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    children dancing at the Alm Bruderhof

    Eberhard Arnold y la fundación del Bruderhof

    Una reflexión sobre su vida y obra escrita por su nieto

    por Johann Christoph Arnold

    lunes, 25 de julio de 2022
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    Eberhard Arnold suscitó un gran interés como escritor y conferenciante en su tiempo, pero sigue siendo en gran parte un desconocido para la gente de nuestros días. Sin embargo, un pequeño pero creciente número de lectores están descubriendo la importancia de su obra, que, según palabras de Thomas Merton, «incita al arrepentimiento y a la renovación».

    Aunque era mi abuelo, no llegué a conocerlo. Murió a la edad de 52 años, cinco años antes de que yo naciera, pero siento como si siempre lo hubiera conocido, tanto por los brillantes recuerdos que mi abuela guardaba de su vida con él, como por sus libros, bastante subrayados, que heredó mi padre.

    Más que como escritor, filósofo y teólogo, Eberhard Arnold fue querido sobre todo por su humildad, su amistad paternal y su profunda fe. Nació en 1883, como descendiente de varias generaciones de profesores universitarios, pero su vida fue muy poco convencional. En un tiempo y lugar donde la iglesia y el estado no estaban en modo alguno separados, renunció a lo que podría haber sido una brillante carrera al dejar la iglesia estatal a la edad de 25 años. A los 37 ya había abandonado por completo la vida de clase media. Y pasó los últimos quince años de su vida en el Bruderhof (literalmente: «lugar de hermanos»), la comunidad religiosa que había fundado en 1920; pero mantuvo su actividad —con viajes, conferencias y escritos— hasta el momento de su muerte en 1935.

    Los lectores de nuestros días tienen acceso a una parte muy pequeña de sus escritos: en inglés sólo se ha publicado un reducido número de los miles de ensayos, charlas y cartas que nos legó. En cierto modo, sin embargo, esto no habría sido para él causa de consternación: especialmente hacia el final de su vida, hablaba a menudo de sus incapacidades y señalaba, en cambio, la actuación del Espíritu Santo. No obstante, no podemos dejar que su testimonio, por pequeño que sea, pase desapercibido. Sus intuiciones sobre la condición humana son hoy tan importantes como lo fueron a principios de la década de 1920, y su llamado al discipulado suena hoy tan auténtico como entonces.

    Foto de una familia del novecientos

    Eberhard y Emmy Arnold con tres de sus hijos en 1915. Todas las imágenes cortesía del Bruderhof Historical Archives

    ¿Cuál fue su mensaje y cómo llegó a su fe radical? La mejor respuesta son unas palabras que él mismo pronunció en 1933:

    En mi juventud traté de guiar a las personas a Jesús mediante el estudio de la Biblia y por medio de conferencias, charlas y debates. Pero llegó un momento en que comprendí que eso ya no era suficiente. Empecé a ver el enorme poder de mamón,1 de la discordia, del odio y de la espada: la bota cruel del opresor sobre el cuello de los oprimidos. Entendí que la dedicación al alma sola no cumplía todos los mandamientos de Jesús: él quería que cuidáramos también de los cuerpos de las personas.

    De 1913 a 1917, mi esposa Emmy y yo buscamos penosamente una comprensión de la verdad. Poco antes del estallido de la guerra, le había escrito a un amigo diciéndole que no podía continuar. Había predicado el evangelio, pero sentía que tenía que hacer algo más. La causa de Jesús era algo más que un simple encuentro de almas individuales; ¡tenía que convertirse en una experiencia de vida verdadera y tangible. Por eso nos pusimos a buscar en todas partes: no sólo en los escritos antiguos —en el sermón del monte y otras Escrituras—, sino también en libros sobre la clase trabajadora y su opresión por el orden económico y social. Queríamos encontrar el camino de Jesús, de Francisco de Asís, el camino de los profetas.

    Los años de la guerra trajeron consigo horrores inolvidables. A un joven oficial le amputaron las dos piernas. Cuando regresó a casa de su novia, esperando recibir el cuidado amoroso que tanto necesitaba de ella, ésta le dijo que se había comprometido para casarse con un hombre con un cuerpo sano.

    Después llegó a Berlín una época de hambre. La gente comía nabos por la mañana, por la tarde y por la noche. Y cuando pedían a las autoridades dinero o comida, les decían que comieran más nabos. Al mismo tiempo, las familias «cristianas» acomodadas que vivían en el centro de la ciudad podían criar vacas y beber la leche que producían. En 1917 pude ver cómo un caballo caía muerto en la calle. Los hombres que estaban cerca arrastraron con violencia al jinete y cortaron trozos de carne del cuerpo aún caliente del caballo; ¡tenían que llevar algo que comer a sus mujeres e hijos! Los niños muertos eran transportados por las calles envueltos en papel periódico; no había tiempo ni dinero para ataúdes.

    Durante ese tiempo fue cuando visité a una mujer que vivía en el sótano de un edificio. El agua se filtraba por los muros, y la única ventana que había en la habitación estaba cerrada, porque daba a la calle. Padecía tuberculosis, pero no tenía medios para permanecer aislada; sus familiares vivían con ella en la misma habitación. Me ofrecí para encontrarle otro lugar donde vivir, pero no quiso: quería morir donde siempre había vivido. ¡Y su aspecto ya era el de un cadáver!

