Un joven sacerdote en su escritorio, ahuyentando con su mano las insistentes moscas, da vuelta las páginas de las escrituras, abrumado por muchas cosas. No es un sacerdote cualquiera, sino un miembro orgulloso de la familia De las Casas, cercana a Cristóbal Colón, y reside en La Española, una de las primeras islas del Caribe ocupadas por los españoles. Celebra la misa cuando le toca, pero ocupa buena parte de su tiempo gestionando su encomienda, una plantación con un número determinado de indígenas asignados como esclavos suyos.
Dos experiencias recientes persiguen al sacerdote. Acaba de regresar de su misión como capellán durante la conquista de Cuba. Allí presenció una brutalidad que nunca antes había visto. Una anécdota contada por un colega capellán franciscano lo marcó. Arrodillado junto a un cacique agonizante, el franciscano lo incitó a convertirse al cristianismo antes de morir, para poder acceder al cielo. El cacique preguntó si había cristianos en el cielo. Cuando le respondieron que sí, negó con la cabeza: prefería “bajar a los infiernos para no tener que compartir lugar con los cristianos, gente tan cruel.”
Al joven clérigo también lo angustiaban las palabras bravas de Antonio de Montesinos, un fraile dominico que, al llegar a La Española, exigió no solo que los españoles trataran bien a sus esclavos, sino que los liberaran a todos. “Decid, ¿con qué derecho y con qué justicia tenéis en tan cruel y horrible servidumbre apuestos indios? ¿Con qué autoridad habéis hecho tan detestables guerras a estás gentes?”, proclamó. “¿Bajo cuál derecho libráis guerras tan detestables sobre esta gente?” El joven sacerdote no sabía según qué derecho bendecía a los conquistadores españoles de Cuba, o se sentaba en su estudio mientras indígenas esclavizados cosechaban caña de azúcar para él. No se le ocurría ningún derecho que justificara tales cosas, ni lograba armonizar con los evangelios.
Tom Callos, El arrepentimiento de Bertolomé de las Casas, Linograbado, 2025. Usado con permiso.
Dando vuelta las páginas de su Biblia hasta llegar a los evangelios apócrifos, se detuvo en el Eclesiástico, o Sirácides. San Pablo tuvo su recorrido a Damasco, durante el cual una luz celestial lo derribó al suelo y oyó a Cristo hablándole: “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?” (Hechos 9). San Agustín escuchó “tolle lege” (“toma y lee”) y tomó y leyó que debía “revestirse del Señor Jesucristo” (Romanos 13:13-14). En el Eclesiástico, Bartolomé de las Casas se topó con un versículo que cambiaría su corazón: “Robar algo a los pobres y ofrecérselo a Dios es como matar a un hijo ante los ojos de su padre” (34:20).
La tierra donde yacía su capilla, y los regalos hechos por los conquistadores que pagaban sus vestimentas, el pan y el vino usados en misa (en resumen, todo lo que ofrecía a Dios siendo sacerdote) eran literalmente robados de los pobres. Estas palabras de las escrituras le gritaban que sus acciones eran peores que matar a un niño ante los ojos de su padre. ¿Quién podría continuar, sabiendo que no tenía derecho sobre ninguna parte de esta tierra, sabiéndose culpable de asesinato ante los ojos de Dios? Por lo tanto, el joven sacerdote se deshizo de su plantación, dejó de ser un sacerdote acomodado, complaciente y esclavista, y se embarcó en una campaña, que duraría cincuenta años, para defender los derechos de los indígenas sobre su tierra y libertad. Hizo esto para seguir el camino de los evangelios y compartir sus enseñanzas con los demás.
Pocas personas en la historia han sido tan dinámicas, apasionadas o activas como Bartolomé de las Casas, quien luego se convertiría en el obispo de Chiapas, México. Peticionó a reyes, gobernadores y papas. Discutió con eruditos del Renacimiento, habló con luchadores de la resistencia indígena en las montañas, inspiró a jóvenes frailes a unirse a su misión en las Américas, y permanentemente enfureció a conquistadores. Renunciando a su riqueza, tomó el hábito de pobreza de un fraile dominico y se sumergió en el pensamiento de Tomás de Aquino, San Agustín y las escrituras.
No era un hombre fácil. Con tendencia a la exageración, solía inflar el número de indígenas muertos por los españoles. Su indignación derivó en innumerables polémicas, pero también influyó en sus obras antropológicas, en las historias de los españoles en América, en argumentos filosóficos y en guías para los confesores. Atravesó el Atlántico múltiples veces, viajó a Ciudad de México, Cuba y La Española, e intentó fundar una comunidad cooperativa para agricultores españoles e indígenas en Venezuela. Reyes redactaron leyes inspiradas en sus textos, y el Papa promulgó decretos basados en sus ideas.
