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CajaEspiritualidad anabautista del siglo XVI
La visión anabautista fue formada mediante una relectura del Nuevo Testamento en comunidades de fe que se preguntaban: ¿Cómo ser obedientes al evangelio de Cristo?
por John Driver
jueves, 09 de junio de 2022
El movimiento anabautista histórico del siglo XVI heredó mucho de la espiritualidad medieval monástica; en especial, su visión y actitud dualistas sobre las relaciones entre la iglesia y el mundo. Pero, esencialmente, los anabautistas rechazaron la larga tradición litúrgico-sacramental y las formas jerárquicas de vida eclesial y, en cambio, promovieron un intenso estudio bíblico en comunidades fraternales con sentido de vocación hacia la misión y al discipulado, junto a la visión de libre albedrío que esto implicaba.
La visión anabautista fue formada mediante una relectura del Nuevo Testamento en comunidades de fe que, más que enfatizar una vida contemplativa de meditación y oración —según el enfoque católico medieval—, o la sana doctrina —según la visión protestante clásica—, se preguntaban: ¿Cómo ser obedientes al evangelio de Cristo?
Aunque el monasticismo y anabautismo tenían mucho en común, sus visiones diferentes sobre la comunidad cristiana derivaron en diferencias de espiritualidad. En lugar de un misticismo un tanto ultramundano y abstracto, los anabautistas enfatizaban la práctica de la obediencia, el amor, la integridad de fe y las obras. (Para los anabautistas, la vida cristiana se trataba más de la «obediencia de la fe» que de la «justificación por la fe».) No era tanto el cultivo del alma mediante una práctica contemplativa altamente introspectiva sino el cultivo de una vida de oración, paz, integridad de vida, humildad y convivencia radical: una búsqueda Cristo-céntrico con el fin de conocer y adorar a Dios. La espiritualidad anabautista era un don, una gracia otorgada por el Espíritu, no un logro del esfuerzo humano.
Aunque el movimiento anabautista en el siglo XVI era bastante heterogéneo, hubo relativamente poco interés en la contemplación solitaria, en la introspección, en prácticas ascéticas. Lo que más les interesaba era una nueva vida mediante una regeneración que era obra de la maravillosa gracia de Dios mediante la integridad de la fe y la obediencia, del individuo y la comunidad, de servicio y el testimonio. La espiritualidad anabautista se centraba en el Espíritu Santo, aún en los casos de los más «biblicistas» como Baltasar Hubmaier y Menno Simons.
Una espiritualidad inspirada en el protagonismo del Espíritu de Cristo
Todos los sectores del movimiento anabautista en siglo XVI se inspiraban en una pneumatología viva. Insistían en que el Espíritu Santo tenía que hacer su obra en los corazones de las personas a fin de iniciar y sostener una vida de fe. Baltasar Hubmaier, uno de los anabautistas menos «pneumáticos» hablaba de tres bautismos: un bautismo del Espíritu; un bautismo en agua; y un bautismo de sangre.
La participación del Espíritu de Dios también era fundamental para la interpretación de las Escrituras. Los anabautistas solían ser más «espirituales» en su interpretación bíblica que otros movimientos de reforma en el siglo XVI. Los protestantes clásicos enfatizaban notablemente más la Palabra objetiva y exterior, mientras que los anabautistas daban también mucha importancia a la Palabra subjetiva e interior.1
La búsqueda del poder del Espíritu para la interpretación de las Escrituras por parte de personas sencillas y sin letras era una forma de protesta contra el monopolio de las iglesias establecidas que reducían el derecho a la interpretación bíblica al rol del magisterio y del clero. (Este último dependía del poder sacramental en el catolicismo y del poder de la erudición intelectual en el protestantismo clásico.)
Testimonios procedentes de todas las regiones donde surgió el movimiento anabautista enfatizaron que los bautistas creían que sin el bautismo del Espíritu no se podía comprender la letra de las Escrituras. Por su parte, los luteranos acusaron a los anabautistas de ser «espiritualistas antinomios» en la tradición de Tomás Muntzer.
La discusión entre Martín Lutero y Tomás Muntzer —el reformista radical en tierras luteranas de tendencias marcadamente «pneumáticas»— ofrece un ejemplo de sus posturas. Muntzer asignaba a las Escrituras un valor preparatorio, a fin de «matar al creyente para que así éste pudiera despertar a la palabra interior y responder al Espíritu […] Sin el Espíritu interior nadie será capaz de decir nada verdaderamente profundo acerca de Dios, aunque haya tragado cien Biblias».2 A esto, Lutero respondió que tampoco «confiaría en Muntzer, aún si se tragara al Espíritu con todo y plumas».3
Los anabautistas no identificaban, sin más, la Palabra de Dios con las Escrituras. Insistían que es la «Palabra interna» —la voz del Espíritu de Dios— es la que otorga valor a la «Palabra externa» de las Escrituras. Para los anabautistas, las Escrituras eran muy importantes para conocer la voluntad de Dios, pero no absolutamente imprescindibles. En esto se distinguían de los protestantes clásicos.
