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    sailboat by an island

    Navegando con los griegos

    Haciéndome a la mar en un pequeño velero, saboreo la libertad líquida que ensalzaba Homero.

    por Adam Nicolson

    lunes, 30 de junio de 2025

    Otros idiomas: English

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    Recuerdo una mañana de hace algunos cuando me sentí más feliz y libre que nunca. Era principios de mayo, estaba solo en las Islas Hébridas y había puesto mi barco de madera en las aguas tranquilas de un fiordo en la costa este de Harris. El barco en sí era perfecto: cinco metros de largo, bastante ancho y con un casco de tablas de alerce sobre armazón de roble. Tenía una sola vela al tercio cuyo tejido ocre, cuando el viento lo llenaba, se extendía sobre mi cabeza, desde la proa casi hasta la popa, en una larga curva en forma de hoz. Podía sentarme allí, con una mano en la caña del timón y la otra en la escota, y contemplar la hermosa forma impulsando la embarcación como por arte de magia.

    Una ligera brisa del fiordo rozó mi hombro izquierdo. Tenía por cruzar unos 24 kilómetros de mar, pero el barco se abría paso con facilidad por las aguas apenas inquietas del Minch. El resplandor me hizo entornar los ojos contra los pequeños rayos de sol que reflejaba cada ola. Una pareja de pálidos delfines de Risso curtidos de cicatrices pasó junto a mí, contorsionándose juntos y respirando al elevarse. Una ballena barbada, oscura como el propio mar, se deslizó alejándose hacia el sur. Arriba nuestro, gaviotas tridáctilas y un págalo grandote pintaban el sublime paisaje marino.

    small boat on the ocean with islands in the background

    Todas las imágenes: El autor navega en un pequeño lugro hebrideano llamado Broad Bay en El Minch, un estrecho en la costa oeste de Escocia. Las islas Shiant aparecen en el fondo de la imagen. Todas las fotografías de James Nutt. Usadas con permiso.

    Largas marejadas arrimaban desde el norte, cada una de cien metros de cresta a cresta y dos de altura. En cierto momento explotaron en una banda de espuma de cientos de metros al romper contra una punta rocosa escondida. A la luz del sol tenía un aspecto hawaiano, una blanca y brillante cresta de mar rompiente. La esquivé por el sur y seguí avanzando por el mar como si fuera una especie de talud en movimiento. La marea nos arrastraba con ella, corriendo en crecida, hasta tres nudos en algunos lugares, burbujeando de vez en cuando en setas planas de agua ascendente donde la topografía submarina había perturbado el flujo.

    Fue una mañana de calma exultante. El mar y el viento me empujaban gentilmente hacia mi destino, y el amplio penduleo del barco durante esas tres o cuatro horas incomparables en el vasto Atlántico se convirtió para mí en el modelo de la vida en un mundo complaciente.

    Las maravillas de navegar, sobre todo en un barco pequeño, dependen de ese tipo de movilidad y fluidez. Nada está fijo. El bote se mueve, el timonel se mueve en su interior, el mar y el viento se mueven, la vela, las escotas y el timón se mueven. Su disposición solo tiene coherencia en cada momento específico. La configuración que funciona por un par de minutos probablemente deje de servir cuando el viento y el mar cambien. La fluidez lo es todo, y puede ser que esa sensación de plenitud cuando la navegación es tan perfecta sea producto de esa secuencia de soluciones temporales y transitorias. Se siente como volar, o como el sueño de Ícaro.

    drawing of anchor

    Arte de Bitter/AdobeStock. Usado con permiso.

    La paradoja entra en juego. Nada puede ser menos libre que navegar el mar en un pequeño barco. Estás sujeto a todo tipo de disciplinas. El propio mar es poco fiable. Nunca estás del todo seguro si el aparejo y el casco están a la altura, ni si estás preparado para afrontar las incertidumbres que tienes por delante. Es tan peligroso como escalar montañas. Y, sin embargo, a pesar de los riesgos, si encuentras las soluciones adecuadas y has aprendido a conocer las realidades que te rodean, nace una sensación de libertad incomparable.

    No estoy del todo seguro de por qué debería serlo. Un barco inestable con un aparejo movedizo no es el lugar donde más se ha buscado certeza y confort. Peter Sloterdijk, un filósofo alemán contemporáneo señaló que buena parte de la filosofía occidental se ha volcado hacia la firmeza de la tierra como un lugar donde entender y sentirse bien sobre la vida. Los filósofos, según él, han elaborado una “tierra general del mundo” como parte de un “terranismo” general donde basan su reflexión. El pensamiento occidental ha estado en una gran campaña para establecer los “cimientos” de lo que hace. Ningún pensamiento puede ser válido si no se han sentado “bases” sólidas. De las “bases” y los “suelos” nace la verdad. ¿Pero quizás los filósofos han estado equivocados? ¿Qué pasaría si, pregunta Sloterdijk, sustituyéramos “terranismo” por “marinismo”? Si todos nos volvemos marinistas se terminaría la búsqueda por “conceptos fundacionales”. A nadie le interesarían los destinos finales. El viaje y el movimiento se convertirían en el hecho. Irnos sería tan bueno como llegar. Nos mantendríamos en movimiento.

