“¿Es la Valerie Smith que nosotros conocemos?”, preguntó una alumna entre extrañada y sorprendida. El profesor, un amigo mío que enseña en la universidad Swarthmore, contó que la había impactado encontrar el nombre de alguien que ella conocía —y menospreciaba— en un artículo de lectura obligatoria para el curso.

En el curso estaban leyendo “Mama’s Baby, Papa’s Maybe”, de Hortense Spillers, uno de los trabajos que sentó las bases del feminismo negro. El artículo aparece citado más de cuatro veces mil en trabajos académicos y es venerado por los activistas jóvenes, un reconocimiento similar al otorgado a los trabajos de Malcolm X y Frantz Fanon por los radicales de los años sesenta. Igual que los textos de estos autores, el artículo de Spillers suele ser más citado que leído.

Mi amigo consideró necesario que sus estudiantes, muchos de ellos radicales en ciernes, leyeran el texto que tanto veneraban, y vaya sorpresa que se llevaron. Allí, en el cuerpo del artículo, ni siquiera relegada a una nota al pie, encontraron una referencia a la rectora de la universidad. Efectivamente, en una sección prominente del artículo, Spillers describe de qué manera la producción académica de Valerie Smith hizo posible su propio proyecto de teorizar sobre la experiencia de las mujeres negras.

La mencionada estudiante sabía que Valerie Smith era la primera mujer negra rectora de Swarthmore (el tipo de referencia que queda ligada al nombre de líderes como ella). Desde que ocupó el cargo, Smith había sido blanco de enérgicas protestas estudiantiles respecto de un amplio abanico de problemas, desde la violencia sexual en el campus hasta el “apartheid en Israel”, el cambio climático y la supremacía blanca. En el ambiente de la protesta estudiantil, en reuniones y en los chats y redes sociales, Smith era señalada como el enemigo. En el imaginario de los estudiantes era su responsabilidad acabar con la violencia sexual en el campus, romper la supremacía blanca y evitar la catástrofe climática. Pero Smith no actuaba como ellos esperaban.

Fotografía de Immo Wegmann.

Los estudiantes de Swarthmore sabían que había una delgada línea entre cuestionar a Smith y demonizarla. Una constante en la presente cultura de activismo es reconocer las cargas que han debido soportar las mujeres negras. Otra característica de esta cultura es una profunda desconfianza de la condición de “respetabilidad”: mujeres y minorías raciales que asumen posiciones de liderazgo y, en el proceso, alinean sus intereses con los de sus benefactores, a menudo hombres blancos ricos, relegando los intereses de sus propias comunidades. Las protestas de los estudiantes de Swarthmore intentaban, con mayor o menor éxito, ir contra Smith a la vez que reconocían que ella era parte de un sistema más vasto, y ese sistema era el verdadero blanco.

La estudiante en la clase de mi amigo ahora descubría que Smith era también una académica cuyo trabajo pionero había dado soporte intelectual a la cultura de activismo que ha ganado terreno en numerosas universidades en los Estados Unidos. En esa cultura, existen héroes y también enemigos; teóricas como Spillers y Smith claramente pertenecen al grupo de los héroes. Esa división simplista del mundo que la estudiante había imaginado repentinamente se complejizó.

En su tercer año como rectora, Smith enfrentó las primeras jornadas importantes de protesta en reclamo por situaciones de violencia sexual en el campus de Swarthmore. Hubo una sentada que se prolongó por nueve días, hasta que Smith aceptó recibir a los estudiantes y abrir un espacio de diálogo. Al año siguiente, la prensa publicó correos electrónicos intercambiados entre los miembros de una fraternidad estudiantil de Swarthmore, que destilaban misoginia y homofobia y hacían bromas sobre violaciones. Estudiantes activistas ocuparon la residencia de la fraternidad durante cinco días hasta que esta acordó disolverse. Seguidamente, organizaron una sentada frente a la oficina de Smith exigiéndole que prohibiera definitivamente la tradición de las hermandades y sororidades y que las residencias fueran reconvertidas en centros de recursos para estudiantes mujeres y estudiantes de minorías raciales.

