“¿Todavía vas a ir?”
Muchas personas me preguntaron esto el 8 de octubre de 2023. Era Simjat Torá, el día cuando judíos celebramos la conclusión del ciclo anual de lectura de la Torá, normalmente una de nuestras festividades más alegres y exuberantes. Pero ese día, a pesar de que la mayoría de los vecinos de mi comunidad de judíos ortodoxos en Nueva York tenía sus teléfonos apagados según nuestra tradición religiosa, las noticias de la masacre de civiles en el sur de Israel estaban comenzando a llegar, y nadie se sentía particularmente exuberante. En la sinagoga, padres sentados con expresiones tensas y los ojos llorosos intentaban esconder su desconcierto de los muchos niños presentes. Un amigo, padre de un niño pequeño y con su esposa embarazada, lloraba mientras bailaba con la Torá: iba a volar esa misma noche para unirse a su unidad de reserva militar, dejando atrás a su pequeña familia en crecimiento.
Por eso, cuando yo comentaba que tenía un vuelo esa misma noche a Riad, Arabia Saudita, hasta hace relativamente poco un destino inusual para un estadounidense, y menos aún para una mujer estadounidense judía mujer que viajaba sola, las reacciones eran desde escépticas a horrorizadas. Yo desestimaba casi todas sus preocupaciones, aunque una pequeña y dudosa parte de mí se preguntaba si continuar con mis planes no sería algo insensato. Recordé el momento cuando, luego de completar mi postulación a la visa, llegué a un descargo de responsabilidad que alertaba sobre el crimen que implicaba ingresar al país objetos que ofendieran al islam, y me pregunté brevemente qué pasaría si accidentalmente llevara mi libro de oración diario, con resmas de texto hebreo dentro de él. De todas formas, venía planificando este viaje hace años: iba a conocer a una mujer estadounidense que se había mudado a Arabia Saudita cuando tenía veintipocos años, a quien venía entrevistando para mi libro sobre conversión religiosa. Si no viajaba ahora nunca más lo haría.
Fotografías provenientes del dominio público.
Había también otra razón para emprender el viaje: un periódico importante me había asignado para escribir una historia sobre la Casa de la Familia Abrahámica (CFA), un centro construido recientemente en Abu Dabi donde una iglesia, una mezquita y una sinagoga están ubicadas en un mismo campus. El centro también tiene una cafetería y tienda de souvenirs y áreas públicas con proyectores donde exhiben videos. También tiene actividades programadas, algunas dedicadas a la naturaleza de la teología (como exposiciones sobre el Profeta Mahoma), y otras, como tejer canastos o aprender lenguaje de señas, apenas relacionadas a la fe. Había leído sobre este centro por primera vez en 2020, y lo tuve en el radar por años, con la esperanza de alguna vez poder hacer un reportaje al respecto. Cuando vi la oportunidad de ir a Abu Dabi me apresuré a proponer la idea para el artículo, y me emocioné cuando la aceptaron.
A medida que investigaba el CFA antes de partir, me había familiarizado con muchas de las críticas y quejas. La objeción más común era la que lo acusaba de “lavado de fe”: como el golf en Arabia Saudita, el CFA funcionaba como un símbolo brillante de tolerancia diseñado para desviar la atención de los abusos de derechos humanos en la región. Las personas que sostienen esa opinión alegaban que el centro, como otras instituciones “públicas” en los Emiratos Árabes, era propiedad del gobierno y financiada por él, y por consiguiente debía haber sido construida a cuestas de trabajadores extranjeros sobreexplotados y mal pagos, un problema persistente en la región desde hace muchos años (uno que cabe reconocer que el gobierno ha intentado combatir en los últimos años).
También se cuestionaba qué tan bien podrían las instituciones dentro del CFA realizar sus obligaciones sagradas, considerando que la religión oficial de la nación es el islam. ¿Podría la Iglesia Católica efectivamente evangelizar, por ejemplo? Pero, además, viendo que el gobierno de los EAU, autoritario por naturaleza y conformado casi exclusivamente de jeques adinerados, ha monitoreado y restringido discursos de imanes bajo la apariencia de prevenir el extremismo, ¿cómo podría un clérigo musulmán ejercer su ministerio libremente? La situación de los judíos locales, mientras tanto, era otra historia. Cuando le mencioné el centro a mi esposo me miró de reojo: “¿Cuántos judíos viven ahí siquiera?” preguntó. (Respuesta: aunque se ha hecho alarde del crecimiento de la comunidad a partir de la firma de los Acuerdos Abrahámicos, el número es aproximadamente mil, donde la mayoría vive en Dubái, lo cual significaría que adorar frecuentemente en el CFA sería difícil).