Ninguna de estas actividades puede entenderse fuera del contexto de la conversión. Su vida estuvo profundamente entrelazada con las realidades del imperialismo español y, por ende, con frecuencia estuvo claramente equivocado. Pero lo que lo volvió único fue haber reconocido el error en sí mismo y en su nación, y haber dedicado su vida a redimir pecados, cambiando su forma de actuar y la de España, y anhelando reparar algo del daño causado por sus acciones y las de su país.
De las Casas no era un hombre sin debilidades. Según los estándares actuales, no fue lo suficientemente crítico con el colonialismo. Muchos hoy en día consideran cualquier intento de convertir a indígenas al cristianismo como “colonialismo religioso.” También fue un defensor temprano de esclavizar africanos y traerlos al Nuevo Mundo. Algunos críticos modernos lo responsabilizan por la esclavitud de miles de africanos. Citan su petición de 1516 al rey Carlos V de enviar esclavos negros de España para reemplazar a los indígenas, lo cual pudo haber influenciado la decisión de Carlos V de aprobar el transporte de cuatro mil esclavos africanos a Jamaica en 1518. Otros argumentan que el comercio transatlántico de esclavos ya estaba en marcha y que la petición de De las Casas tuvo un efecto limitado.
Lo que está claro es que, en este aspecto, de nuevo terminó convirtiéndose y escribió: “Pronto me arrepentí y me juzgué culpable de ignorancia. Me di cuenta de que la esclavitud negra era tan injusta como la esclavitud indígena.” Tres siglos antes de la Proclamación de Emancipación en los Estados Unidos, De las Casas demandó el fin de la esclavitud africana en las Américas.
Entonces, De las Casas fue un colono que cuestionó la colonización, un esclavista que cuestionó la esclavitud, un evangelizador autoritario que renunció a la autoridad. Fue un hombre de arrepentimiento que llamó a sus pares cristianos a arrepentirse. Viendo sus propios errores, señaló los errores de otros. Sabiendo que había elegido el camino equivocado, exigió a otros cristianos seguir el camino correcto. Fue prodigioso, incansable, polémico, arrepentido, obsesivo. Como un crítico suyo escribió en esos tiempos: “Es una vela que prende fuego todo a su paso.”
De las Casas insistió en que la ética cristiana debía basarse en los evangelios. Lo planteaba en dos sentidos. El primero es que predicar y ser testigos de Cristo es nuestra única norma: para saber cómo ser y actuar, siempre debemos observar e imitar el comportamiento de Cristo, quien enseña no solo con palabras sino también con acciones. Sin duda que De las Casas se sirvió del derecho natural, la ética de la virtud y el derecho canónico, pero la norma para todos ellos siempre debe ser Cristo, porque “lo que hizo Cristo es ley para nosotros.” Si nuestras tradiciones de derecho natural son contrarias a esta ley eterna y encarnada, entonces debemos cambiar o descartar nuestra interpretación del derecho natural.
Además, el evangelio es buena nueva: es proclamación. Y la forma en que debemos proclamarlo es con nuestras vidas. Este debería ser el principio que guíe cómo estructuramos nuestra vida entera. Siempre debemos preguntarnos, “¿qué pensarán estas personas de Cristo cuando nos vean?” De las Casas aprendió esto de la historia del cacique moribundo que no podía recibir la buena nueva como buena debido a las acciones de sus mensajeros. No solo debemos imitar a Cristo, sino hacerlo públicamente. La pregunta fundamental es: ¿mi vida atrae a otros a Cristo? Según De las Casas “La Proovidencia divina estableció, para todo el mundo y para todos los tiempos, un solo, mismo y único modo de enseñarles a los hombres la verdadera religión, a saber: la persuasuón del entendimiento por medio de las razones y la invitación y suave moción de la voluntad.” Solo si vivimos de esta manera el evangelio será recibido como buena nueva.
Esta comprensión de la misión llevó a De las Casas a abanderar la dignidad humana universal. “Una sola, finalmente, es la especie de las criaturas raciones que, mediante sus individuos, se halla dispersa por todo el mundo.”, afirmaba, porque Cristo dictó un solo método para evangelizar: Es verdad que Jesucristo nos mandó ‘ir a todo el mundo y predicar el evangelio a toda criatura’. Nadie ni ningún lugar es privilegiado. No debemos discriminar entre lugares o personas.” No puede haber lugar para el racismo, el empleo de la coerción o el trato injusto hacia nadie, porque todos son receptores de la buena nueva. Cuando los cristianos emplean cualquier forma de coerción, convierten la buena nueva en mala. “¿Quién querría que el evangelio se le pregonara de tal forma?” Debemos construir cada momento de cada día de nuestras vidas para que, mediante palabra y acto, las personas encuentren en nosotros una proclamación del evangelio.
