Cuando llevo a cabo trabajo de ayuda humanitaria en Bangladés, Irak y Ucrania, a veces me invade una sensación de náuseas y sé que si no me alejo rápido y me concentro en otra cosa, comenzaré a llorar desconsoladamente. El dolor, la tristeza, la angustia de las personas que conocí llenan mi corazón y, de pronto, siento que ya no queda lugar. No puedo escuchar una sola historia más de dolor, pérdida y sufrimiento; no puedo estar frente a otra madre, padre o niño víctimas de la barbarie del mundo.

No es mi dolor el que siento, sino el suyo. Luego, está esa sensación de no poder hacer lo suficiente, de saberse impotente para arreglar sus problemas o los problemas del mundo.

Una niña en Dahuk, Kurdistán, en un campamento temporal para refugiados yazidí. Todas las fotografías cortesía de Oddny Gumaer.

Una vez, en Mosul, vi a una mujer que gritaba. Eran imágenes de un mundo posapocalíptico: una ciudad en ruinas, polvo flotando en el aire, gente deambulando sin rumbo. Y allí estaba esta mujer que gritaba y gritaba. Aunque no entendía lo que decía, algo me llevó a acercarme.

“¿Qué le pasa?”, pregunté. Me dijeron que estaba como loca porque su casa se había derrumbado durante un bombardeo, y sus cuatro hijos habían muerto bajo los escombros. Sus cuerpos permanecían allí, y ella pedía ayuda para recuperarlos y darles debida sepultura.

“No tenemos tiempo de recuperar los cuerpos de personas fallecidas; debemos rescatar a los que siguen vivos”, le dijeron. 

La mujer siguió gritando. Pensé cómo habría reaccionado yo si mis tres hijas hubieran quedado sepultadas bajo las ruinas de mi casa; hubiera enloquecido, igual que ella. Me acerqué y puse mis brazos a su alrededor; era lo único que podía hacer. Me apartó de su lado y se alejó, sin dejar de gritar.

Ante el horror de estas escenas, hay momentos en los que les deseo la muerte, una muerte dolorosa, a los responsables de estos actos; siento un impulso irrefrenable de hacer que esas personas sufran por los crímenes que cometieron. Tal parece que estamos programados para este tipo de reacción: si se comete una injusticia, queremos venganza.

Oddney y su esposo, Steve, en frente de unos edificios de apartamentos que fueron bombardeados por el ejército ruso en Irpin, cerca de Kiev.

Pero mi deseo de venganza se desvanece rápidamente. “La antigua ley del ojo por ojo deja a todos ciegos”, como citó Martin Luther King, Jr. También lo dijo Jesús, por supuesto, cuando nos enseñó a no enfrentar a quien nos hace daño, sino a poner la otra mejilla. La violencia engendra violencia; devolver mal por mal perpetúa un ciclo de venganza sin fin.

Entiendo cómo se da esta dinámica. Lo entiendo perfectamente cuando estoy cómodamente sentada en el living de mi casa, donde no hay guerra ni enemigos que ataquen a mi país o a mi familia. Los principios de la no violencia son parte de mi identidad y lo fueron a lo largo de los años en que marché por la paz, actué como lobista ante organismos de poder y defendí la democracia firmando peticiones o usando camisetas con eslóganes políticos.

Sin embargo, al encontrarme con un pueblo reducido a escombros, mis convicciones tambalean ante tanta muerte y destrucción. Las paredes acribilladas a balazos dan testimonio de la brutalidad del ataque, y un osito de peluche tirado entre los escombros es símbolo de la infancia perdida. He sabido de tanques que aplastan automóviles por pura diversión y de soldados que violan muchachas. Ante tales atrocidades, mi compromiso con la no violencia es puesto a prueba.

En momentos así, fueron las víctimas quienes me señalaron la dirección correcta. Hace tiempo estuve en un escondite en la selva de Myanmar donde un grupo de rohinyás vivían en constante temor de ser descubiertos, después de que los soldados del gobierno redujeran a cenizas su aldea. Cuando les pregunté si los odiaban, su respuesta me dejó perpleja: “No podemos odiarlos; si lo hiciéramos, seríamos igual que ellos”. Para los rohinyás, el camino a su supervivencia pasaba por el perdón. 

Una niña en Jersón, bajo la ocupación rusa. Después, la zona fue afectada cuando la presa de Kajovka se desplomó e inundó varios pueblos.

Le pregunté a un guardia bengalí por qué, a pesar de tener dificultades económicas propias, Bangladés había decidido acoger a un número considerable de rohinyás que huían del genocidio perpetrado por el gobierno de Myanmar. Nunca olvidaré su respuesta: “Nosotros también hemos sufrido mucho; conocemos su dolor porque lo hemos vivido en carne propia. Es natural que ahora brindemos refugio a quienes atraviesan situaciones tan dolorosas”.

A pesar de ser víctimas de constante persecución, la población karen de Myanmar celebra regularmente servicios de acción de gracias. Le pregunté a una mujer de esa etnia por qué estaban agradecidos siendo que su vida estaba cargada de desdicha, y me respondió: “Tenemos mucho que agradecerle a Dios. Estamos vivos. Hoy tuvimos comida. Cesaron las lluvias”.

Cuando visito pueblos en la región de Donetsk, en Ucrania, encuentro un espíritu similar. La zona ha estado en conflicto desde el año 2014, y el ruido de las explosiones retumba en el aire durante el día. “He llorado durante días”, dice una joven madre con dos pequeños. “Lloro porque se están matando entre hermanos. No odio a los rusos, pero ahora nos vemos obligados a pelear contra ellos”.

Un soldado ucraniano de veintiséis años manifiesta su rechazo a disparar contra los rusos. “Me gustaría que simplemente volvieran a sus hogares, con sus esposas e hijos. No me gusta matar seres humanos. La primera vez que maté a un hombre de un disparo, me asaltó el pensamiento de que era simplemente un hombre igual que yo”.


Traducción de Nora Redaelli