Los estudiantes desplegaron una pancarta gigante que decía: “¿Y Smith dónde está?”. Los manifestantes (al parecer, no había estudiantes negros entre ellos) declararon que la sentada tenía como objetivo que la rectora no se olvidara de ellos ni del daño que habían sufrido. Ante la intervención del personal de seguridad del campus que clausuró el baño en el edificio ocupado y los amenazó con el arresto, los estudiantes pusieron fin a la ocupación al cabo de un par de horas. Manifestaron su indignación en los siguientes términos: “La presidenta Smith obra de mala fe cuando dice reconocer y respetar el derecho de los estudiantes a manifestarse pacíficamente y, al mismo tiempo, nos obliga a elegir entre el ejercicio de nuestros derechos y la más elemental dignidad humana”.

Otro episodio en la vida de Smith que los estudiantes ignoraban era que, exactamente treinta años atrás, había renunciado a su cargo titular en Princeton en señal de protesta por el mal manejo institucional ante denuncias de acoso sexual. La ahora enemiga de los manifestantes, en otro tiempo, había sido ella misma manifestante.

Hace cincuenta años, el dilema moral de la protesta estudiantil era más sencillo de resolver: había hombres blancos de edad, vestidos de traje oscuro, que ocupaban posiciones de poder, y había mujeres y hombres jóvenes de todas las razas, con ropa informal y colorida, que exigían cambios. Así las cosas, era más fácil sostener una narrativa sobre el enemigo. En el presente, cuando la persona señalada como enemigo a menudo se parece a sus héroes, su discurso suena como el de sus héroes y está intelectualmente alineada con sus héroes, quizá haya llegado el momento de que los estudiantes activistas y los que luchan por la justicia en general cuestionen la creencia popular de que toda causa necesita un enemigo a quien demonizar.

Identificar a las autoridades de una institución como el enemigo puede considerarse un exceso propio de la juventud. Y lo es, pero es también una estrategia de hace muchos años en las organizaciones de activismo comunitario. Por cierto, se la presenta como la decimotercera regla en el Tratado para radicales, de Saul Alinsky: “Elige el blanco, inmovilízalo, personalízalo, y polarízalo”.

Nacido en una familia de inmigrantes judíos ortodoxos, Alinsky se dedicó durante los años 1950 y 1960 a delinear una nueva manera de hacer política. Mientras que para la mayoría de la gente la política se daba en las elecciones, el gobierno y los grupos de presión a nivel nacional, Alinsky propuso que el ámbito de un quehacer político efectivo es en el nivel local, en los barrios. Concretamente, el quehacer político se da cuando los vecinos dialogan, se dan cuenta de que tienen problemas comunes (por ejemplo, el mal estado del parque infantil, la contaminación producida por una fábrica o la irregular recolección de residuos) y se unen para presionar a las autoridades a solucionar esos problemas. Alinsky se dio cuenta de que, dado que la gente está ocupada y a menudo se siente impotente frente al poder político, era necesario catalizar este tipo de política de nivel vecinal. El agente comunitario funciona como catalizador; recorre el barrio, escucha a los vecinos, identifica a las personas con capacidad de liderazgo y los pone en contacto, sugiere tácticas que han dado resultado en otros lugares, alienta y da ánimos a la comunidad.

Alinsky emprendió la tarea de crear una escuela para agentes comunitarios, y Tratado para radicales se usó como libro de texto. A través de una variedad de historias de organización comunitaria combinadas con sabiduría bíblica, Alinsky presenta su proyecto de organizar a la comunidad como una acción para dotar de recursos a los que él llama los desposeídos: la gente que no tiene poder, la gente pequeña, los que no inciden en la agenda y cuya voz rara vez es escuchada. Desde el comienzo, están en desventaja, de modo que, si quieren triunfar, si quieren resolver los problemas que aquejan a sus comunidades, deben ser creativos. Deben planificar acciones que subviertan el orden establecido por los poderosos, exponiéndolos públicamente para obligarlos a salir de su indiferencia. La política de Alinsky es radicalmente democrática: depende de figuras en el poder dispuestas a rendir cuentas ante el pueblo y líderes que necesariamente deben mostrarse sensibles ante la gente.