    sailboat by an island

    “Imagínense un departamento de filosofía en sintonía con el mar”, sugiere Brian O’Keeffe, un filósofo de la Universidad de Barnard, jugando con la idea de Sloterdijk. Se habría constituido “como una facultad de natación, o al menos como la autoridad portuaria de la Vieja Europa”. El departamento de filosofía como el departamento para asuntos marítimos; filósofos como guarda muelles y abastecedores; Kant y Hegel en shorts de baño. Si alguien previera la “reformulación náutica de la filosofía”, sería con La Gaya Ciencia de Nietzsche como libro de referencia del currículo. “¡Envíen sus barcos a mares desconocidos!”, exclama. “¡Levantemos anclas! ... ¡También la Tierra moral es redonda! ¡También la Tierra moral tiene antípodas! ... Ha llegado la hora, filósofos, ¡levantemos anclas!”

    Sería un regreso a los orígenes. La filosofía occidental comenzó en lo líquido. Los pensadores de los siglos VI y VII a.C. de Mileto, la gran ciudad comercial y portuaria de Jonia en la costa oriental del Egeo, pensaban que la realidad última residía en la fluidez. Para Tales, el marco subyacente de la existencia estaba en el agua. Para Anaximandro, la sustancia primordial, de la que todo procede, era el ápeiron. Esta palabra significa lo “sin límite”: lo que existe antes de que nazca nada de lo que conocemos y percibimos en el mundo, la reserva ilimitada y eterna del ser, el estado imaginado de calma líquida, del que surge todo lo que es y al que todo acaba volviendo. Para Anaxímenes, el tercero de estos pensadores milesios, el primer material no era ni el agua de Tales ni el ápeiron de Anaximandro, sino el aire mismo, que a través de las variaciones en su densidad dio origen a todos los demás elementos. “Porque todas las cosas proceden de él y en él se disuelven de nuevo”.

    drawing of a compass

    Arte de Bitter/AdobeStock. Usado con permiso.

    Navegar el mar en un pequeño barco es una forma no de escapar sino de someterse a esas cualidades primales, a la liquidez de las cosas. Es el equivalente acuático a salir a dar un paseo, sin nada entre tú y el mundo tal y como es. La pequeñez es importante porque con el encogimiento del barco viene la expansión del mundo. Atravesar una franja de mar de solo quince o veinte kilómetros de ancho, o abrirse paso entre las islas de un archipiélago roto, aprovechando con cuidado las compuertas de la marea cuando se abren, o esperando anclado a que la marea cambie, se convierte en una aventura tan grande como navegar de una orilla del océano a la otra en un barco adaptado a la escala de un mar más ancho. Un pequeño barco, en otras palabras, es como la ropa que vistes, no tanto como el vehículo que usas. Te has desprendido de lo “terrenal” (como describe San Pablo al primer Adán), tedioso y restrictivo y, en cambio, te encuentras a flote en una especie de libertad.

    Esta forma de compromiso con lo real es diferente de lo que la gente ha descrito a menudo como “lo sublime marítimo”, esa sensación de emoción ante la inmensidad de los cuerpos de agua, su falta de fronteras, lo ilimitado de estar fuera y lejos de la tierra. Nunca me ha convencido. Las condiciones en el mar son sin lugar a duda menos libres que las que prevalecen en un prado o un bosque. La tierra no es cruel como siempre lo puede ser el mar que, de muchas maneras, es una tiranía. No hay libertad en el océano en sí. La única libertad está en el barco y tu relación con él.

    drawing of a sailboat

    Arte de dnbr/AdobeStock. Usado con permiso.

    Cualquier tipo de marinería que haya aprendido, que no es tanta, enseña al menos que casi todo lo importante ocurre antes de partir. Cada escota y driza, cada cabo de rizo, cada grillete, gozne y pivote, cada prenda para mantenerte abrigado y seco debe estar en el mejor estado posible. Hay que poner en juego cada detalle de los conocimientos adquiridos: qué harán el viento y la marea, a dónde se puede escapar si las cosas se ponen feas, dónde se pueden guardar la comida y la bebida para tenerlas a mano sin dejar el timón. Solo entonces puedes zarpar. Homero sabía todo acerca de la belleza y la santidad de la preparación para lo que él llamaba “el desierto salado del mar”. Para los épicos griegos, preparar la embarcación era casi una liturgia. Todas las travesías descritas en Homero comienzan con la reparación del pequeño mundo de madera del que los héroes dependerán.