    Poco a poco, Emmy y yo llegamos a ver con claridad que el camino de Jesús era práctico y tangible. Era algo más que la preocupación por el alma. Nos enseña, con toda sencillez: Si tienes dos mantos, da uno al que no tiene. Da comida al hambriento y no des la espalda al prójimo cuando te necesita. Cuando te pidan una hora de trabajo, ofrece dos. Lucha por la justicia. Si quieres casarte y formar una familia, entonces procura que los que te rodean puedan hacer lo mismo. Si buscas educación y trabajo, consigue que otros también puedan disponer de ello. Y si tu deber es cuidar tu propia salud, cumple también este deber con los otros. Trata a los demás como quieres que te traten a ti. Entra por la puerta estrecha, porque éste es el único camino hacia el reino de Dios.

    Comprendimos que teníamos que hacernos tan pobres como los mendigos y que, como Jesús, teníamos que tomar sobre nosotros mismos todas las necesidades de los seres humanos. Debíamos tener más hambre y sed de justicia que de pan y de agua. Sabíamos que seríamos perseguidos por causa de esta justicia, pero nuestra justicia sería mayor que la de los moralistas y los teólogos. Y estaríamos llenos del fuego que procede de lo alto: recibiríamos el Espíritu Santo.

    Mi abuelo practicó lo que predicó, y hacia 1920 él y mi abuela, con cinco niños pequeños, abandonaron el acomodado barrio de Berlin-Steglitz para vivir en una ruinosa casa de campo en la cordillera del Rhön. Este paso fue mucho más que un simple cambio geográfico; fue un cambio radical de vida. Aunque los años siguientes iban a ser de extrema pobreza, los Arnold nunca volverían a echarse atrás por motivos económicos. El sermón del monte no era un mero ideal, sino una forma de vida. A partir de ese momento, su casa estaría abierta a los desposeídos; sus vidas se consumirían en la solicitud no sólo por las almas, sino también por los cuerpos.

    Gente comiendo en una veranda

    La comunidad en Sannerz almuerza en la veranda de la villa

    Para sus amigos esto era una locura; para ellos era una «oportunidad para el amor y la alegría». Pero, por muy temerario que pueda parecer, su abandono de Berlín —como antes su salida de la iglesia estatal— fue un paso dado en la fe; o más bien, como mi abuela dijo muchas veces, un salto de fe:

    No teníamos sustento económico de ninguna clase para realizar nuestros sueños de empezar una nueva vida. Pero eso no cambió nada. Era el momento de dar la espalda al pasado y empezar de nuevo... de quemar todos nuestros puentes y poner toda nuestra confianza en Dios, como las aves del cielo y las flores del campo. Esta confianza iba a ser nuestro fundamento —a nuestro parecer, el fundamento más seguro— sobre el cual construir.

    La búsqueda espiritual de Eberhard había empezado años antes, cuando, siendo adolescente y mientras pasaba unas vacaciones de verano en casa del primo de su madre, empezó a leer el Nuevo Testamento. Este pariente, un pastor luterano que se había puesto de parte de los tejedores locales durante un conflicto laboral, le produjo una profunda impresión. Antes de regresar a su casa, cayó en la cuenta de que su ropa era mejor que la de muchos de sus compañeros de clase, y de que sus padres, cuando daban una fiesta, invitaban sólo a su grupo de acomodados profesores universitarios, y no a los pobres de la calle. Las preguntas que Eberhard hizo sobre estos asuntos provocaron la ira de su padre, pero eso no lo disuadió. ¿Acaso las palabras de Jesús eran sólo una metáfora? Tarde o temprano tenía que descubrirlo.

    En los años siguientes, se apartó también de sus condiscípulos: tomó tan en serio la fe recién descubierta que buscó a sus antiguos profesores y les pidió perdón por su comportamiento incorrecto y poco honrado. Pero, durante los años de estudiante universitario, su fervor ya no causó desconcierto: el avivamiento religioso de Dwight L. Moody se estaba adueñando de Alemania, y con el entusiasmo por esta causa Eberhard se granjeó pronto la popularidad como escritor y conferenciante.

    Fue por esa época cuando conoció a mi abuela, Emmy von Hollander, a la que sus nietos llamábamos «Oma». Era hija de un profesor de derecho, compartía la procedencia social e intelectual de Eberhard y, como él, participó activamente en el avivamiento espiritual. Un mes después de conocerse, se prometieron en matrimonio. Y permanecieron juntos 28 años, hasta el momento de la muerte de mi abuelo.