La otra gran crítica, mayoritariamente teológica, era la siguiente: este proyecto interreligioso, y, por extensión, cualquier proyecto interreligioso, es inviable, si no inmoral, porque desde el punto de vista de la Verdad Objetiva (lo que fuera que el crítico entendiera por ello) cualquier intento de ser amables hacia personas que no reconocieran la Verdad Objetiva era equivalente al suicidio religioso. Este punto de vista fue exclamado de forma breve y sin escrúpulos, por un comentador ocasional musulmán en la página de Instagram del centro (“La religión está con Alá, islam”, decía uno de los comentarios, “y no obtendrán lo que quieren sin importar lo que hagan”). También lo dijo, de forma menos breve pero igual de estridente en un video de treinta minutos, Eric Sammons, el editor en jefe de la revista católica tradicionalista Crisis: el CFA es “otro signo de que el diálogo interreligioso se ha transformado en indiferencia religiosa”. (También apuntó contra la estética del centro: “se parece a la Fortaleza de la Soledad de Superman”, dijo).
La primera ronda de críticas me resultó fácil de ignorar. Si bien jamás desestimaría los abusos de derechos humanos me pareció que, a diferencia del golf en Arabia Saudita, construir centros para la tolerancia religiosa era en realidad hacer frente a la acusación histórica de que los EAU no eran un lugar que recibiera bien a los no musulmanes. (El país también hizo esto de otras formas: en 2024 abrieron un gran templo hindú en las afueras de Abu Dabi, que no estaba relacionado al CFA, para recibir a los muchos indios que vivían y trabajaban allí).
Pero el disenso teológico era un poco más difícil de ignorar. Como cualquier autora neurótica que se precie de tal pasé un tiempo desproporcionado imaginándome las varias razones por las cuales las personas odiarían mi libro. Mi mayor punto de autoconciencia era que me iban a acusar de promover lo que se llama “deísmo terapéutico moralista”, un término que describe el considerar que la espiritualidad consiste básicamente en hacer que la gente se sienta bien y se comporte según una ética mínima, en vez de llevar una vida acorde a los desafíos de una creencia específica.
La claraboya de la sinagoga Moses Ben Maimon imita una jupá, el dosel utilizado en las ceremonias nupciales judías, mientras que el motivo arquitectónico entrecruzado representa las palmeras utilizadas para construir una sucá, el refugio temporal utilizado durante la festividad de Sucot. Fotografías de detail.de. Usadas con permiso.
Quizás era mi mayor miedo porque, de cierta forma, era verdad: creía ciertamente que tener fe favorece el bienestar, incluso cuando también creía, paradójicamente, que algo de ese bienestar viene de la experiencia de sublimar el yo y sus deseos, y creo que probablemente es más importante que las personas tengan algo de fe sin importar si es la correcta o no. Pero también soy una judía ortodoxa, lo que significa que me adhiero a un conjunto de reglas estrictas que creo que fueron mandadas de forma divina, innegociables y específicas (mayoritariamente) para judíos. ¿Pueden estas dos ideas coexistir en una persona? ¿Reconocer beneficios sociológicos de la religión menoscaba el entenderla como una verdad objetiva y sagrada? Y más aún, ¿es una herejía imperdonable apoyar o incluso militar por la diversidad religiosa, dado que distintas religiones pueden cosechar estos beneficios de distintas formas, creyendo en la supremacía de mi propia verdad? ¿O es apreciar la diversidad lo más realista, amable, incluso lo más teológicamente preciso que puedo hacer?
Solía pensar que el judaísmo es distintivamente tolerante al pluralismo. A pesar de las acusaciones de exclusividad dirigidas a mi fe escogida, no insiste en que uno debe ser judío para ser justo en la tierra o salvado en la muerte. En uno de mis versículos favoritos de la Tosefta, los rabinos discuten si los no judíos también tienen espacio en lo que nosotros llamamos olam haba, o el mundo por venir. El rabino Eliezer dice que no lo tienen, citando una mención a las naciones que “olvidan” a Dios en los salmos. Pero el rabino Yehoshua está en desacuerdo: “Si el texto hubiese dicho ‘los malvados volverán a Seol’ y luego callara, habría estado de acuerdo contigo”, retruca. “Pero el versículo dice aquellos que se olvidan de Dios. He aquí santos entre las naciones que sí tienen parte en el mundo por venir”. Figuras que van desde el poeta sefaradí y médico medieval Yehudah Halevi hasta el talmudista del siglo XVII Yaakov Emden han escrito admirados sobre el cristianismo y el islam como fuerzas del bien. “Aunque las naciones anteriores a ellos adoraban a dioses, negaban la existencia de Dios y por ende no reconocían el poder de Dios ni su retribución,” escribió el rabino Emden, “el nacimiento del cristianismo y del islam sirvieron para predicar por las naciones hasta los confines más profundos de la tierra el saber de que existe un solo Dios que gobierna el mundo, quien recompensa, castiga y se revela al hombre”.