Entre las principales claves hermenéuticas anabautistas estaba la siguiente: para la interpretación correcta de las Escrituras se hace necesario el activo protagonismo del Espíritu Santo en la convivencia radical de la comunidad creyente reunida para escudriñar las Escrituras a fin de hallar caminos de obediencia en su discipulado.
Esta práctica de recurrir a la intervención del Espíritu para la interpretación bíblica condujo a que sus lecturas anabautistas de los textos bíblicos no siempre fueron tan literalistas como podrían desear algunos de sus contemporáneos dentro y fuera del movimiento. Por ejemplo, el énfasis anabautista anticlerical y en la igualdad básica de todos los miembros de la comunidad creyente estaba basado más en una lectura espiritual de las Escrituras que sólo en la letra objetiva. Lo mismo podría decirse de la clara disposición anabautista a reconocer los ministerios de las mujeres en sus comunidades de fe, a diferencia marcada de las iglesias establecidas.
Casi todos los cristianos en el siglo XVI pensaban que vivían en los últimos tiempos. Los anabautistas concebían la era en que vivían como del derramamiento del Espíritu de Dios sobre la humanidad. Debido a este fuerte énfasis sobre la actividad del Espíritu Santo, los anabautistas estaban abiertos —en algún grado— a la posibilidad de la continuación de la obra reveladora del Espíritu Santo. Ellos creían estar viviendo una era histórica radicalmente nueva, la era del Espíritu, que habría de anteceder al fin de la historia. Esta visión les permitía interpretar los duros sufrimientos que padecían en manos de sus perseguidores como «los dolores de parto» que anuncian la culminación de la historia.
Una espiritualidad con una visión eclesiológica comunitaria
En su visión de la iglesia, el anabautismo del siglo XVI se distinguió notablemente tanto del catolicismo como del protestantismo clásico establecidos. En catolicismo definía a la iglesia como una «comunión sacramental», o comunidad de salvación, en la que la gracia era comunicada mediante los sacramentos de la iglesia. El protestantismo clásico definía a la iglesia por la proclamación del evangelio en su pureza y la celebración correcta de los sacramentos.
En ambas definiciones, se consideraba que la iglesia verdadera era fundamentalmente invisible —compuesta por los elegidos y conocida sólo por Dios— y futura —a ser manifestada solo al fin de la historia—. De esta manera se perpetuaba el legado de agustiniano proveniente de la lucha de los católicos contra los donatistas en los siglos 4 y 5. Llamativamente, para que haya iglesia —tanto para católicos como para protestantes clásicos— sólo se requería la función del clero.
Sin embargo, en marcado contraste, los anabautistas insistían en que la iglesia era una comunidad concreta y visible, el cuerpo de Cristo presente en el mundo. Su eclesiología visible determina, en buena parte, las formas visibles que toma su espiritualidad.
Para sus «definiciones» sobre la iglesia, los anabautistas necesitaban listas notablemente más largas que las iglesias establecidas. Es interesante que Lutero, posiblemente sin proponérselo, dio una de las mejores definiciones de esta clase de iglesia,4 la cual incluye los siguientes elementos:
- Comunidad de participación libre y voluntaria.
- Comunidad de fe y vida.
- Comunidad edificante y misional.
- Comunidad de responsabilidad mutua.
- Comunidad de compartir generoso.
- Comunidad espiritual.
Menno Simons —el reformador radical del siglo XVI en los Países Bajos— elaboró la siguiente lista de marcas de una iglesia verdadera:
- La enseñanza salvífica y no adulterada de la Palabra.
- El uso escritural de los sacramentos.
- La obediencia a la Palabra de Dios manifestada mediante la santidad de vida.
- El amor sincero y no fingido para los demás.
- La confesión fiel del nombre, la voluntad, la palabra, y la ordenanza de Cristo «frente a toda crueldad, tiranía, tumulto, fuego, espada, y violencia del mundo».