    Fue durante aquella época, en 1907, cuando la cuestión del bautismo se planteó como un tema central. Muchos adultos jóvenes sentían que su bautismo había hecho de ellos herederos de una cultura, pero no de una fe; y, como consecuencia, decidieron bautizarse de nuevo. Eberhard aconsejó a Emmy, como solía hacer en estos casos, que examinara todo en oración. Estas cuestiones eran complejas y requerían una atenta consideración:

    A mi juicio, es casi seguro que el bautismo de creyentes es bíblico, pero esta cuestión es complicada, y debemos examinarla lenta y objetivamente. No deberíamos decir nada mientras no hayamos alcanzado una claridad indiscutible. Busquemos con honradez y sin descanso la voluntad de Dios, y actuemos después en consecuencia. Cualquiera que sea nuestra decisión, no nos moveremos ni un milímetro del centro. Lo que necesitamos es a Jesús, ¡y nada más!

    Al final, el estudio concienzudo llevó a la joven pareja al convencimiento de que el bautismo querido por Jesús era un bautismo de creyentes adultos, no de niños, y ambos fueron bautizados en 1908.

    Las consecuencias se hicieron notar rápidamente: a Eberhard se le negó la oportunidad de presentarse a sus exámenes de teología y se le prohibió ver a Emmy durante un año. Este castigo fue doloroso, pero él y Emmy no se esperaban otra cosa. Su bautismo fue una declaración de guerra contra la iglesia del estado, lo cual no era ninguna minucia, y menos aún para un joven cuyo padre era profesor de historia de la iglesia y cuyo apellido era sinónimo de «buena sociedad». Pero, como siempre, él exhortó a Emmy a perseverar en la fe:

    Esta decisión trascendental dará a nuestra vida una dirección claramente definida, cargada de sufrimiento... Sólo el Señor sabe lo que sucederá, pero esto es suficiente. ¡Tengo la certeza de que Jesús nos guiará de una manera excelente!

    Los años siguientes fueron agitados. Eberhard se vio obligado a cambiar su carrera por el estudio de la filosofía. Escribió su tesis sobre Nietzsche y obtuvo el grado de doctor en 1909. Contrajo matrimonio con Emmy aquel mismo año, y su casa pronto se convirtió en lugar de reunión para toda clase de escritores, estudiantes y radicales.

    La guerra estalló en 1914 y, aunque Eberhard fue llamado al frente, lo eximieron al cabo de unas semanas por causa de la tuberculosis que padecía. De todas formas, defendió la causa de la guerra con fervor nacionalista, publicando propaganda como jefe de redacción recién contratado de una revista dirigida por uno de sus amigos de la juventud. Sin embargo, a medida que la guerra se extendió, se sintió cada vez más decepcionado, y hacia 1917 ya era un pacifista convencido.

    Desde antes, su preocupación principal había sido el cuidado del alma, como muestra esta exposición sobre los fines últimos de su trabajo literario:

    El nombre de nuestra casa editorial, Die Furche [«El surco»] debería ser una poderosa advertencia para la profundización interior. Un surco es algo que hay que abrir y arar. No se puede sembrar si antes no se abre el surco. La siembra realizada sólo puede dar fruto allí donde el arado de Dios ha puesto al descubierto la vida interior. La profundización en la vida interior sólo se puede llevar a cabo si se ara con el arrepentimiento —esa revolución y reevaluación interior que conduce a la metanoia—, una transformación fundamental de la mente y del corazón.

    Pero no todos compartían sus ideas, y durante los dos años siguientes resultó claro para él que su llamado ya no era el mismo que el de la casa editorial. Hacia 1919, su insistencia, en que las enseñanzas de Cristo tenían que llevarse a la práctica en la vida diaria, provocó una controversia cada vez más fuerte con los directores de Die Furche. Emmy escribe:

    Siempre había tensiones en el trabajo. Todos podían apreciar la confusión de los jóvenes, resultado de los sufrimientos de la guerra y la confusión de la revolución. Pero, mientras algunos querían hacer que los jóvenes volvieran al camino trillado del pietismo, otros —Eberhard entre ellos— veían los acontecimientos públicos de una manera totalmente nueva. Habían aprendido una lección de las escandalosas desigualdades entre ricos y pobres, de la psicosis de guerra que con tanto padecimiento habían observado. Ellos creían que tenían que recorrer un camino totalmente distinto: el camino de Jesús, el camino del sermón del monte.

    Pero ya no podíamos seguir llevando por más tiempo la vida que estábamos viviendo.

    Adultos bailando en una ronda

    Eberhard y unos jóvenes bailan en una conferencia del movimiento juvenil, Stuttgart, Alemania, 1922

    Los años siguientes trajeron consigo un cambio social general. Al igual que los hippies americanos se rebelaron contra la opulencia egoísta de sus padres durante la guerra de Vietnam, los jóvenes en los años de la república de Weimar volvieron la espalda al conservadurismo social y a las pretensiones aristocráticas del fracasado imperio prusiano.

    Miles de ellos abandonaron la ciudad para ir a vivir al campo, vagando por granjas y montañas en su búsqueda de la verdad y del sentido de la vida. Sus procedencias eran diversas y no compartían las mismas ideas, pero sí tenían en común la creencia en que las estructuras y convenciones antiguas tenían que morir y dar paso, finalmente, a algo nuevo. Y aunque muchos de ellos pronto cayeron en el hedonismo y la decadencia moral que caracterizaron los años de la posguerra, otros, como mis abuelos, vieron en el Movimiento Juvenil2 una afirmación de su búsqueda espiritual de totalidad.

