En el conmovedor relato de Suleika Jaouad sobre su lucha contra la leucemia encontré por primera vez las palabras de Susan Sontag sobre la salud y la enfermedad: “Todos, al nacer, somos ciudadanos de dos reinos, el de los sanos y el de los enfermos. Y aunque todos prefiramos usar solo el buen pasaporte, tarde o temprano cada uno de nosotros se ve obligado, al menos por un tiempo, a identificarse como ciudadano de aquel otro lugar”. Con veintipocos años Jaouad atravesó cuatro años de quimioterapia y trasplantes de médula hasta que llegó a remisión y se hizo la inesperada pregunta: “¿cómo vuelvo a vivir?” Tituló su libro de manera muy acertada: Entre dos reinos. Su historia me ha quedado grabada desde ese entonces, pero la descripción que hizo Sontag de una de las dicotomías humanas más fundamentales fue lo que más me ha marcado. Nunca estuve cara a cara con una enfermedad potencialmente terminal como la leucemia. Mi camino más duro ha sido perseguir un diagnóstico, buscar alguna llave que abra una puerta al tratamiento para el dolor persistente. Mientras ubicaba sus palabras en mi propia experiencia con una dolencia crónica comencé a preguntarme si habría otra manera de entender esta doble ciudadanía que, según ella, todos tenemos.

Siempre me había sentido más cómoda con mi mente que con mi cuerpo, pero en la secundaria por fin encontré una forma de conectar con mi físico a través del popular y un poco demente mundo del CrossFit. En el gimnasio exploraba y disfrutaba la variedad de ejercicios, siempre lo suficientemente diferentes para no aburrirme. Por primera vez me gustó habitar mi propio cuerpo. Recuerdo correr cuesta arriba y sentir la fuerza de mis músculos, sabiéndome lejos del cansancio.

Sin embargo, al igual que otros que también entraron en la moda del CrossFit, en algún momento del camino me exigí demasiado. Comencé a sufrir tendinitis en mi brazo izquierdo. Dejé de ejercitar, descansé, volví con cuidado, pero en mi último año de secundaria regresó con una venganza inexplicable. De repente, ambos brazos gritaban con una combinación de inflamación ardiente de los tendones y dolor nervioso helado, desde la base del cráneo hasta las yemas de los dedos. Reduje radicalmente mis ejercicios, pero en vez de abatirlo como la vez anterior, se volvió peor. Pronto no podía ni siquiera escribir en el teclado sin sentir un dolor insoportable. Podía evaluar lo terrible que iba a ser el día según qué tanto que me dolía usar el cepillo de dientes por la mañana. De alguna manera logré terminar el secundario, un hito que con el tiempo me pareció un milagro. Aplacé mi ingreso a la universidad y pasé dos años sabáticos intentando descubrir las causas y las soluciones a este dolor implacable.

Karenina Fabrizzi, Maximilian, óleo, acrílico, tinta, ceras pastel y pan de oro sobre papel, 2022. Todo el arte de Karenina Fabrizzi. Usado con permiso.

En el ensayo “Sobre estar enferma”, Virginia Woolf describe “cómo el mundo ha cambiado de forma; de cómo las herramientas de los negocios se han vuelto remotas; de cómo las eufonías de festival se han vuelto románticas como un carrusel que se ausculta a través de campos lejanos”. Entré en una inquietante irrealidad, como si ahora hubiera un velo entre el mundo y yo, un mundo que seguía habitando, pero desde una distancia surrealista. Cada cosa, por más pequeña que fuera, se convirtió en un cálculo de costo: si juego a las cartas, mis manos estarán demasiado doloridas para cortar las verduras para la cena. Si llevo esta mochila, mi cuello no me dejará mirar la pantalla mañana. ¿No puedo ir a la universidad porque pasé mucho tiempo encorvada sobre mi teléfono? La culpa se entremezclaba con cada sensación de dolor. Si tan solo hubiera tenido más control, me hubiera quedado más quieta, hubiera hecho menos...

Han pasado ocho años. De muchas formas nada ha cambiado, y todo ha cambiado. Mejoré luego de los primeros años, y luego me estabilicé en lo que me he visto obligada a admitir que es mi nueva normalidad. He aprendido a adaptarme, a lidiar. Uso un software de dictado, un mouse ergonómico, compresas de hielo, hago estiramientos, todas las pequeñas concesiones que uno debe hacer cuando el dolor es una amenaza con cada movimiento. Por la gracia de Dios y las adaptaciones para discapacidad, me gradué de la universidad. Por la gracia de Dios y una organización que me apoya, trabajo a tiempo completo. Por la gracia de Dios y los amigos más maravillosos, consigo realizar las tareas diarias necesarias para llevar una vida independiente.