- La cruz de Cristo asumida libremente por todos sus discípulos mediante su testimonio y su palabra.5
Estas listas indican, entre otras cosas, que no es tan sencillo definir escuetamente la naturaleza y la misión de la iglesia. Se requieren listas más largas de las «notas» de la iglesia. En el caso de los anabautistas del siglo XVI, los símbolos o signos eclesiales con que ellos celebraban su visión de iglesia nos ayudan a captar una visión más clara de su espiritualidad. Esto signos son: el bautismo, la amonestación fraterna, la cena del Señor, la ayuda mutua.
1. El bautismo El término «anabautista» era un insulto utilizado por los adversarios del movimiento. Ellos mismos hubieran preferido que los llamaran «hermanos y hermanas». Pero al escoger el término «anabautista» sus enemigos acertaron lo que era fundamental en esta confrontación. Si los hermanos hubieran estado dispuestos a enfatizar el bautismo interior del Espíritu sin el bautismo en agua no hubiera existido un movimiento anabautista. La tentación de espiritualizar el signo del bautismo en agua era muy grande, ya que lo que estaba en juego era la vida o la muerte. Fue la decidida insistencia en este símbolo —con la realidad espiritual y social que representaba— lo que aseguró la existencia de esta alternativa eclesiológica visible y concreta en la historia que conocemos como anabautismo.
- Para los anabautistas, el bautismo interior del Espíritu requería un signo exterior y visible, un bautismo en agua que significaba:
- Una confesión pública de los pecados propios y una declaración de su arrepentimiento sincero delante de la congregación.
- Un testimonio de fe en Jesucristo que perdona los pecados.
- Una incorporación en la comunión de la iglesia.
- Un compromiso a asumir responsabilidades fraternales de amonestación y ayuda mutua.
- Una comisión a participar en la misión evangelizadora de Dios en el mundo.
Los anabautistas primitivos fueron la primera comunidad eclesial en más de mil años (desde Constantino) en relacionar estrecha y explícitamente los votos bautismales de los creyentes con la vocación misional de la iglesia. A diferencia de las órdenes misioneras dentro del catolicismo, donde la comisión misional está limitada a los que han recibido «órdenes» de la iglesia, los anabautistas aplicaron la gran comisión de Jesús a todos los miembros de la comunidad de fe en base a sus votos bautismales.
El bautismo en agua también era símbolo de «entrega» (gelassenheit):
- Entrega interior a Cristo y su causa.
- Entrega al Cuerpo de Cristo, la iglesia, con lo que uno es y lo que uno tiene («someterse unos a otros en el amor de Cristo»).
- Entrega a sufrir por amor a Cristo y a los hermanos y hermanas.
El bautismo significaba un traslado desde el mundo, con sus valores y lealtades, hacia el cuerpo de Cristo (la iglesia), con nuevos valores y lealtades. Se trataba de un cambio de reinos y de señores.
Cuando se interrogaba a los anabautistas encarcelados en cuanto a la razón por su bautismo, la respuesta solía ser muy sencilla y en este orden: por obediencia al mandato bíblico a creer y ser bautizado.
El bautismo era para los anabautistas, fundamentalmente, un compromiso asumido ante la comunidad creyente y en ese compromiso se basaba su convivencia radical en el seguimiento de Jesucristo. El bautismo era señal exterior de una transformación y compromiso interior. Su «obediencia a la fe» incluía no sólo el testimonio interior del Espíritu sino también un testimonio exterior y un compromiso a una vida nueva en comunidad, conjuntamente con otros que habían hecho los mismos votos.
La visión anabautista sobre la salvación era comunitaria, social, relacional, más que simplemente interior e individualista. Para ellos, la iglesia verdadera era una comunidad visible con signos exteriores de transformación interior. El anabautismo llegó a ser un movimiento debido a la convicción que las realidades interiores y exteriores de la espiritualidad no podían separarse.
3. Amonestación fraterna. Entre los anabautistas del siglo XVI, la enseñanza de Jesús en Mateo 18.15-20 era visto como una alternativa evangélica, no-violenta y compasiva a la manera tradicional en que los conflictos interpersonales eran tratados en la sociedad del siglo XVI (por el estado, ejerciendo el poder para castigar; o por la iglesias establecidas, ejerciendo el poder también para castigar mediante penalidades eclesiásticas impuestas o la entrega de los malhechores al brazo secular para el castigo correspondiente.
Aunque no siempre ha sido así entre los herederos de los anabautistas del siglo XVI, esta clase de disciplina es muy diferente a la que generalmente se ejerce para corregir al ofensor. Desde esta perspectiva, la disciplina de la iglesia (por la semejanza de los términos, la «disciplina» debería relacionarse al proceso «discípulos») consiste en ayudar al hermano a ser el discípulo de Jesucristo que manifestó querer ser según su declaración bautismal.