    El Movimiento Juvenil buscó respuestas a las preguntas de la vida en la simplicidad de la vida rural, en los árboles, montañas y praderas, en la poesía y literatura de los románticos. Rechazaron el craso materialismo de las ciudades, en favor de la vida rural, con los sencillos placeres de los bailes populares y las caminatas, y dieron la espalda a la esterilidad de la vida en las fábricas para abrazar el trabajo duro —y el hedor— de las granjas. Para ellos la ruina de la civilización, tal como la habían conocido, era la prueba de que la humanidad necesitaba de la naturaleza y de Dios.

    "Con amplitud de visión y enérgico atrevimiento, nuestra casa editorial se introducirá en el torrente del pensamiento de nuestros días."

    Pero fue la cuestión de la separación entre lo espiritual y lo material lo que produjo el nacimiento de Sannerz, la comunidad religiosa que mis abuelos fundaron en 1920. Para ellos la vida no se podía vivir en fragmentos. Todo estaba conectado: trabajo y esparcimiento, familia y amigos, religión y política: todas estas realidades tenían que convertirse en una sola cosa. El arrepentimiento no podía producir el cambio en una de las áreas sin afectar las otras. Y si se quería que una esfera de la vida se viese influida y modelada por Dios, entonces todas las demás esferas tenían que verse también influidas por Dios.

    Fue este descubrimiento lo que los llevó a abandonar Berlín para emprender una nueva vida en la empobrecida región agrícola y ganadera de Fulda y abrir sus puertas a músicos, artistas, anarquistas y vagabundos. Si los cristianos del siglo i pudieron vivir las palabras de Jesús, éstas también podían vivirse en el siglo xx; si Cristo pudo derramar su Espíritu sobre la tierra hace dos mil años, también podía hacerlo en la actualidad. Ésta era su fe cuando se aventuraron a fundar una comunidad de trabajo y de bienes: una vida en la que todo pertenecía a todos y a ninguno.

    Esta determinación de aplicar el evangelio de manera práctica llevó a mi abuelo a presentar su renuncia irrevocable en Die Furche durante la primavera de 1920. En junio del mismo año, él y mi abuela se habían mudado a unas humildes habitaciones del Gasthaus Lotzenius, una posada de la pequeña aldea de Sannerz.

    Con todo, al cabo de unas semanas mi abuelo empezó a publicar de nuevo. No tenía dinero y apenas contaba con un personal muy reducido, pero se sentía empujado a difundir tan ampliamente como fuera posible las verdades que él y mi abuela, con el pequeño círculo de personas que se reunían en torno a ellos en Sannerz, habían empezado a descubrir. Eberhard formuló sus pensamientos aquel mes de agosto de la manera siguiente:

    La tarea y misión de nuestro trabajo editorial es proclamar la renovación de vida, hacer un llamado a las gentes para que realicen las acciones de Cristo; propagar el pensamiento de Jesús en medio de la confusión social y nacional; poner en práctica el cristianismo en la vida pública; dar testimonio de la acción de Dios en la historia presente. No es una cuestión eclesial; es una cuestión espiritual. Tenemos que descubrir las fuerzas más profundas del cristianismo y reconocerlas como indispensables en la solución de los problemas cruciales de la cultura contemporánea. Con amplitud de visión y enérgico atrevimiento, nuestra casa editorial se introducirá en el torrente del pensamiento de nuestros días. Su trabajo en ámbitos que son aparentemente neutrales en materia religiosa resultará en relaciones que nos conducirán a las tareas más importantes en nuestra vida.

    Ya en esta etapa, mi abuelo era un escritor conocido. Había escrito muchos libros y artículos y tenía ideas claras para proyectos aún más ambiciosos. Aparte de escribir y pronunciar conferencias continuamente, planeaba publicar una serie de libros dedicados a Zinzendorf, Kierkegaard, Agustín y Dostoievsky, y otros consagrados a las místicas alemanas, a Tertuliano y a los cristianos de los siglos i y ii.

    Sin embargo, en el mes de septiembre su coeditor, Otto Herpel, renunció, incapaz de dar su visto bueno a un documento en el que se afirmaba que en la nueva empresa editorial sólo tendrían cabida aquellos escritores cuyos artículos estuvieran escritos «en Cristo, de Cristo y para Cristo». Incluso para sus mejores amigos, Eberhard se había vuelto «demasiado pietista».

    Pero él apenas se desalentó por estas contrariedades y se entregó de una manera aún más febril a la tarea de construir Sannerz y la casa editorial. Él mismo afirmó que una aparente derrota frente al socialismo partisano y la política religiosa era: «de hecho, una victoria para el espíritu determinante del sermón del monte».