Si los desposeídos aspiran a alcanzar la victoria, deben construir una narrativa que incluya un villano. Los héroes son ellos: la gente pequeña pisoteada por los poderosos. Se necesita un nuevo David contra Goliat; una historia que motive a la gente, sea apetecible para los medios y despoje a los poderosos de la autoridad moral que están acostumbrados a ostentar. Esta es la razón por la cual necesitamos enemigos, según Alinsky; no son enemigos porque tengan algún defecto de personalidad (aunque algunos pueden tenerlo) ni por sus acciones deplorables. Se construye la figura del enemigo a fin de defender los intereses de los marginados.

Pensemos en el tipo de entidades que deben enfrentar los desposeídos: grandes corporaciones, burocracia estatal e instituciones acaudaladas que mantienen su posición de poder valiéndose de sus alcances e interconexiones para eludir responsabilidades. Hablas con un funcionario que te deriva a otro, y este, a otro, todos diciéndote que entienden tu situación, pero que no está dentro de su competencia resolver ese problema. A veces, te dicen que la organización no puede atender tu solicitud en razón de una política establecida por otro organismo, y que debes reclamar ante ese organismo. Esta suerte de juego de escondidas desconcierta, desgasta y desalienta a las personas pobres, que no disponen de tiempo ni dinero y desconocen el complejo funcionamiento de las grandes organizaciones. La sensación de que nada va a cambiar no tarda en aparecer, y entonces, ¿para qué seguir luchando?

Esta es la razón que alega Alinsky para afirmar que necesitamos tener enemigos. En lugar de luchar contra una burocracia despersonalizada, una comunidad debe apuntar al ser humano en el cargo más alto de esa estructura burocrática, nombrarlo y exponerlo. El autor señala que los sindicatos más eficaces no logran movilizar a los trabajadores hablando sobre “la corporación”. Dan el nombre del director general y exigen que esa persona atienda sus reclamos. Si las familias de un vecindario están preocupadas por la calidad de la escuela local, Alinsky sugiere que señalen al supervisor de escuelas como la persona responsable. Es probable que, ante los reclamos de la comunidad, la institución intente derivarlos a un funcionario de menor rango o un comité, pero los manifestantes deben centrar sus declaraciones y reclamos en una figura en particular: la persona que ocupa el cargo más alto.

Por una parte, para enfrentarse al mal, el ser humano necesita una narrativa que presente al mal con tintes dramáticos; por otra, ningún ser humano es completa y esencialmente malo.

Alinsky llama a hacer algo más que simplemente nombrar al antagonista de la campaña; exhorta a los organizadores a “polarizar” la situación: a demonizar al antagonista. Según se lee en su Tratado para radicales, “la más célebre declaración sobre la polarización” no la hizo un dirigente sindical sino Cristo: “El que no está de mi parte está contra mí” (Lucas 11:23). Alinsky, un judío secular, hace referencia al Nuevo y Antiguo Testamento, con toda libertad. En la Biblia, apunta el autor, no se presenta a los cambistas del templo como personas éticamente ambiguas o indefinidas; no era una instancia de diálogo lo que se necesitaba, y Jesús los echó por la fuerza. Este es el tipo de esquema narrativo que Alinsky recomienda para cualquier protesta: elegir una persona, presentarle una alternativa por sí o por no describiéndola como una opción entre el bien y el mal. Hasta que tome la decisión correcta, se la considerará alineada con el mal.

Además de su poder retórico, Alinsky sostiene que demonizar al enemigo descoloca a los poderosos. Los altos ejecutivos, los supervisores y quienes ocupan cargos públicos están acostumbrados a permanecer ocultos en lujosas oficinas rodeados de adulones. ¿Quién podría referirse a ellos como personas asociadas al mal? Una vez que se logra incomodarlos mediante esta táctica, los líderes comienzan a cometer errores: tienen reacciones desproporcionadas, se niegan a negociar, hacen declaraciones que revelan su arrogancia, o llaman a la policía. Cada reacción desproporcionada intensifica el drama; da nuevo impulso a las acciones de los desposeídos confirmando la justicia de su causa y volcando la opinión pública a su favor.