Me hice todos los estudios nerviosos, de sangre, de movilidad; tuve consultas con especialistas en brazos, manos, cuello, quiroprácticos, fisioterapeutas, expertos en medicina deportiva y acupunturistas. Me han dicho que todo lo que tengo que hacer es crecer en musculatura, o que no me pueden ayudar si el dolor no empeora. Los doctores han sugerido una variedad de diagnósticos, incluyendo el síndrome del opérculo torácico, pero los estudios de diagnóstico han sido inconclusos. El dolor sube y baja como la marea, excepto que no hay un calendario regular en el cual basarse.

Ahora vivo en una especia de limbo. Funciono lo suficientemente bien como para sorprender a las personas cuando digo “Perdón, no puedo hacer eso” o, “De hecho, tengo esta condición…” Por mis historias de Instagram y mi rutina matutina, aparento llevar una vida “normal" y sin inhibiciones. La sorpresa que aún me produce esta impresión prueba que no es el caso.

Mi malestar es más evidente en otras ocasiones. Como, por ejemplo, cuando mis amigos generosos me cargan la mochila, o cuando declino invitaciones para hacer cowork en un café porque no quiero que todos me escuchen dictar mis pensamientos, o cuando veo a las mamás en mi iglesia y me pregunto si algún día podré llevar a un niño en mi cadera. Me siento como esas ventanas de vidrios esmerilados en un baño: técnicamente siguen siendo ventanas, dejan pasar la luz, pero no permiten ver con claridad, están un poco deformadas, mejor definidas por lo que las hace peculiares que por lo que las hace normales.

Es en esta extraña incertidumbre, tanto sobre los aspectos prácticos del día a día como sobre cómo describirme a mí misma, que he llegado a pensar de otra manera sobre los reinos de Susan Sontag.

Sontag imagina el reino de la enfermedad como un lugar donde “temprano cada uno de nosotros se ve obligado, al menos por un tiempo, a identificarse como ciudadano” (énfasis mío). Entregar nuestro pasaporte ahí es algo pasivo e impotente, como si fuéramos prisioneros galos siendo llevados a Roma contra nuestra voluntad. Cualquier enfermedad es a menudo una emboscada que nos despoja de nuestra capacidad de actuar, violando visceralmente nuestros deseos y decisiones. Nadie hace planes de vacaciones en ese reino. La sanación, en el mejor de los casos, nos devuelve a nuestra patria preferida, donde esperamos refugiarnos mientras se nos permita.

Pero ¿qué pasa cuando no nos curamos, cuando el dolor no se arregla con una cirugía o con un comprimido o con el tiempo? Quizás es el dolor de espalda que nunca se va, el diagnóstico de salud mental que hace de cada día una batalla, esa enfermedad autoinmune que te mantiene en tu cama, o incluso ese dolor que ha mejorado con la cirugía, los comprimidos, los años, pero aún aparece para recordarte que no estás en tu plenitud. ¿En qué reino estás, entonces?

Karenina Fabrizzi, Corazón, óleo, acrílico, tinta, ceras pastel y pan de oro sobre papel, 2021. 

Algunos asumirían que esto significa, simple y tristemente, que eres un ciudadano del reino de la enfermedad para siempre: un expatriado permanente. Pero para quienes han convivido con los altibajos impredecibles de una condición crónica, la experiencia se asemeja más a cruzar una frontera constantemente que a reclamar una ciudadanía estable. ¿Y si hubiera otra forma de ver estos reinos, una forma que ayudara a explicar y, con suerte, a aliviar estas afecciones menos fáciles de clasificar? Propongo que dejemos de percibir estados estáticos (estar sano o enfermo) sino más bien guías, mentalidades, lentes con los que ver el mundo. La constitución, las leyes y las costumbres sociales del reino de los sanos son diferentes de la constitución y las costumbres del reino de los enfermos y, a veces, independientemente de dónde situaríamos nuestro bienestar en un gráfico, debemos elegir conscientemente qué leyes del reino deben guiar nuestras acciones.

Primero está en reino de la salud. El reino de las causas raíz, de los tratamientos experimentales. En las calles el ánimo es: “Por supuesto que no nos rendiremos. ¿Qué podemos hacer para cambiarlo?”. Su industria es la solución de problemas, y su arma es la perseverancia. Sus habitantes colocan agudamente la mirada en lo que está mal y son inquebrantables en su empeño por corregirlo. Estiran sus manos para aferrarse a la próxima promesa de esperanza, sin importar cuántos hayan fallado anteriormente. Su himno es: “Sigue intentándolo. Las cosas pueden mejorar”.