    Sannerz creció rápidamente en los dos años siguientes. La empresa funcionaba relativamente bien, y se escribieron, editaron y distribuyeron docenas de artículos, folletos y libros. Ahora bien, el trabajo editorial era sólo una parte de la misión de la comunidad. Los fundadores de Sannerz estaban plenamente convencidos de que la comunidad era la solución a todas las cuestiones de la vida; la vida comunitaria hacía frente y daba plena respuesta a todos los asuntos económicos, sociales, educativos, políticos y sexuales. Más aún, la producción editorial de los primeros años de Sannerz fue asombrosa, si se tienen en cuenta tanto las interrupciones de los dos mil visitantes que llegaron en 1921 como el trabajo que había que realizar en la granja y las tareas domésticas.

    Pero en el verano de 1922 surgieron problemas: mientras estaba de viaje en Holanda le comunicaron a Eberhard por teléfono que los socios de su joven editorial se habían reunido para liquidar la empresa. Le acusaban de irresponsabilidad financiera, idealismo e incluso fraude.

    "Podría parecer extraño que un grupo tan insignificante pudiera experimentar sentimientos tan elevados de paz y comunidad, pero así fue en realidad."

    La crisis estalló en torno a la administración de la editorial de la comunidad. Mis abuelos habían dejado Sannerz unas semanas antes para visitar una comunidad hermana en Holanda; pero, mientras ellos estaban fuera, la inflación se había disparado de repente, y les reclamaron de improviso el pago de los préstamos que no habían sido devengados durante meses. Los miembros de la comunidad de Sannerz fueron presa del pánico, pero mis abuelos les aconsejaron que mantuvieran la calma interior. Para ellos las palabras de Jesús sobre los lirios y las aves no eran mera poesía, sino un mandato para la vida de los discípulos.

    Al final, un amigo les sorprendió con un gran sobre de florines que, cuando los cambiaron en marcos, resultaron ser la cantidad exacta que se debía al banco el día siguiente. La inflación había estado de su parte, y mucho más importante, su fe había sido recompensada. Sin embargo, cuando regresaron a casa descubrieron que la editorial había sido liquidada por los mismos amigos que habían dejado a su cargo.

    Unas semanas después, más de cuarenta personas abandonaron Sannerz, todas ellas firmemente convencidas de que no se podía ni se debía mezclar los asuntos espirituales con los temporales. El «experimento» había terminado: la gente era demasiado débil, demasiado humana, demasiado egoísta para vivir por la fe. Pero para mis abuelos Sannerz no había sido un experimento: era un llamado, y ellos se mantendrían aferrados a él.

    Al cabo de unas semanas, se produjo una ruptura completa entre aquellos para quienes la fe era un mero ideal y aquellos otros para quienes era una realidad viva que debía determinar todas y cada una de las decisiones y acciones.

    Además de romper el círculo existente en Sannerz, los que se marcharon dividieron la casa editorial. Se llevaron consigo equipo de oficina y algunos de los libros más vendidos, incluida la revista, que ellos empezaron a publicar con un nombre nuevo sólo unos meses más tarde.

    La crisis fue especialmente dolorosa, debido a las amargas y calumniosas acusaciones con las que muchas personas abandonaron Sannerz. Pero, como reconoció uno de los accionistas durante los procedimientos de liquidación en agosto, Eberhard no había hecho nada fraudulento; todo se reducía a una cuestión de fe frente a las consideraciones económicas: «Lo que separa a Eberhard Arnold del resto de nosotros es su convencimiento de que la fe tiene que determinar todas las relaciones, incluidas las económicas».

    Mujer y hombres mirando papeles.

    Eberhard y algunos miembros del Bruderhof miran galeradas afuera de la editorial

    Algunos años después, un periódico vienés mostró su acuerdo con esta idea cuando afirmó que Eberhard Arnold fue uno de los pocos editores que no sólo publicaron libros religiosos, sino que se atrevieron a aplicar su mensaje en su propia vida. Este era el corazón de su visión. Lo espiritual tiene que penetrar y transformar lo material, porque Cristo no quería sólo palabras, sino hechos: «Sean hacedores de la palabra y no solamente oidores» (NBLH).

    Así pues, mis abuelos rechazaron la idea de que su comunidad era una escapatoria, de que se habían aislado de los problemas de la sociedad. Es cierto que quienes se incorporaron a Sannerz se habían apartado de la corriente principal de la vida moderna, pero sólo en la medida necesaria para poder vivir libres de sus trabas. Su meta última era permanecer como un correctivo en un mundo que había fracasado gravemente: para ser, como dijo Jesús, sal y luz.

    No obstante, mi abuelo nunca se consideró a sí mismo insustituible ni plenamente capacitado. Su discipulado fue sin componendas, pero nunca se creyó autosuficiente; se veía a sí mismo únicamente como servidor de una causa más grande. Siempre buscó la verdad en los demás, y veía la comunidad que dirigía, no como un estilo de vida o una institución, sino como un movimiento libre impulsado por el viento del Espíritu Santo, que moriría si carecía de él. Tiempo después, al mirar retrospectivamente los primeros años en Sannerz, dijo:

    En aquel momento, ninguno de nosotros era tan estrecho de miras como para dejar de apreciar la obra de Dios en otras personas y en otros movimientos espirituales. Quizá nuestro peligro estaba más bien en la dirección contraria, a saber, que durante algún tiempo nos abstuvimos de expresar algunas intuiciones sobre la verdad última de Dios, a fin de evitar ejercer presión sobre personas que aún no habían sido despertadas o llamadas.