Más cerca de nuestra era actual se encuentra el ya fallecido y muy querido rabino Lord Jonathan Sacks, quien pidió esperanzadamente en su libro de 2002 La dignidad de la diferencia, “¿Acaso nuestro sentimiento de la naturaleza divina que todo lo abarca nos lleva a reconocer la integridad de la búsqueda de Dios por todos aquellos que no comparten nuestra fe?” El creía inequívocamente que sí, pero su argumento era quizás un tanto abierto para algunos: así que, en la segunda edición en 2003, enmendó su sugerencia previa de que Dios le había “hablado” a distintos grupos de personas a través de distintas creencias, una declaración que había hecho que lo citaran ante un consorcio de rabinos ortodoxos muy descontentos.
Sin embargo, a través de mis contactos interreligiosos personales y profesionales (profesionales porque suelo cubrir otras religiones y personales porque me gusta tener amigos con distintas creencias), he llegado a cuestionar este supuesto de superioridad pluralista. En la Torá el gentil ideal es Noé; de él viene el nombre de las Leyes Noájidas, las cuales forman la base de la conducta ética de los no judíos. Para el rabino Emden, muchos cristianos y musulmanes llegan allí de cualquier forma, a pesar de lo que los judíos considerarían sus creencias extratextuales, pero, para algunos rabinos, un escenario más ideal sería que ellos verdaderamente se identificaran y adoraran como noájidas y descartaran cualquier idea de profecía posterior a la Torá, lo cual sería más o menos relegarlos a personajes cósmicos secundarios. Por tanto no debería sorprender que un número importante de personas que se identifican como noájidas se terminen convirtiendo (la mayoría al judaísmo, pero algunos al cristianismo). Para decirlo de otra manera, si yo dejo que cristianos entren al cielo teórico, pero no valido su creencia en Cristo, quizás eso es tan ofensivo como si, por el contrario, los cristianos dijeran “sí, Dios hizo un pacto con los judíos, pero no serán salvados en la vida después de la muerte.” Resulta que mi propia aguja es tan difícil de enhebrar como, por ejemplo, la de mi íntima amiga católica, una devota virgen consagrada, cuando expone la postura oficial de la Iglesia de que hay que respetar el vínculo de Dios con los judíos, “pero, por supuesto, esperamos que al final todos se conviertan al catolicismo”. Es tan difícil también, como la aguja que los musulmanes deben enhebrar cuando intentan internalizar la idea coránica de que no debería haber coerción en la religión además de la idea de que el islam es la única fe verdadera. Lógicamente ¿no es poco generoso creer que uno posee la única fe verdadera y no intentar convencer a los otros de que también la vean?
La mezquita Imam Al-Tayeb está orientada hacia La Meca y tiene mashrabiya, celosías tradicionales islámicas, que permiten la entrada de luz y la ventilación natural.
Además, hay límites a mi propio pluralismo. Las iniciativas interreligiosas son bien intencionadas, pero también pueden ser simplistas y, bueno, cursis (volver a leer: los tejedores de canastos en Abu Dabi). Hace un par de años presencié una discusión interreligiosa entre mormones y católicos, escuchando a los participantes entusiasmados maravillarse con las similitudes entre las dos creencias, aunque pensé en ese momento que un número igual o incluso mayor de similitudes se pueden encontrar entre cualquier par de creencias. Además, como escribió el rabino Sacks, enfocarse mucho en las cosas que tenemos en común puede llevarnos a descuidar las cosas que no compartimos, lo cual puede significar que no estamos preparados para abordar esas diferencias cuando inevitablemente aparezcan. ¿Deberíamos hacer énfasis en nuestros puntos en común o ver nuestras diferencias como una forma de mejorar nuestro mundo y nuestras relaciones, por más incómoda que sea esa discusión?