Y luego está el reino de la enfermedad. El reino que te confina a la cama o a cuidados paliativos. En esta tierra escuchas a la gente decir: “Es lo que es, ¿qué podemos hacer para que sea soportable?”. Su economía se basa en la aceptación, y su herramienta de preferencia es la gratitud. Sus habitantes se enfocan en lo que ya está funcionando, levantando el tesoro de entre la basura. Descansan y cuentan todas las bendiciones inesperadas en el mundo de la imperfección. Su himno es: “Ya hay algo bueno aquí. Sigue buscando”.

Lo más importante y esperanzador de estos reinos, observados desde este punto de vista, es que nos ofrecen una opción: ¿Qué reino habitaré hoy? Como cualquier cambio cultural, lleva tiempo y esfuerzo adaptar nuestra mente a las distintas perspectivas de cada reino, pero es posible cruzar la frontera intencionalmente. Cuando me voy al otro reino, el mundo se gira, como un reloj de arena. Las cosas rechinan y luego vuelven a su lugar. De repente hay una nueva forma de pensar, de ver, de ser. Es la diferencia entre hacer una lista de quehaceres y hacer una lista de agradecimiento. Requieren de estados mentales distintos y catalizan emociones distintas, pero ambas son necesarias.

Así es como vivir en estos dos reinos se ha sentido para mí:

El pasado verano estaba operando en el reino de la enfermedad, enfocada en lo que podía hacer, no en lo que no. Estaba en la fase de “lidiar” con mi dolor crónico. Había descubierto estas técnicas para poder terminar la universidad y las estaba utilizando en el trabajo. Cuando la gente me preguntaba cómo me iba, les decía que estaba muy agradecida de poder desempeñar mi trabajo, que era un regalo más allá de lo que había deseado.

Eso era cierto, y era bueno. La gratitud me ayudó a seguir adelante cuando el dolor se intensificaba de forma aterradora, o cuando me desanimaba no poder cargar las compras, escribir en la computadora o dormir más de una hora sin despertarme por las molestias. Pero al acercarse el otoño, empecé a sentirme estancada, inquieta, lista para hacer algo más que simplemente sobrevivir. Sabía que tal vez era hora de volver al reino de la salud. Tenía un buen seguro a través del trabajo, un empleo estable y un grupo de amigos, y la energía emocional necesaria para buscar respuestas.

Karenina Fabrizzi, Del temor al amor / Corazón 01, óleo, acrílico, tinta, ceras pastel y pan de oro sobre papel, 2022. 

Armé mis valijas mentalmente y me fui al reino de la salud. Agendé una consulta con mi médica de cabecera, le expliqué la saga, y seguí diligentemente todas las recomendaciones de los especialistas que ella le recomendó. Fui a fisioterapia semanalmente y comencé a investigar sobre mejores sillas de escritorio. Le presté más atención a qué disparaba el dolor, forzándome a volver al modo de resolución de problemas. ¿Cómo podía mejorarlo? ¿Qué debía dejar o empezar a hacer? Estar bien ya no era suficiente. Si lo era, estaba solamente malgastando mi tiempo y dinero con estos médicos.

No me fui al reino de la salud porque me sintiera mejor, sino porque estaba actuando y tomando decisiones como si la salud fuera lo normal, algo por lo que valía la pena drenar tiempo y energía.

Pero a veces ocurre lo contrario. Hace dos veranos, mi dolor se intensificó y no conseguía calmarlo. Mi familia estaba pasando el día en la playa y me senté junto a ellos, sumida en mi propia miseria. Mientras observaba todos esos cuerpos fuertes y ágiles en el agua, me preguntaba cuántos minutos podría bracear en el agua antes de que el dolor aumentara al punto de impedirme trabajar más tarde. Estaba agotada por estos cálculos, ese desgaste invisible de energía tan familiar para cualquiera que padezca una enfermedad crónica. La playa es uno de mis lugares favoritos del mundo, pero toda la alegría que normalmente sentía allí se estaba desvaneciendo rápidamente.

Entonces tuve una revelación: había permanecido demasiado tiempo en el reino de la salud. Por ahora, no había nada que pudiera hacer para arreglar mi situación. Quizás simplemente necesitaba volver a cruzar las puertas de la aceptación.

Recuerdo claramente el cambio mental que se produjo cuando respiré hondo y admiré el amplio cielo de verano, tan azul como la esperanza. Recuerdo haber encontrado consuelo en el sonido de las olas, gozando la brisa en mi piel. Tomé un puñado de chips y de Oreos, riéndome como una niña ante la rara libertad de saborear comida chatarra. Hice una lista en mi cabeza: Gracias por tener una familia tan buena. Gracias por el lujo de tomarme un día libre en el trabajo. Gracias por la risa. Gracias porque puedo escuchar y sentir y saborear y olfatear. Gracias porque puedo caminar en la arena. Gracias porque puedo leer. Gracias por los minutos que puedo permanecer en el agua. Son suficientes.