    Estábamos convencidos de que esas personas habían sido tocadas por Dios, y de que se encontraban en medio de un poderoso movimiento del corazón. Pero todavía no habían comprendido plenamente lo que Dios quería al sacudir sus almas, y por eso sólo hablábamos con ellas acerca de aquello que las conmovía en aquel momento. No les imponíamos cosas a las que sus corazones todavía no estaban abiertos.

    Así sucedió que muchos movimientos espirituales acudieron a nuestro encuentro. Pero nosotros no éramos misioneros tan necios como para decir que el budismo era obra del diablo, o que Lao-Tse era el Anticristo. Admitíamos que el Espíritu de Dios había actuado en Buda y en Lao-Tse. Y precisamente porque lo reconocíamos así, nosotros mismos nos sentíamos animados por lo que ellos nos decían de Dios, aunque hablaran en lenguas extrañas.

    De manera que no hablábamos de misión, en el sentido de salir al encuentro de la gente. Había tanta vida en la casa, tantas entradas y salidas, que nosotros éramos ya una estación de misión en medio de la caldeada Alemania. Pero nunca pensamos que nosotros éramos los convertidos, y los demás los que tenían que convertirse. Al contrario, reconocíamos que era el Espíritu Santo el que actuaba.

    Las habitaciones en Sannerz estaban llenas de un poder que no procedía de nosotros ni de quienes nos visitaban. Era un poder que provenía de Dios. Los que acudían lo llevaban consigo, y ellos, a su vez, lo sentían en nosotros. Pero ni ellos ni nosotros poseíamos este poder, sino que nos rodeaba como un fluido invisible, como el viento del Espíritu que visitó a los apóstoles que esperaban en Pentecostés.

    Este poder no se adhiere a personas particulares. Tampoco puede ser poseído, retenido firmemente, ni usado para obtener ganancias o beneficios. Era un acontecimiento, un hecho, un suceso; era historia. Era una manifestación de lo eterno y lo perdurable en el tiempo y en el espacio. Era una comunicación con una fuerza primigenia, que nosotros no habríamos podido explicar jamás de una manera humana o lógica. Éste era el secreto de aquellos años. Lo que actuaba era algo más que una realidad física, algo que no se podía explicar en términos de emociones. Era algo espiritual, algo del Espíritu Santo.

    Pero en aquella época jamás pensamos —¡nos habría parecido una especie de locura!— que sólo personas como nosotros, o únicamente el puñado de personas que vivían en Sannerz, eran visitadas por el Espíritu de Dios o eran iluminadas por el Espíritu de Cristo. Por el contrario, sentíamos el soplo del Espíritu en todas las personas y en todos los lugares. Lo importante para nosotros era sentir este aliento de Dios y reconocerlo.

    Nosotros mismos teníamos que vivir de acuerdo con el llamado que habíamos recibido a través de la vida y las palabras de Jesús, de la imagen profética del futuro reino de Dios. Teníamos que ser fieles a este llamado hasta el final. Creíamos que lo mejor que podíamos hacer era servir a todos aquellos que eran tocados por el aliento de Dios viviendo la realidad de nuestra causa última: la objetividad de la voluntad de Dios y el contenido y carácter de su reino.

    Nos llamaban "amantes de la naturaleza" —la gente decía que queríamos «volver a la naturaleza»—, pero esto no era todo lo que nosotros queríamos. Por el contrario, nuestra mirada se dirigía más allá de la naturaleza misma, para contemplar a Dios actuando en ella. La realidad más grande en nuestro movimiento era que honrábamos al Creador en su creación. No éramos adoradores del sol, pero sí teníamos un sentimiento interior del simbolismo del sol y de la clase de Creador que tuvo que crearlo...

    Podría parecer extraño que un grupo tan insignificante pudiera experimentar sentimientos tan elevados de paz y comunidad, pero así fue en realidad. Fue un don de Dios. Y sólo hubo una antipatía vinculada a nuestro amor: el rechazo de los sistemas de civilización; el odio a las falsedades de la estratificación social; el antagonismo frente al espíritu de impureza; la oposición a la coerción moral del clero. La lucha que emprendimos fue una lucha contra esos espíritus extraños. Fue una lucha por el Espíritu de Dios y de Jesucristo.

    Hacia 1931, el movimiento del corazón, que había barrido Alemania sólo una década antes, estaba completamente agotado. Por eso mi abuelo decidió mirar mucho más lejos y visitar a los huteritas de Canadá y los Estados Unidos. Este grupo, cuyas raíces se remontan al siglo xvi en Moravia, todavía vivía en pequeñas comunidades en las que compartían todas las cosas en común. Quizá eran demasiado dogmáticos y de mentalidad excesivamente estrecha para su gusto, pero, en cualquier caso, representaban la forma más pura de cristianismo comunitario que él jamás había conocido. Por ello, después de un año de atenta consideración, decidió unirse a este movimiento, que contaba con 400 años de antigüedad.