También hay una línea clara donde termina mi yo Cumbayá y comienza mi yo de la Verdad Objetiva, y es cuando se trata de cualquier cosa relacionada con lo judío. Aunque el canon judío es extenso y hay un sinnúmero de opiniones al respecto, en el mundo ortodoxo está bastante aceptado que todos los judíos deben, como mínimo, guardar el Sabbat, las leyes kosher y las de pureza ritual, que rigen las relaciones sexuales (hay innumerables puntos de divergencia cultural, pero eso es otra conversación). Una vez una amiga de facultad, que no es practicante pero tiene una fuerte identidad judía, vino a mi casa un sábado de tarde. Mi hijo mayor, con la franqueza propia de los niños pequeños, le preguntó si era judía. Ella le respondió que sí.
“¿Entonces por qué estás conduciendo tu coche en Sabbat?”
“Bueno, somos llamados judíos reformistas”, le dijo. “¡Probablemente tu mamá te haya contado que algunos judíos hacen las cosas de otra manera!” Siguió en esta línea durante un rato, antes de concluir con algunos puntos comunes generalizados sobre los judíos de distinta clase. Pero esta amiga quizá se sorprendería, e incluso se ofendería, si supiera que yo nunca les diría a mis hijos que está bien que los judíos no guarden el Sabbat, sin importar su afiliación.
La empresa de ser una persona religiosa que respeta, o incluso ama la inmensa cornucopia de credos del mundo, es complicada. Pero admito que siempre la he disfrutado. Investigar profundamente los textos de mi tradición, ver a mis compañeros de otras creencias luchar con las visiones de sus propias religiones: parece como un puzle lógico, un ejercicio constante de los músculos del cerebro, que idealmente nos deja a todos mejor al final. Desde luego que puede ser complicado, pero ¿no lo son todas las cosas que valen la pena? Y, sin embargo, tal como me lo enseñaría el año siguiente aquella fatídica Simjat Torá, siempre puede volverse más complicado aún.
La entrevistada para mi libro me recogió en el aeropuerto en Riad cuando arribé; en el auto, mientras me llevaba al hotel, me dijo que se preguntó si había vacilado en ir, considerando lo que había ocurrido en Israel.
“Me puso nerviosa”, le dije.
“Aquí, puedes decir que eres judía”, dijo. Trabajaba para una organización internacional que estaba a punto de ser anfitriona de una gran conferencia de inversiones en la ciudad la semana luego de mi partida, a la que asistirían muchos judíos de todo el mundo. “Literalmente a nadie le importa”.
Aparte de la constante cobertura de la CNN sobre el inminente y aparentemente inevitable conflicto, en la televisión del vestíbulo de mi hotel, no vi nada en Riad que me hiciera sentir que estaba en una región al borde del abismo: no había protestas, ni marchas, ni banderas palestinas flameando a modo de solidaridad. Nadie me lo mencionaba, pero, a su vez, yo no seguí el consejo de decirle a la gente que era judía, por ende, quizá también ellos estaban dejando cosas sin decir. Durante el día un guía me condujo hasta el desierto para andar en camellos, y durante el viaje me mostró donde se construiría el Six Flags más grande del mundo; durante la noche, en mi habitación del hotel, miraba muchos videos de personas expresando su apoyo a los judíos, ancianos japoneses cantando “Oseh Shalom” en Tokio, o comediantes homosexuales estadounidenses haciendo monólogos descarados donde denunciaban a Hamás. Hacía esto con la esperanza de sentirme menos aislada.
Mi vuelo a Abu Dabi era muy temprano en la mañana, por eso llegué a la Casa de la Familia Abrahámica transpirada y agotada cuando abrió. Era un viernes, dos días antes de que Israel comenzara su ofensiva terrestre en Gaza; los habitantes que hacían cenas de Sabbat en esa región habían cancelado sus servicios a modo de precaución. Una exmiembro de la CFA me había dicho que no me preocupara, que el centro estaba lleno de seguridad “a la vista y a escondidas”, lo cual curiosamente me provocó sentirme menos protegida.
En el vestíbulo me encontré con tres mujeres asistentes, dos de las cuales trabajaban para la CFA y la tercera como representante de relaciones públicas. Su comportamiento distante me recordó de algo que había leído sobre el lugar: “Sobre el volumen de un piso se asienta la plaza central”, escribió Izzy Kornblatt en Architectural Record, lo cual es “demasiado calurosa bajo el brutal sol ecuatorial como para permanecer allí en cualquier momento del día. De hecho, no es solo la plaza. Uno no se siente bienvenido como para permanecer en ningún lugar de la Casa Abrahámica a excepción de, quizás, de las exposiciones del centro de bienvenida”.