    Esta es la paradoja: la libertad que vive el navegante depende de observar las disciplinas que requiere el barco. Es una cuestión de confianza, de saber que el casco y los largueros del barco son buenos y al mismo tiempo saber que no hay que sobrecargarlos con viento. Saber no extralimitarse, sino tratar al barco con amabilidad con la seguridad de que el barco te la devolverá. Estar atento al mar y al viento, buscar ser lento y cuidadoso en cada movimiento que hagas, en cada ajuste de las velas, en cada giro del timón.

    sailboat sailing towards some islands

    Es la libertad en la sumisión, pero ¿qué tipo de libertad es esa? Va más allá de la famosa distinción de Isiah Berlin entre la libertad negativa, que es la libertad de hacer lo que a uno le apetece, sin importar las consecuencias, y la libertad positiva, la sensación de libertad que proviene de realizar lo mejor de uno mismo, o incluso el verdadero yo. Se parece más a la idea expresada por el filósofo canadiense Charles Taylor, que llamó “libertad situada”, según la cual “la actividad libre se basa en la aceptación de la situación que nos define. La lucha por ser libre... se alimenta de la afirmación de que esta situación definitoria es la nuestra.”

    Esta formulación, aunque densa y llena de paradojas, entiende que la libertad es una forma de aceptación de las limitaciones de las circunstancias a las que hemos sido arrojados. No es una afirmación del yo contra esas circunstancias (expresada positiva o negativamente), sino una identificación del yo con ellas. La única libertad puede venir de reconocer los límites de donde estás y lo que eres. Un pequeño barco en el medio del mar hace que esa aceptación sea bastante fácil. Cuando uno está tumbado en el sillón o almorzando en un restaurante nada parece más obvio que nuestra habilidad de elegir. El menú de la vida fomenta la ilusión de potencia y alimenta la arrogancia que nace de ella. El barco es lo opuesto de eso. Impone la modestia necesaria, una sumisión a la realidad demasiado obvia que te rodea. Solamente puedes hacer lo que el barco requiere que hagas. Y en esa compulsión, misteriosamente, florece una sensación de libertad, en la que tu vida se libera momentáneamente de la necesidad de elegir, quizá incluso de la necesidad de ser o proclamar un yo.

    drawing of ropes

    Arte de avelksndr/AdobeStock. Usado con permiso.

    Ninguna marina de la tradición occidental ha sido un instrumento de libertad tan potente como los barcos de los feacios de la Odisea. Cuando Odiseo es finalmente arrojado a sus costas, naufragado por un feroz Poseidón y apenas con vida, se encuentra en la tierra de los maestros marineros. Lo ven como un novato y vagabundo, parte pirata, parte mercante, parte fracaso. Su propia flota es un sueño perfecto. Tan total es su dominio, tan enteramente se entregan a la práctica de la navegación, que los barcos parecen navegar por sí mismos. Los cascos parecen conocer los rumbos de puertos lejanos y los barcos los llevan hasta allí a velocidades desconocidas para otras naciones. Incluso en la edad de hierro griega la atención a las realidades del barco y sus métodos pueden brindar un tipo de libertad. Cuando Odiseo debe regresar a su Ítaca, su salida de Esqueria, la tierra de los feacios, es un ritual de liberación. El heraldo del rey “le muestra el camino hacia la rápida nave y la arena de la orilla del mar”. La reina ordena a sus doncellas que le proporcionen un cofre con ropa, un manto limpio y lavado, pan y vino tinto. Cuando llegan al barco los hombres

    extendieron una manta y una sábana en la cubierta de proa, para que [Odieseo] durmiera sin despertar. Subió él y se acostó en silencio.

    La tripulación se reúne, se sienta en los bancos y, con sus remos, enfilan el barco para salir del puerto. Mientras su casco comienza a encontrarse con el oleaje del mar,

    A Odiseo se le vino un sueño profundo a los párpados, sueño sosegado, delicioso, semejante en todo a la muerte.

    Odiseo se encontró liberado del sufrimiento de la vida en el más perfecto de los barcos.

    Así se elevaba su proa y un gran oleaje de púrpura rompía en el resonante mar. Corría esta con firmeza, sin estorbos; ni un halcón la habría alcanzado, la más rápida de las aves. Y en su carrera cortaba veloz las olas del mar portando a un hombre de pensamientos semejantes a los de los dioses que había sufrido muchos dolores en su ánimo al probar batallas y dolorosas olas, pero que ya dormía imperturbable, olvidado de todas sus penas.


    Traducción de Micaela Amarilla Zeballos. Las citas de La Odisea provienen de Homero, La Odisea, Edición digital. Biblioteca Digital ILCE. © Instituto Latinoamericano de la Comunicación Educativa ILCE. Derechos Reservados.

    Contribuido por AdamNicolson Adam Nicolson

    Adam Nicolson es el autor de varios libros sobre la naturaleza, la literatura, la historia y el mar.

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