“Ni enemigos ni aliados permanentes; solo los intereses son permanentes”. Este es uno de los lemas de Alinsky que tuvo rápida y amplia aceptación en las innumerables organizaciones comunitarias fundadas por él y sus seguidores, y los seguidores de estos. Por más que Alinsky promovía la demonización del enemigo, él fue, en última instancia, un pragmático. La demonización no responde a una naturaleza maligna, sino que cumple un propósito para nosotros, aquí y ahora. Dentro de un mes o un año, es probable que sigamos reclamando para que arreglen esta escuela, pero ahora mismo debemos enfocarnos en la asociación de empresarios, porque está presionando a los políticos para mantener baja la contribución inmobiliaria que es la fuente de financiación de la escuela; nuestro nuevo enemigo será el presidente de esa asociación. En esta situación, el supervisor de escuela puede estar de nuestro lado y ser un aliado en la lucha contra la asociación de empresarios.

Este pragmatismo y hábil manejo político parecen muy lógicos en el plano intelectual. Es fácil ver cómo permitirían ganar más batallas y empoderar a los desposeídos. En la práctica, las tácticas que Alinsky recomienda no son tan sencillas de implementar como su teoría parece sugerir. En una comunidad de seres humanos reales, guiados no solo por la razón, sino también por la emoción, ¿será realmente posible dejar de lado toda animosidad contra el supervisor y reenfocarse en un nuevo blanco? ¿Será posible trabajar junto con ese supervisor previamente identificado como el demonio? El lenguaje bíblico al que apela Alinsky para describir cómo demonizar a alguien pega duro: “Me vengaré de mis adversarios; ¡les daré su merecido a los que me odian! Mis flechas se embriagarán de sangre y mi espada se hartará de carne: sangre de heridos y de cautivos, cabezas de líderes enemigos” (Deuteronomio 32:41b–42).

En las décadas siguientes a la muerte de Alinsky, en 1972, las redes y grupos inspirados en su propuesta progresivamente se volcaron a las comunidades de fe en busca de apoyo. En iglesias, sinagogas y mezquitas encontraron un liderazgo firme y consolidado y los recursos financieros para sustentar campañas de organización comunitaria. Pero las comunidades religiosas eran reacias a hacerse de enemigos. Sería inapropiado para un líder religioso local incluir el nombre del supervisor de la escuela en una retórica cargada de imágenes de cabezas aplastadas y cuerpos atravesados por espadas, aun cuando lo hiciera en defensa de los desposeídos.

Conforme la radicalización propia de los años sesenta y setenta fue dando paso a formas de protesta más sobrias en la década de 1980, 1990 y comienzos de los 2000, el impulso de demonizar al enemigo se desvaneció. Los activistas y sus simpatizantes adoptaron una actitud precavida frente a la demonización propuesta por Alinsky, y algunos decidieron cambiar de énfasis. El teólogo Luke Bretherton propone asociar a Alinsky con Agustín de Hipona dado que ambos “rechazan emitir juicios categóricos sobre el orden político presente” y creen que “siempre existe posibilidad de cambio y redención, y que el bien y el mal están presentes en todos los sistemas políticos”. Así como para Agustín, la política es importante, pero es lo penúltimo, para Alinsky lo que importa es defender la causa de los desposeídos, y cualquier estrategia política debe estar subordinada a ese objetivo.

Ai-jen Poo, fundadora de la Alianza Nacional de Trabajadoras del Hogar, opina que la demonización es una táctica riesgosa y, en ocasiones, contraproducente. Una trabajadora que lucha por mejor salario y condiciones de trabajo en un entorno laboral personal, porque vive en la casa de su empleador y cuida a sus niños, siente la demonización de su empleador de manera muy diferente de lo que sería demonizar a un ejecutivo desconocido que dirige una corporación gigante. En una entrevista con la escritora Sally Kohn, en 2013, Poo propone como marco de trabajo “organizarse con amor”; en lugar de elegir una persona como blanco, el énfasis está en estimular a la gente “a ver sus interconexiones […] como fuerza originadora de cambio”. La visión de Poo parece más en consonancia con las expectativas del cristianismo. Si bien Cristo polarizó la situación, también exhortó a sus seguidores a amar a sus enemigos: “Amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os odian; bendecid a los que os maldicen y orad por los que os calumnian.” (Lucas 6:27–28).