Hasta cierto punto estaba de acuerdo con él. Mientras deambulábamos por el complejo, me fijé en cómo el diseño lograba ser suntuoso, pero también más que un poco austero. El crucifijo abstracto en la iglesia, llamada en honor a San Francisco de Asís, fue hecho en Milán en oro de veinticuatro quilates. La alfombra de la mezquita Eminencia Ahmed El-Tayeb era muy suave al tacto de mis pies descalzos (no se permitía entrar con zapatos, por respeto a la costumbre musulmana) y el lugar estaba impecable; su fachada de celosía, realizada en el delicado estilo mashrabiya del norte de África, proyectaba sombras moteadas en el suelo que se asemejaban inequívocamente a copos de nieve. Incluso había un toque de lujo ridículo: cada lugar de culto, según me dijo el guía turístico, tiene su aroma característico que se difunde por todo el espacio.
La iglesia de San Francisco (izquierda), orientada hacia el este, tiene cientos de listones verticales, colgados del techo, que enmarcan el presbiterio. También aparecen detalles de la mezquita (centro) y sinagoga (derecha). Fotografías de detail.de. Usadas con permiso.
Pero sí estaba en desacuerdo con el último comentario de Kornblatt de que las instalaciones priorizaban al turista antes que al adorador. Cada uno de los espacios estaba funcionando plenamente desde una perspectiva religiosa: podía rezar cinco veces al día en la mezquita, leer un rollo de la Torá en la sinagoga y bautizar a un bebé en la iglesia. (De hecho, la CFA incluso tenía su propio mikvé, lo que en realidad podría hacer que la zona fuera un lugar más habitable para los judíos ortodoxos que otros lugares). El hecho de que hubiera más musulmanes que judíos o cristianos viniendo a rezar no me parecía algo condenable sino más bien un tema demográfico.
Hicimos el recorrido de vuelta a través del área de exhibición del frente, donde se reproducían en bucle videos de personas rezando en distintos idiomas (parecían actuados, pero la guía me dijo que fueron hechos en un estilo documental). Un señor mayor australiano, según nos dijo cristiano ortodoxo, intentaba entablar conversación con nosotros cada vez que nos encontrábamos con él. “Todos vamos para el mismo lugar”, decía solemnemente, “solo que usamos mapas diferentes”, una frase tan extraordinariamente acertada que habría pensado que le habían pagado para decirla, si mis guías no hubieran seguido rechazando sus intentos de iniciar una conversación. Como persona propensa a desconfiar, no dejaba de preguntarme cómo era posible que, a pesar de todos los defectos de este lugar, me encontrara inexplicablemente con lágrimas en los ojos. Cuando las guías y la representante de relaciones públicas se marcharon, me escabullí de nuevo en la sinagoga, que estaba vacía salvo por un único guardia de seguridad, cogí un libro de oraciones nuevo y crujiente de la estantería, me senté en el elegante banco de roble y lloré.
Dos años luego de haber visitado la Casa de la Familia Abrahámica, siento que su sueño pluralista está más lejos que nunca. Los judíos están partidos al medio esperando por noticias de sus rehenes; Gaza, por otra parte, yace en ruinas. La conversación de coexistencia entre Israel y Palestina, incluso por parte de muchos que anteriormente habían defendido la solución de dos estados, se ha convertido en un susurro. Mientras tanto, un rabino que prestaba servicio a la comunidad en Dubái, Zvi Kogan, fue secuestrado y asesinado en noviembre de 2024, más de un año después de mi visita. Hay que reconocer que el gobierno capturó rápidamente a los autores, pero la imagen del país como refugio seguro para los judíos, o quizá para cualquier otra persona diferente, se había visto empañada.
En cuanto al artículo: la editora lo dejó en un cajón durante meses. Finalmente admitió que estaba dando vueltas al tema. Le parecía demasiado extraño hablar de un centro interreligioso en Oriente Medio sin prestar mayor atención al creciente conflicto entre judíos y musulmanes, sugirió. Al final, decidió descartar el artículo.
Entendí el motivo. ¿Cómo podíamos fingir que todo estaba bien incluso en ese pequeño pedazo de tierra, por no hablar de la región en la que se encuentra, o tal vez incluso del mundo? Qué tontería, qué ilusión, creer que podría haber algún lugar donde todas pudiéramos llevarnos bien. Qué ridículo y qué ingenuo es intentar minimizar nuestros odios, ignorar nuestras quejas, extinguir nuestra rabia.
Pero les diré algo: desde que regresé a casa, a veces he pensado que, por incómodo que fuera, no había ningún otro lugar en el que hubiera preferido estar que sentada en ese banco, en ese monumento a la unión imperfecto y vacío, llorando y orando por algo nuevo.
Traducción de Micaela Amarilla Zeballos