La pregunta de “¿con qué derecho?”, para De las Casas, se responde en la proclamación del evangelio acorde a la norma que es Cristo. “No correspondía, pues ni a la bondad de Cristo, ni a su regia dignidad que se estableciera su reino, ni que lo propagara y conservara con armas bélicas, con armas materiales, con matanzas de hombres, con estragos, violencias, rapiñas y con otras calamidades semejantes; sino por el contrario, con la dulzura de su doctrina, con los sacramentos de la Iglesia, perdonando y usando de misericordia, derramando beneficios, con La Paz, con la mansedumbre, con la caridad y con la benignidad.” El evangelio quiere decir que no tengo derecho a la guerra, la injusticia, la explotación o la dureza. Solo tengo derecho a ofrecer libremente lo que se me ofreció: fe, esperanza y amor. La pregunta sobre qué es bueno se responde mediante las buenas nuevas como un regalo, que debe ser ofrecido “con gentileza.” En tanto soy formado por el evangelio, pierdo el falso derecho a tomar, y gano el derecho real a dar. Cuando el joven De las Casas tomó una encomienda, tomó esclavos y tomó parte en la colonización, un encuentro más profundo con el evangelio lo llevó a dar su vida entera.
Si la vida de un cristiano consiste siempre en imitar a Cristo, vivimos esa vida especialmente en nuestro cuidado por los pobres y afligidos porque, como dice De las Casas, “ellos son nuestros hermanos, redimidos por la sangre más preciosa de Cristo.” La entrega redentora de su sangre por parte de Cristo hizo a la humanidad una sola familia. Ahora todos son mis parientes, nadie está fuera del alcance de mi amor. Pero el oprimido debe ser el primero porque “Dios tiene una memoria especial por el más pequeño y olvidado.” Dios guarda en su memoria al colonizado, al esclavizado, al nonato, al refugiado, al pobre, a los desatendidos viejos y enfermos, y exige que nosotros también los tengamos cerca. La buena nueva es, ante todo, para ellos.
Lo correcto, dice De las Casas, debe moldearse según la realidad de la situación. ¿Y cuál era la situación? Un hijo siendo asesinado ante los ojos de su padre. Para De las Casas, Eclesiástico 34:20 no era una abstracción: era la imagen del hijo de Dios en la cruz, asesinado por nosotros. También era lo que encontró en el nuevo mundo: “Jesucristo, nuestro Dios, flagelado y afligido y golpeado y crucificado no una sino miles de veces.” La realidad es que aquellos a quienes oprimimos o descuidamos son Cristo crucificado. Adorar correctamente, por lo tanto, no es solo dejar de oprimir, sino sumirse en solidaridad con el Cristo crucificado en los oprimidos.
Un viejo sacerdote, en su escritorio, toma su pluma, como tantas veces antes. Le escribe al Papa para decirle que los indígenas son “capaces de entender el evangelio y la vida eterna.” El viejo obispo pondera los muchos éxitos y fracasos de su vida. Ha ayudado a acabar con la esclavitud en México e inspirado a un sinnúmero de frailes a traer el evangelio pacíficamente al nuevo mundo. Pero también tiene sobre su escritorio una carta de líderes indígenas que le ruegan representar su causa en las cortes españolas. Sus esfuerzos por frenar la destrucción de los pueblos indígenas han sido, en buena parte, ignorados. Los seminarios españoles han rechazado su pedido de que acepten formar hombres indígenas en el clero. El comercio de esclavos africanos ha crecido, mientras que la población indígena del Caribe ha colapsado.
¿Se desespera? No, apoya su pluma sobre el papel una vez más. El evangelio no le promete ser exitoso. En un mundo que rechaza al refugiado, aborta al niño por nacer, eutanasia al anciano, explota el trabajo del pobre y rechaza el evangelio, a nosotros tampoco se nos promete el éxito. En realidad, lo que se nos ha dado es una historia más profunda de “bondad que se da y se devuelve.” De las Casas nos llama a comprometernos a ser parte de esta bondad, a unirnos a él como seguidores de la bondad encarnada en Cristo, a defender el derecho de todos de oír el evangelio con amor, y a adorar en solidaridad con Cristo, el Hijo divino, y todos los hijos e hijas del Padre crucificados.
Traducción de Micaela Amarilla Zeballos