Para los anabautistas del siglo XVI, la restauración de la iglesia no sería completa hasta que sus miembros se comprometieran libre y conscientemente a ser esta clase de iglesia y, mediante el bautismo, a ejercer una disciplina comunitaria y restauradora.
El propósito de esta clase de disciplina no era la exclusión del ofensor sino su auténtica evangelización. Según Hubmaier, se restauraba al ofensor «con alegría, como un padre recibe a un hijo perdido», refiriéndose a Lucas 15.6
Para que esta clase de disciplina fuera eficaz, se precisaba una convicción común: que la vida exterior de la persona refleja fielmente su condición interior. Si una fe que salva es, en esencia, conocida sólo por Dios, y por eso es invisible, entonces no tendría sentido ejercer una disciplina mutua. Pero cuando se consideran las partes interior y exterior de la vida como dos caras de una misma moneda, la disciplina resulta restauradora. Para los anabautistas la disciplina tomaba el lugar del rito de confesión, contrición, penitencia, y absolución del catolicismo. (En el luteranismo se esperaba que la proclamación de la Palabra surtiera este efecto.) Visto desde una perspectiva corporativa, la disciplina era la forma concreta que tomaba la gracia de Dios para restaurar continuamente a su iglesia.
3. La cena del Señor. Los anabautistas concibieron la cena del Señor como conmemoración de la muerte sacrificial de Cristo. En esto fueron herederos ideológicos de una larga tradición medieval europea anti-sacramentaria y, luego, de Erasmo y de Zwinglio. Pero esta dimensión de ninguna manera agotaba para ellos el significado de este símbolo.
Aún antes de los comienzos formales del movimiento anabautista en Zurich, los disidentes suizos —inspirados inicialmente inspirados por el programa reformista de Zwinglio, pero luego crecientemente decepcionados por lo que ellos consideraban una contemporización con las autoridades civiles al ponerlo en marcha— habían formulado algunas ideas para una desacralización radical de la cena del Señor.
Unos cuatro meses antes del primer bautismo anabautista, varios de los más allegados a Zwinglio se habían expresado sobre la celebración de la cena del Señor de la manera siguiente:
Debe utilizarse pan corriente […] Además debe usarse un vaso común [… Eso] nos mostraría que somos un sólo pan y un sólo cuerpo y que somos y queremos ser verdaderos hermanos entre nosotros […] Porque la Cena es una muestra de comunión, no una misa ni un sacramento […] Debe ser celebrada […] con frecuencia.7
Hubmaier decía que:
el hombre que conmemora la cena de Cristo y que contempla los sufrimientos de Cristo con firme fe, agradecerá a Dios también esa gracia y bondad y se someterá a la voluntad de Cristo. Pero esa voluntad es que así como él fue con nosotros, así debemos ser nosotros con nuestro prójimo, y que debemos entregar nuestro cuerpo, vida, bienes y sangre por amor a él. Esa es la voluntad de Cristo.8
Este enfoque horizontal estaba ampliamente difundido. Hallamos una interpretación similar en las Reglas de orden congregacional:
La cena del Señor se celebrará cada vez que los hermanos y las hermanas se reúnan, proclamándose así la muerte del Señor y exhortando de esta manera a todos a conmemorar cómo Cristo dio su cuerpo y derramó su sangre por nosotros, a fin de que nosotros también estemos dispuestos a brindar nuestro cuerpo y vida por amor a Cristo, lo que significa: por amor a todos nuestros semejantes.9
En relación con esta interpretación, la traducción de la Nueva Biblia Española de 1 Corintios 11.23-24 dice así: «Porque lo mismo que yo recibí y que venía del Señor os los trasmití a vosotros: que el Señor Jesús, la noche en que iban a entregarlo, cogió un pan, dio gracias, lo partió y dijo: «Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros; haced lo mismo en memoria mía».
A los que estamos acostumbrados a las interpretaciones tradicionales de la cena del Señor, esta traducción tiende a sorprendernos. Sin embargo, concuerda perfectamente bien con la visión radical anabautista de la Cena.
Mediante el bautismo en agua se da testimonio de haber tomado con toda seriedad el mandato a amar a Dios por encima de todas las cosas —que uno ha muerto para sí mismo y resucitado a una nueva vida en Cristo—. En la cena del Señor se da testimonio de haber tomado con toda seriedad el mandato a amar al prójimo como a uno mismo. Este concepto horizontal de la Cena, como respuesta a la gracia de Dios y como compromiso a amar como Dios ama, es característicamente anabautista en contraste con otros conceptos tradicionales.
