My Account Sign Out
My Account
    Ver carrito

    Subtotal: $

    Caja
    workers at a glass factory

    ¿Cuánto pagaría Jesús a los trabajadores?

    Jesús dice claramente que los trabajadores merecen un salario digno.

    por C. Don Jones

    jueves, 01 de mayo de 2025

    Otros idiomas: English

    0 Comentarios
    0 Comentarios
    0 Comentarios
      Enviar

    La llamaré Joan. Era la jefa del turno nocturno en la empresa para la que yo trabajaba, especializada en la fabricación de padrones para el corte de tejidos. La empresa había enviado a Joan a la fábrica de uno de nuestros clientes para que les ayudara a utilizar una nueva máquina que sustituiría a los cortadores de tela humanos. La máquina prometía ser más productiva, más eficaz y, lo más importante, más barata que los seres humanos. Un trabajador cualificado podía cortar unas ciento veinte capas de tela vaquera. La nueva máquina no pudo hacer la producción. Una caja de cuchillas rotas y la continua ralentización de la máquina fueron sombríos testimonios de lo ineficaz que era el aparato en la práctica. Pero la dirección quería que la nueva inversión funcionara. Joan empezó a hacer padrones más largos, lo que desperdiciaba más tela. Se pasaba allí sentada más de doce horas al día intentando ayudar al ingeniero del fabricante de la máquina a hacerla funcionar. Estaba en una situación imposible. Al final del segundo día, Joan estaba tan estresada que de vez en cuando interrumpía su trabajo para vomitar en un cubo de basura cercano.

    En economía, el trabajo se considera uno de los tres factores necesarios para la producción, junto con los recursos naturales y el capital. Hubo un tiempo en que el trabajo se centraba en el esfuerzo de los seres humanos. Sin embargo, con la industrialización, la mano de obra se convirtió en una extensión de la maquinaria, una forma más del capital. En los años 90, se hizo común y aceptable describir la mano de obra como “capital humano”. Ahora, con la automatización aún más avanzada, sin mencionar la inteligencia artificial, muchos trabajadores humanos corren el riesgo de quedar totalmente fuera de la ecuación, con la economía —y el trabajo en sí— reducidos a la interacción entre directivos y máquinas.

    Trabajar es parte integral del ser humano. Desde el punto de vista ético, tener trabajo y trabajar duro y bien da dignidad a las personas; para confirmarlo solo hay que preguntarle a alguien que esté en paro. Sin embargo, nos importa si los demás valoran y aprecian nuestro trabajo, o no. Durante generaciones, nuestra cultura ha sugerido que el objetivo de la vida es escapar del trabajo manual. Los títulos universitarios se han convertido en el billete de salida de la clase trabajadora hacia la clase directiva. Y, a pesar del mandato bíblico de ganarse la vida “con el sudor de la frente”, muchos cristianos también han promovido activamente como ideales la educación superior y los empleos de cuello blanco. Buscar una vida mejor que la de los padres, entendida como una carrera menos ardua físicamente, se ha convertido de algún modo de virtud cristiana. Esto parece loable al principio; después de todo, ¿qué padres no querrían que sus hijos vivieran cómodamente? Pero si creemos en la dignidad y la virtud de todo trabajo —y sabemos que alguien necesita hacer el trabajo manual— ¿por qué animamos a los jóvenes a escaparse de él?

    La respuesta es sencilla, y podemos verla en la historia de Joan: nuestro mundo actual no valora el trabajo manual, ni valora a las personas que lo realizan. Muchos trabajadores lo saben intuitivamente; reconocen que no se les respeta. Y esa falta de respeto tiene profundas raíces en la historia de Estados Unidos y en la mala interpretación teológica.

    A medida que el capitalismo se arraigaba en Estados Unidos, muchas iglesias defendían a los industriales como modelos a seguir, independientemente de cómo trataran a sus trabajadores. Por supuesto, esto variaba: los católicos de clase trabajadora podían ser miembros de sindicatos, mientras que los profesionales protestantes de la línea principal tendían a confundir su prosperidad con el favor divino. Los dirigentes sindicales más radicales —como Eugene V. Debs— atacaron al clero antisindical y antisocialista como “piadosos piquetes del capitalismo” que “prostituyen la religión al servicio de la riqueza”. Otros dirigentes sindicales de la época recordaron que las iglesias habían apoyado la esclavitud, sugiriendo que la “esclavitud asalariada” describía las condiciones de muchos trabajadores contemporáneos.

    Estas críticas no estaban del todo injustificadas. Algunas iglesias del sur de Estados Unidos tienen el dudoso historial de oponerse a los sindicatos, así como de defender la esclavitud y mantener la segregación racial. Incluso hoy en día, “El que no quiera trabajar, que tampoco coma” (2 Tes. 3:10) sigue utilizándose como garrote contra la ayuda a los pobres desempleados. Pero, ¿qué pasa con los que trabajan duro todos los días y siguen siendo pobres? Textos neotestamentarios —como Colosenses 3:23-24: “Hagan lo que hagan, trabajen de buena gana, como para el Señor y no como para nadie en este mundo, conscientes de que el Señor los recompensará con la herencia”— se esgrimían con frecuencia en mi juventud como prueba de que Dios se preocupa principalmente por el estado del alma del obrero, no por su sueldo.

    workers at a glass factory

    Fotografía de Susan Sheldon / Alamy Stock Photo.