Y, de repente, lo eran. En la mitad de mi lista mental mi día de playa se había transformado. En vez de reflexionar amargada acerca de todo lo que no podía hacer, sentí ahora que todo era un regalo, una bendición superflua que había pasado por alto en mi esfuerzo terco por mejorar, por dejar de sentir dolor, por arreglar algo que simplemente no tenía arreglo, no en ese momento.

Esta vez volví al reino de la enfermedad, no porque estuviera más enferma que antes, sino porque estaba actuando como si la enfermedad fuera lo normal, y por ende no mereciera toda mi atención. Quedó relegado a un segundo plano, a ruido blanco, liberando mi atención para centrarme en otras cosas que no fueran lo que estaba mal y cómo solucionarlo.

Ambos reinos tienen regalos que ofrecer. A veces debemos levantar el trasero y luchar, y seguir luchando. Debemos estar insatisfechos, dar la voz de alarma: esto no es como debería ser, y tengo la capacidad de buscar un mejor camino.

Y a veces debemos rendirnos. Debemos soltar nuestros ideales, nuestras expectativas, nuestro control, para ver una nueva forma: la bondad que ya está aquí, en medio de aquello que no pedimos. Necesitamos sumergirnos en nuestros límites y encontrar en ellos una serenidad a la que no podemos acceder cuando estamos constantemente persiguiendo algo mejor.

Algunos sostienen que no se puede crecer sin sufrir. Pero también he visto como el dolor rompe espíritus nobles. No siempre existe una correlación inversa. Tampoco siempre van de la mano, con un aumento positivo uno a uno. Pero renuncio al eje x-y, los gráficos lineales. La vida es un baile, un pie adentro y otro afuera de estos dos reinos, o bien perfectamente equilibrado entre ambos, a veces disfrutando de una pirueta en uno, a veces encorvado hacia el otro, girando aquí y allá, sin saber nunca dónde te llevará el siguiente compás de la música. Permanecer atrapado en uno de los dos reinos no es un baile, es rigor mortis. La gracilidad es la habilidad de moverse fluidamente, y eso, a mi entender, es lo que necesitamos: la gracia de bailar con facilidad entre estas dos perspectivas que juntas, de una manera profundamente humana, no lógica ni lineal que nos acerca a la completitud máxima y bondad y gloria.

Desde una perspectiva más amplia, hablamos del “reino de ahora y aún no” el reino que abarca todos los demás reinos, incluidas estas sociedades de enfermedad y salud. Vemos el “ahora” cuando nuestros esfuerzos por encontrar la sanación tienen un éxito bendito, y también lo vemos cuando experimentamos una paz inexplicable en medio del dolor continuo. Y, a través de todo ello, nos aferramos al “aún no”, la plenitud prometida que ya ha plantado semillas en nuestros corazones: no más lágrimas, no más dolor, descanso de la batalla, semillas que esperan florecer en el amanecer final y eterno. Shalom, plenitud: se nos promete esto, algún día. Pablo afirma, en referencia a nuestros cuerpos resucitados: “Porque con esa esperanza fuimos salvados” (Rom 8:24).

Hasta ese entonces, somos bendecidos con herramientas para soportar los “todavía no”, una de las cuales es este cambio de mentalidad que resiste la ciudadanía a largo plazo en uno de los reinos, cuando hay obsequios en ambos.

Al fin y al cabo, ¿quién de nosotros es realmente saludable? ¿Cuál es el umbral para reclamar el bienestar? Y, sin embargo, ¿de qué sirve identificarse siempre como enfermo? ¿Cuál es la línea divisoria entre aceptar la realidad e identificarse demasiado con ser víctima? Quizás todos seamos simplemente humanos, en diversas etapas de quebrantamiento, y la idea de los reinos gemelos de la salud y la enfermedad pueda servir de guía para navegar por esas complejidades.

¿Qué significa todo esto para quienes mañana de mañana nos levantaremos con dolor sin resolver? En palabras de Rilke: “Deja que te suceda lo bello y lo terrible”. Dios con su gracia nos ha dado muchas herramientas para lidiar con esta vida, y dos de ellas son las mentalidades particulares de estos dos reinos. Todos tenemos un pasaporte para cada uno. Cuando nos sintamos estancados o desanimados, desesperados o exhaustos, quizá sea tiempo de visitar el lugar del que partimos. En medio de estos interminables exilios entre reinos, no debemos temer, ya que Dios es el Rey de ambos.


Traducción de Micaela Amarilla Zeballos