4. La ayuda mutua. Desde los comienzos del movimiento anabautista, la participación en el Cuerpo de Cristo implicaba una lealtad absoluta a Cristo en cuestiones sociales, económicas y políticas (¡que son también espirituales!) en el contexto de la convivencia radical en comunidad de fe.
La vida en las comunidades anabautistas era inspirada y facilitada por el Espíritu de Cristo y ordenada según el modelo de Jesús y sus apóstoles. Esto implicaba que las relaciones económicas en la iglesia no serían como las del mundo: los anabautistas rechazaban las distinciones jerárquicas que caracterizaban las relaciones sociales tradicionales.
Entre los anabautistas del siglo XVI se adoptaron dos formas clásicas de organización económica: las comunidades huteritas eran sistemáticamente estructuradas, y las comunidades suizo-alemanas tenían estructuras económicas más informales pero no menos reales. En los dos grupos se notaba el mismo Espíritu motivador, los mismos resultados comunitarios concretos de ayuda mutua y las mismas actitudes de desapego hacia los bienes materiales. De hecho, ambos grupos fueron percibidos por las autoridades de su época como amenazas sociales y, entre otras cosas, fueron perseguidos por considerarlos «comunistas» y «fanáticos» peligrosos.
Las relaciones económicas entre las comunidades suizoalemanas están reflejadas en el artículo cinco de las Reglas de orden congregacional:
Ninguno de los hermanos y hermanas de esta comunidad debe tener algo propio sino – como los cristianos en el tiempo de los apóstoles – tener todo en común y reservar en forma especial un fondo común, del cual se podrá prestar ayuda a los pobres de acuerdo con las necesidades de cada uno. Y, como en la época de los apóstoles, no permitirán que ningún hermano pase necesidades.10
Entre los anabautistas del siglo XVI existía cierta nivelación social. Abandonaron el uso de títulos de honor para referirse a aquellos que ejercían algún ministerio en la iglesia. La siguiente carta de Conrado Grebel a Tomás Muntzer nos ofrece un ejemplo de esta convicción: «Amado hermano Tomás: Por amor de Dios, no te admires de que nos dirijamos a ti sin título y te roguemos como a un hermano que sigas manteniendo correspondencia con nosotros.»11 Muntzer, al igual que Grebel, poseía una licenciatura, pero los anabautistas evitaron intencionalmente mencionar títulos para dirigirse o referirse a alguien, ya que eso hubiera perpetuado distinciones sociales entre clero y laicos, entre personas cultas y sin letras.
Extracto de Convivencia radical: Espiritualidad para el siglo XXI.
Notas
- Véase Walter Klaassen, Selecciones teológicas anabautistas, Herald Press, Scottdale, 1985, pp. 111, 112, 114-115. Tanto Hans Denck, sud-alemán de orientación más humanista, como Ulrich Stadler, vocero de los huteritas austriacos, concuerdan este punto.
- George H. Williams, La reforma radical, Fondo de Cultura Económica, México, 1983, p. 907.
- Cornelius J. Dyck, Introducción a la historia menonita, Semilla, Guatelmala, 1996, p. 33.
- John Howard Yoder (copilador), Textos escogidos de la reforma radical, La Aurora, Buenos Aires, 1976, pp. 85-86. Este texto es parte de su prefacio a la «Misa alemana y ordenamiento del servicio divino», escrito en 1526. Allí Lutero dice lo siguiente: «[…] la verdadera naturaleza que debería tener el orden evangélico […consiste de] aquellos que desean con seriedad ser cristianos y confesar el evangelio con mano y boca, deberían anotarse con su nombre y reunirse […] para orar, para leer, para bautizar, para recibir el sacramento y practicar otras obras cristianas […] podría imponerse también un limosna común a los cristianos, que se daría voluntariamente y se repartiría entre los pobres, según el ejemplo de Pablo […] y orientar todo hacia la palabra, la oración, y el amor […] si contara con […] personas que desearan seriamente ser cristianos, no se tardaría en establecer […] las formas […] Pero no puedo […] porque aún no cuento con gente y con personas para eso», p. 86.
- Leonard Verduin, trad., y J. C. Wenger, ed., The Complete Writings of Menno Simons, Herald Press, Scottdale 1956, pp. 739-741.
- Walter Klaassen, op. cit., p. 179.
- John Howard Yoder, op. cit., pp. 135-136.
- Ibid., p. 185.
- Ibid., p. 166.
- Ibid., p. 165.
- Ibid., p. 133.