    Llegué a ver las cosas de otra manera. A través de mis propias experiencias en el trabajo y de las historias personales que escuché como activista laboral, me di cuenta de que las condiciones en las que trabajan muchos de nuestros conciudadanos son un profundo problema para el cristianismo. No todo el mundo está de acuerdo. Un miembro de mi congregación me desafió una vez a que justificara mi defensa de los trabajadores que se habían enfermado después de limpiar de un vertido de cenizas de carbón en la zona: seguramente eso no formaba parte de la descripción del trabajo de un pastor. Le expliqué que había sido miembro de un sindicato y que me sentía solidario con la clase trabajadora. Lo pensó un momento y luego dijo: “Me alegro de que lo hagas”. Es posible que el clero tenga que tomar la iniciativa para deshacer las actitudes históricas antilaborales de sus iglesias, modelando este tipo de implicación y vinculando a sus congregaciones.

    No solo podemos hacerlo, sino que creo que debemos hacerlo. A juzgar por la totalidad de las Escrituras, a Dios realmente le importa mucho el sueldo de un trabajador. En la Biblia, un principio aparece repetidamente: “El trabajador tiene derecho a su salario”. El pasaje de Lucas 10:7 —que está en el contexto de Jesús enviando a setenta y dos discípulos en misión por todo Israel— era obviamente reconocido por la gente de la época de Jesús como un proverbio de gran sabiduría y Lucas lo consideraba incuestionable. Mateo ofrece una variante: “el trabajador tiene derecho a su sustento” (Mt 10:10). En 1 Timoteo 5:18, este mandato va unido a Deuteronomio 25:4, que ordena: “No pongas bozal al buey mientras esté sacando el grano”. Pablo evoca la misma ley en 1 Corintios 9:9 para explicar por qué los que aran y trillan deben tener una parte de la cosecha. El supuesto de partida de los evangelios es que los que trabajan merecen recibir el apoyo de los que se han beneficiado de su trabajo. El hecho de que trabajen los hace merecedores. El consejo de Pablo a la iglesia de Tesalónica es: “procurar vivir tranquilos, a ocuparse de sus propias responsabilidades y a trabajar con sus propias manos. Así les he mandado para que, por su modo de vivir, se ganen el respeto de los que no son creyentes y no tengan que depender de nadie” (1 Ts 4:11-12), demuestra que el trabajo es importante y honroso y no debe eludirse.

    Los obreros antiguos, ya fueran libres o esclavos, trabajaban por su comida y bebida diarias con escasa recompensa. “Danos hoy nuestro pan cotidiano”, en el Padrenuestro, es una súplica de sustento que muchos trabajadores hambrientos habrían hecho durante su vida. En aquella época, ser obrero era prácticamente sinónimo de ser pobre. Hoy no es tan distinto. A pesar de que los sueldos se pagan de manera semanal o mensual, muchos trabajadores con un empleo estable se encuentran en la pobreza o muy cerca de ella. En un banco de alimentos atendí a empleados de un almacén de gran tamaño, que aún llevaban su bata y su placa, pero cuyos ingresos no eran suficientes para alimentar a sus familias. Puede que sus salarios fueran perfectamente legales. Pero la injusticia sigue siendo una característica de la vida laboral, e incluso cuando existen protecciones legales, los empresarios pueden ignorarlas, y de hecho lo hacen, con la seguridad de que la mayoría de los trabajadores carecen del poder para pedirles cuentas.

    El mundo actual no valora el trabajo manual, ni valora a las personas que lo realizan.

    La Biblia no deja lugar a dudas sobre la actitud de Dios ante este tipo de explotación. Nos dice: “No te aproveches del jornalero pobre y necesitado, sea este un compatriota israelita o un extranjero. Le pagarás su salario cada día, antes de la puesta del sol, porque es pobre y cuenta solo con ese dinero. De lo contrario, él clamará al Señor contra ti y tú resultarás culpable de pecado” (Dt 24:14-15).

    La dignidad y bondad asociadas al trabajo se invierten si los trabajadores se convierten en mendigos, sin esperanza de recibir una parte justa de lo que han ganado. El Señor ve la situación tal como es; da testimonio del clamor de los trabajadores: “Oigan cómo clama contra ustedes el salario no pagado a los obreros que trabajaron en sus campos. El clamor de esos trabajadores ha llegado a oídos del Señor de los Ejércitos” (St 5:4).

    Cuando explotamos a los trabajadores, degradamos el trabajo en sí, el cual debería ser honorable y dignificante. También se pierde otro aspecto del trabajo: la acción de trabajar debería dar alegría. El trabajo no tiene por qué ser algo que simplemente soportamos, puede ser algo de lo que nos sintamos orgullosos e incluso disfrutemos haciéndolo.

    Tampoco somos los únicos que debemos beneficiarnos. En Efesios se nos dice: “El que robaba, que no robe más, sino que trabaje honradamente con las manos para tener qué compartir con los necesitados” (Ef 4:28). Nuestro trabajo nos permite ayudar a los demás sin condescendencia ni engaño. El que antes robaba ahora da generosamente, recordando cómo era su vida antes de tener un medio de vida honrado.

    El trabajo es bueno, y lo afirmamos dando dignidad a los trabajadores, sobre todo pagándoles lo suficiente para vivir. Como dice Jesús, el trabajador tiene derecho a su salario.


    Traducción de Coretta Thomson

    Contribuido por C Don Jones C. Don Jones

    C. Don Jones es un pastor metodista que trabaja en el este de Tennessee. Es un pasado trabajador de fábrica y miembro de sindicato.

    Aprender más
    0 Comentarios