    Hombre caminando contra el viento

    Eberhard Arnold en 1928

    Reconoció de manera inmediata el peligro de su pietismo conservador, pero insistió en que él no se sentía atraído por el huterianismo del siglo xx, sino por el del siglo xvi, aquel movimiento de fe del que habían surgido miles de mártires. Además, Eberhard nunca quiso fundar su propio movimiento, sino que una y otra vez trató de unirse con grupos de ideas parecidas. Hacia 1931, de alguna manera sintió que no le quedaba mucho tiempo de vida. Había visto el fracaso de numerosos intentos de vida comunitaria y se había sentido asombrado al descubrir que los huteritas todavía seguían viviendo en comunidad después de 400 años. Pensaba que la unión con ellos era una salvaguardia para el Bruderhof.

    Eberhard escribió a propósito de sus experiencias en Norteamérica:

    A pesar de su debilidad, que he puesto de manifiesto abiertamente, estas comunidades norteamericanas han conservado desde sus orígenes en el siglo xvi una vitalidad espiritual —una creatividad en el trabajo y la organización según unas directrices comunitarias— que procede del Espíritu Santo...

    Mi impresión general es que la vida comunitaria de aquellas tres mil quinientas almas es algo extraordinariamente grande. Su espíritu de comunidad es auténtico, puro, claro y profundo. No hay nada en todo el mundo, ni en los libros y escritos, ni en ningún otro de los grupos actuales, que se pueda comparar con la esencia, el carácter y el espíritu de su hermandad...

    Aunque soy perfectamente consciente de cuáles son nuestros orígenes, inspirados por el Movimiento Juvenil y el sermón del monte, he decidido que unamos nuestras fuerzas con ellos. La cuestión de la ayuda económica es de naturaleza secundaria...

    No obstante, a pesar de que mi abuelo adoptó con entusiasmo la espiritualidad de los primeros anabautistas, sus esperanzas de lograr una estrecha relación económica con los huteritas de Norteamérica nunca se materializaron, tanto por la gran distancia existente entre Alemania y Canadá como por su muerte prematura.

    La primera de las dos redadas de la Gestapo tuvo lugar en 1933. Pero Eberhard no se sintió intimidado y envió una gran cantidad de documentos a los oficiales locales del régimen nazi, explicando su visión de una Alemania bajo Dios. Antes de su muerte en 1935, llegó incluso a escribir a Hitler urgiéndole que renunciara a los ideales del nacionalsocialismo y que, en lugar de ello, trabajara por el reino de Dios; y le envió un ejemplar de su libro Innerland. No es de extrañar que su carta nunca recibiera respuesta. Más adelante, toda la comunidad se exilió en Inglaterra y en Liechtenstein; hay que destacar que ni un solo miembro fue deportado a un campo de concentración.

    La muerte de mi abuelo tuvo lugar de repente en 1935, a consecuencia de las complicaciones que siguieron a la amputación de una pierna gangrenosa. Pero, como escribió algunos años más tarde su amigo, el estudioso Hermann Buddensieg, él sigue todavía muy vivo:

    No te sorprendas de que hable contigo como si aún estuvieras junto a mí. Pues ¿qué sabe el presente de lo que está lejos? Tú no has muerto; no, tú estás vivo en el Espíritu...

    Y ahora estamos juntos de nuevo, amigo mío, en Sannerz, en el Rhön, y en mi estudio a orillas del Neckar.

    La gente viene y va, jóvenes y viejos buscan refugio en su necesidad. Están arropadas en sí mismas y son antinaturales, estrechas, rígidas e inmoderadas, sin una meta más allá de sí mismas. Y, sin embargo, tu casa tiene las puertas abiertas; a nadie se le pregunta primero quién es...

    Trabajamos en los campos y en casa. Juntos nos afanamos por lograr una comprensión de las personas y los acontecimientos que nos rodean. Veo el sagaz destello en tus ojos, tu sonrisa juguetona y tu graciosa barba, tu alegre carcajada cuando las peculiaridades de la vida humana se nos imponen. A menudo estamos cansados de conversaciones aburridas y vulgares, pero también nos reímos libremente y de corazón, de muy buena gana...

    Éste era tu don. Tu ingenio era conciso y expresivo, pero estaba libre de la venenosa hipocresía. Te desagradaba tanto la pesadez como la melosidad. En torno a ti no había un tufillo penetrante de «cristianismo», ni de exclusivismo o sentimentalismo. Buscar herejes era tan extraño para ti como la adicción a enderezar a cualquiera según tu propia voluntad. Valorabas a otras personas siempre que fueran serias, y te las arreglabas con los que no eran sinceros. Encontrabas una manera de llegar al campesino más obstinado y al «hombre de Dios» más terco. Eras un hermano para ellos cuando te necesitaban, y tu manera de obrar era en todo momento cariñosa, inspirada genuinamente por la confianza.

    Viviste la vida desde el centro y desde la profundidad. No heredaste a Cristo de otros, sino que lo recibiste en la profundidad de tu encuentro y experiencia interior. Tú fuiste una de las personas realmente liberadas por Cristo, transformadas por él. Estuviste libre de angustia. Tu fe no era una mera aceptación de verdades ni una huida del miedo, sino certeza. Y, por consiguiente, no había en ti nada de cristianismo convencional, porque tú sabías justamente que Cristo no fue «cristiano».

