo conecta con sus amigos: reconocemos a Jesús por sus heridas.
El Dios discapacitado también fue una buena noticia para mí la primera vez que leí el libro de Eiesland. Al igual que Eiesland, no estoy en una silla para cuadripléjicos, pero su visión de un Dios discapacitado me ayudó a entender que mi propia discapacidad me pone en solidaridad con Cristo. Eiesland me mostró un Dios que se convierte en discapacitado en la crucifixión y continúa desfigurado en su cuerpo glorificado. No estoy seguro de que Dios haya causado mi discapacidad, pero sí sé que Dios está conmigo, porque entiende lo que significa vivir en un cuerpo frágil y limitado. Y no puedo saber cómo lucirá mi cuerpo resucitado, pero sí sé que será como el de Jesús.
Todos nuestros cuerpos son santos; no a pesar del hecho de que somos criaturas limitadas y frágiles, sino debido a que lo somos. Así nos hizo Dios, y este fue el cuerpo que Jesús asumió. No es siempre cómodo vivir en dichos cuerpos; de hecho, vivir en un cuerpo, cualquiera sea, muchas veces resulta doloroso y difícil. Pero podemos consolarnos en el hecho de que Cristo conoce nuestro dolor, porque también lo vivió. Puede que el Jesús encarnado e histórico se haya ido de entre nosotros, pero el cuerpo de Cristo sigue siendo discapacitado, porque hay cristianos discapacitados entre nosotros. Somos el cuerpo de Cristo. Quienes somos discapacitados no necesitamos superar nuestras discapacidades para estar en comunión con Cristo. Aquellos de ustedes que no lo son no necesitan orar para que nuestros cuerpos se recuperen. De hecho, entramos en el cuerpo de Cristo partiéndolo una y otra vez en la Eucaristía. El cuerpo roto y discapacitado de Cristo nos alimenta, para que podamos seguir llevando a cabo el ministerio de Cristo. En el cuerpo roto de Cristo, somos sanados.
Traducción de Micaela Amarilla Zeballos