Es verdad que el giro de Poo de la demonización a la interconexión pudo deberse al ethos cultural de un momento histórico particular. La sociedad había comenzado a tener en cuenta la diversidad propia de nuestras comunidades debido a diferencias de etnia, raza, género, orientación sexual, discapacidad, edad y muchas otras. En un contexto tan complejo, nombrar al enemigo siempre lleva a cometer errores. Incluso por una cuestión meramente pragmática, para construir coaliciones exitosas, tiene más sentido seguir el consejo de Martin Luther King Jr.: “El mandamiento de amar a nuestros enemigos es imprescindible para nuestra supervivencia. […] El amor es la única fuerza capaz de transformar a un enemigo en un amigo”.

Sin embargo, cabe preguntarse si esa era de lo multicultural, durante la cual amar al enemigo se consideraba más eficaz que dramatizar el mal, es algo del pasado. La larga década de 2010 introdujo nuevamente la preocupación existencial en la política: comenzando con la crisis financiera en 2008 y el activismo que suscitó, pasando por el movimiento Ocupa Wall Street y varias agrupaciones socialistas, hasta los movimientos “Las vidas negras importan” (Black Lives Matter), Idle No More (Basta de indolencia) y #MeToo, y la apremiante crisis climática, los activistas se mostraron abiertos a aceptar (al menos) la metáfora de aplastar cabezas y beber sangre. Fue fácil representar a Harvey Weinstein como el demonio, o a Darren Wilson, el policía que mató a Mike Brown en Ferguson.

Durante los últimos diez años, aproximadamente, los movimientos de justicia social han desviado su atención de las malas personas y sus malas acciones a los sistemas: la supremacía blanca, el patriarcado, el colonialismo, el capitalismo. Pero un sistema es una abstracción. En términos humanos, es difícil manifestar enojo contra un sistema. Este volver a identificar a un enemigo y demonizarlo tiene como objetivo darle un rostro humano a la lucha contra el sistema y así evitar que pierda fuerza y acabe convertida en un dogma. Harvey Weinstein es el patriarcado. Darren Wilson es el racismo sistémico. Al derribar estatuas y cambiar los nombres de los edificios, inmovilizamos, personalizamos y polarizamos al enemigo. Además, hoy, los sistemas están diseñados para orientar, y por ende contaminar, a las personas. El blanco de la demonización pasa del individuo racista al sistema de la supremacía blanca y de allí, al prototipo de ese sistema, y por fin, a cada persona blanca, en el entendido de que se rige por el principio de la supremacía blanca.

Hay algo en las actuales formas de demonización que difiere bastante de las tácticas recomendadas por Alinsky. No parecen ser algo transitorio o lo penúltimo ni parecen ser fruto de un mundo inmerso en la tragedia y confusión. Quizá esto se debe a la magnitud de los problemas que señalan: la situación que describen los activistas es que la supremacía blanca, el patriarcado, el colonialismo y el capitalismo se han propagado a cada rincón del planeta y modelan nuestra manera de pensar, nuestra percepción y hasta nuestra imaginación. Si puedes identificar a un representante de ese sistema, sea o no la máxima autoridad, tiene la condenación eterna asegurada. La personalización tiene una ventaja adicional: desvía la atención de nosotros mismos, nos exime de considerar de qué manera estamos involucrados en esos sistemas a los que con tanta vehemencia nos oponemos.

Quizá la diferencia entre lo que Alinsky recomendaba y lo que vemos hoy se debe a que han cambiado los foros donde se demoniza al enemigo. X (antes Twitter) es tierra de amigos y enemigos, y las tendencias en la plataforma complementan la táctica política. Las redes sociales, además de facilitar una rápida y amplia difusión de la demonización de una persona, nos exponen a un panteón de enemigos cada vez que miramos el celular.

En los primeros años de la universidad, un compañero dejó los estudios por un año para trabajar con un grupo de organización comunitaria inspirado en la metodología de Alinsky. Cuando regresó, estaba decidido a poner en práctica las reglas de Alinsky en nuestro elegante campus universitario, con sus grandes espacios verdes. Identificamos quiénes eran los desposeídos: el personal del comedor y los porteros que no llegaban a cobrar el salario mínimo, de hecho, se les pagaba menos que a los estudiantes que trabajaban con ellos. Establecimos una relación con los trabajadores, buscamos aliados en la comunidad, redactamos las demandas y pegamos carteles. La universidad nos envió de una oficina a otra, de un comité a otro, y en cada lugar, escuchamos una lista de excusas: no había dinero; solo podían negociar con sindicatos; los salarios quizá eran bajos, pero tenían excelentes beneficios; diferentes trabajos requerían diferentes habilidades, y eso explicaba las diferencias en los salarios, que el departamento de recursos humanos fijaba de acuerdo con los precios del mercado.