    Te opusiste a todas las apariencias, a todo fingimiento y a toda forma de superioridad moral. No te preocuparon los dogmas, sino más bien la vida de Cristo, la comunidad de hermanos y hermanas en el sentido de la iglesia primitiva.

    Entendiste la humanidad tal y como es. No te hacías falsas ilusiones, pero tampoco incurrías en malentendidos. Conociste los poderes demoníacos y el peso de la época, pero no los experimentaste en un reconocimiento aislado, sino como un llamado comprometido para ayudar a tus hermanos.

    Conociste el poder de la iglesia comunidad dentro de la gran corriente de un mundo completamente distinto. Pero nunca quisiste hacer adeptos. Cualquiera que fuera llamado, escuchaba y, de esta forma, acudía a ti; algunos para vivir contigo y tus amigos en comunidad; otros, tocados por tus intuiciones, para permanecer como buenos amigos...

    ¡Déjame abrazarte, amigo mío! Tú estás presente como testigo de la nueva vida en Cristo; eres un hombre generoso, un amigo de la libertad, un hermano que sabe amar; pero uno con determinación tan grande que disciernes y separas los espíritus.

    Es indudable que Eberhard habría desaprobado este elocuente elogio, y por eso conviene que esta introducción termine con las palabras que él pronunció el día en que cumplió cincuenta años, en julio de 1933. Aquí ya no es sólo mi abuelo quien habla, sino un hombre de Dios, una voz profética en un mundo que lo necesita ahora más que entonces:

    En este día he estado especialmente consciente de mi falta de habilidad y de lo inadecuado de mi propia naturaleza para el trabajo que se me ha encomendado. Recuerdo cómo Dios me llamó cuando sólo tenía 16 años y cómo me he interpuesto en su camino, con el resultado de que mucho de lo que él ha querido hacer por medio de sus instrumentos no ha sido posible. A pesar de todo, queda como un milagro que su obra se ha revelado y ha testificado poderosamente en nosotros, seres humanos débiles, y no debido a nuestros méritos, sino porque hemos sido aceptados una y otra vez mediante la gracia de Jesús y su perdón de pecados.

    He tenido que pensar en el Pastor de Hermas, ese escritor cristiano primitivo que describe la construcción del gran templo, y en cómo se sigue refiriendo a las muchas piedras que deben desecharse. Los constructores hacen el intento de instalarlas en la construcción, pero si no se pueden usar, incluso después de que sus esquinas se han removido con severos golpes de cincel, entonces se deben desechar y arrojar lo más lejos posible. Pero incluso las piedras que se utilizan deben ser cinceladas muy fuertemente antes de que encajen y puedan colocarse en el muro...

    Lo que me preocupa por encima de todo es la falta de poder de los seres humanos, incluso de las personas a las que se ha encomendado alguna tarea. Sólo Dios es poderoso; nosotros somos completamente impotentes e incapaces. Incluso para realizar la obra que se nos ha encomendado carecemos totalmente de poder. Ni siquiera podemos colocar una sola piedra en la iglesia comunidad. No podemos brindar ninguna protección para la comunidad cuando se ha edificado. Ni siquiera podemos dedicar nada a la causa por nuestro propio poder. Carecemos por completo de poder. Pero justamente por ello Dios nos ha llamado, porque sabemos que no tenemos poder.

    Resulta difícil describir cómo nuestro propio poder tiene que ser arrancado de nosotros, cómo nuestro poder debe ser desarraigado, desmantelado, derribado y descartado. Pero es preciso que suceda, y no sucederá fácilmente ni mediante una decisión heroica. Más bien es Dios quien tiene que hacerlo en nosotros.

    Ésta es la raíz de la gracia: el desmantelamiento de nuestro propio poder. Sólo en la medida en que nuestro propio poder sea desmantelado, Dios nos dará su Espíritu. Si surgiera un poco de poder propio entre nosotros, el Espíritu y la autoridad de Dios se retirarían en el mismo momento y con la misma intensidad. Esta es la percepción simple pero más importante con relación al reino de Dios...

    El Espíritu Santo produce efectos que son mortales para la vida pasada y que, al mismo tiempo, generan un despertar y un surgimiento de poder para la vida nueva. Así que dediquemos este día para dar gloria a Dios. Prometámosle el desmantelamiento de nuestro propio poder. Declaremos nuestra dependencia de la gracia.


    Este ensayo es la introducción a una antología de los escritos de Eberhard Arnold, La irrupción del reino de Dios. Traducción de Raúl Serradell.

    Notas

    1. Mamón se refiere a 'lo que es seguro', 'en lo que uno pone su confianza', es decir, riquezas, dinero o posesiones materiales, pero sobre todo al poder que ejercen para esclavizar a las personas y demandar de ellas una devoción absoluta.
    2. Se trata del Movimiento Juvenil Libre de Alemania, de principios de la década de 1920, y no de las Juventudes Hitlerianas de mediados de la década de 1930.
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