Al finalizar el año académico, el rector de la universidad se jubiló. Cuando en otoño asumió la nueva rectora, ya estábamos preparados. En lugar de pegar carteles explicando la importancia del ajuste por costo de vida, decidimos personalizar y polarizar. La señora Tilghman, la nueva rectora, forzaba a los trabajadores a recurrir a los vales de comida, buscar un segundo y hasta un tercer empleo y vivir en viviendas precarias lejos de la universidad. La pusimos ante una disyuntiva: ¿Se pondría del lado de los más desfavorecidos y les otorgaría el salario mínimo o elegiría convertirse en su enemiga? Exigimos tener una reunión con ella. A las pocas semanas, nos encontramos en su despacho, esta vez no como manifestantes, sino como invitados. Estuvo de acuerdo con nuestro principal reclamo y dejó la puerta abierta para continuar conversando sobre el resto. 

Eso ocurrió hace veinte años, en un tiempo político y cultural muy diferente. Los medios con los que contábamos eran el periódico estudiantil y, si teníamos suerte, algún periodista de una ciudad próxima al campus. Si bien nuestra motivación no era puramente benéfica, nunca sentimos que estábamos ante una amenaza existencial. Queríamos reinventar nuestra comunidad universitaria para que fuera un espacio de mayor justicia y equidad, en el que los docentes, los estudiantes y el personal trabajaran hombro con hombro, como miembros plenos con igual dignidad. Nos interesábamos por cuestiones de fondo como la inequidad económica, el racismo y la misoginia que atravesaban el maltrato de la universidad hacia los trabajadores, pero no creíamos estar en una lucha frontal contra estos problemas ni que fuera posible hacerles frente de manera efectiva.

Muchos estudiantes hoy tienen más y mejores herramientas de análisis y están más motivados a luchar de lo que yo estaba a su edad. Saben que hay un entramado de sistemas de dominación que abarca al mundo entero y sienten la urgencia del llamado a la acción. Pero deben enfrentarse a ciertas preguntas espinosas: ¿cómo denunciar a las estructuras de injusticia y, al mismo tiempo, tratar a todas las personas de manera justa? ¿Cómo recuperar las mejores estrategias empleadas por generaciones pasadas de agentes comunitarios y poder adaptarlas a un escenario social y político muy diferente? ¿Cómo diferenciarse de la demonización puramente emocional que alimenta los canales de noticias por cable y permea al activismo universitario, tanto de izquierda como de derecha? ¿Cómo resistir la falsa ilusión de superioridad moral que se refuerza cada vez que señalamos al enemigo?

Es preciso encontrar nuevas respuestas para este tiempo de evidentes desafíos existenciales para la política. La teoría de Alinsky de hacerse de un enemigo no responde a las necesidades de este tiempo, ni tampoco el giro de Poo hacia hacerse de amigos. En un sentido más profundo, sin embargo, estamos frente a la milenaria paradoja que las escuelas de sabiduría llevan siglos tratando de explicar: ¿cómo puede Jesús condenar en los términos más enérgicos a quienes explotan y someten a su prójimo, y al mismo tiempo, rogarles a sus seguidores que amen a sus enemigos?

Frente a esta paradoja, debemos cuidarnos de las respuestas fáciles. Los movimientos de justicia social nos han enseñado que no es sencillo separar al pecado del pecador. Debemos esforzarnos por tener siempre presente el siguiente doble carácter de la condición humana: por una parte, para enfrentarse al mal, el ser humano necesita una narrativa que presente al mal con tintes dramáticos; por otra, ningún ser humano es completa y esencialmente malo. Ser fiel a esta comprensión exige cautela, pero también ensayo y error. Es necesario algo del espíritu que el propio Alinsky ejemplificó: un espíritu ligero, abierto a experimentar libremente, impulsado por el clamor de los desposeídos y a la vez guiado por la fe en la bondad de nuestros semejantes. 


Traducción de Nora Redaelli