Søren Kierkegaard dice que la pureza de corazón signi­fica desear una sola cosa. Aquella sola cosa es Dios y su voluntad. Separados de Dios, nuestros corazones se quedan desesperadamente divididos. ¿Qué es la impu­reza, entonces? La impureza es la separación de Dios. En el aspecto sexual significa el mal uso del sexo, que ocurre cuando el sexo se utiliza de cualquier manera que sea prohibida por Dios.

La impureza nunca nos contamina desde afuera. Tampoco se puede limpiar por fuera cuando uno quiera. Originándose en nuestra imaginación, brota desde nuestro interior como una herida infectada (cf. Mateo 15:16-20). Un espíritu impuro nunca se siente satisfecho ni completo: siempre desea robar algo para sí mismo, y después codicia aún más. La impureza mancha el alma, corrompe la conciencia, destruye la coherencia de la vida y por fin lleva a la muerte espiritual.

Cuando permitimos que nuestra alma sea tocada por la impureza, la exponemos a una fuerza demoníaca que tiene el poder de controlar todos los aspectos de nuestra vida, no sólo el aspecto sexual. La impureza puede tomar la forma de una pasión idólatra por los deportes profesionales; puede ser el deseo ambicioso del prestigio o del poder sobre la vida de otras personas. Si somos dominados por cualquier deseo que no sea Cristo, estamos viviendo en la impureza.

La impureza en el aspecto sexual consiste en usar a otra persona solamente para satisfacer el deseo. Existe en dondequiera que las personas deciden experimentar la intimidad sexual sin ninguna intención de formar un lazo duradero.

La forma más absoluta de la impureza ocurre cuando una persona tiene relaciones sexuales (o comete cual­quier otro acto sexual) a cambio de dinero. Una persona que «se une a una prostituta se hace un solo cuerpo con ella», según dice el Apóstol Pablo, porque está usando el cuerpo de otro ser humano simplemente como una cosa, un medio de satisfacción propia. Al hacer esto, comete un crimen en contra de la persona, pero también en contra de sí mismo. «El que comete inmoralidades sexuales peca contra su propio cuerpo» (1 Corintios 6.15-20). Aun en el matrimonio, el sexo por sí solo es el sexo separado de Dios. Según escribe von Hildebrand, posee una dulzura vene­nosa que paraliza y destruye.

Sería un gran error, sin embargo, suponer que lo opuesto de la impureza es la ausencia de sensaciones sexuales. De hecho, la falta de una sensibilidad sexual no representa necesariamente ni siquiera tierra fértil para la pureza. Una persona que carece de sensibilidad en el aspecto sexual es en realidad una persona incompleta: le falta algo no sólo en su disposición natural, sino en lo que da color a todo su ser.

Las personas que buscan la pureza no desprecian el sexo. Simplemente están libres del temor mojigato y de expre­siones hipócritas de disgusto. Sin embargo, nunca pierden su reverencia por el misterio del sexo, y se mantendrán a una distancia respetuosa de él hasta que sean llamados por Dios a pisar ese terreno por medio del matrimonio.

Dios desea dar una armonía interna y claridad decisiva a cada corazón. En esto consiste la pureza (cf. Santiago 4.8). Según escribe Eberhard Arnold:

Si el corazón de una persona no es claro y sin vacila­ción – «sencillo», como lo dijo Jesús – entonces será débil, flojo y perezoso, incapaz de aceptar la voluntad de Dios, de tomar decisiones importantes y de actuar con firmeza. Por eso Jesús atribuyó gran significado a la sencillez de corazón, la simplicidad, unidad, solidaridad, y decisión. La pureza de corazón no es más que la integridad absoluta, que puede vencer los deseos que debilitan y dividen. Una sencillez con determinación y sin duplicidad es lo que necesita el corazón para ser receptivo, verdadero y justo, confiado y valiente, firme y fuerte.

En las bienaventuranzas, Jesús bendice a los puros y mansos; dice que ellos heredarán la tierra y verán a Dios. La pureza y la mansedumbre van de la mano, porque las dos surgen de una entrega completa a Dios. En realidad, dependen de ella. Sin embargo, la pureza y la manse­dumbre no son innatas: hay que luchar constantemente para alcanzarlas. Y son de las cosas más maravillosas que puede intentar lograr un cristiano.

La lucha contra la impureza sexual no es sólo un problema de los jóvenes. Para muchas personas, la lucha no dismi­nuye conforme van avanzando y madurando, sino que sigue siendo un problema serio toda la vida. Sin embargo, podemos animarnos: no importa con qué frecuencia ni con qué fuerza seamos tentados, Jesús, el Abogado, le rogará a Dios de parte nuestra si se lo pedimos. En él tendremos la victoria sobre todas las tentaciones (cf. 1 Corintios 10.13).

Sin embargo, sólo los humildes pueden experimentar la bondad infinita de Dios. Los soberbios nunca lo pueden hacer. La persona soberbia abre su corazón a toda clase de maldades: cometer impurezas, mentir, robar y tener el espíritu de homicidio. Cuando existe uno de estos pecados, los demás seguirán muy de cerca. Una persona que tiene confianza en sí misma y busca la pureza solamente por sus propios esfuerzos siempre tropezará. Una persona humilde, al contrario, vive por la fuerza de Dios. Puede caer, pero Dios siempre la levantará.

Por supuesto, no sólo nuestras luchas sino también todos los actos de nuestra vida deben ser colocados bajo el señorío de Jesús. Nuestro Señor vence los deseos que nos desgarran y disipan nuestra fuerza. Mientras más firmemente se apodere su Espíritu de nosotros, más nos acercaremos al encuentro de nuestro verdadero carácter y verdadera integridad.

Bonhoeffer escribe: «¿Quiénes son los puros de corazón? Sólo los que han entregado su corazón completamente a Jesús, para que sólo él permanezca en ellos; sólo las personas cuyos corazones estén libres de la contaminación de su propia maldad – y de su propia virtud.»

En el Sermón del Monte, podemos ver con qué seriedad toma Jesús la lucha diaria por la pureza. Dice que si vemos a otra persona con una mirada de codicia, ya hemos cometido el adulterio en nuestro corazón (cf. Mateo 5.27–30). El hecho de que Jesús habla de los pensamientos lujuriosos – más aún de las acciones lujuriosas – debe convencernos de la gran importancia que tiene una actitud decisiva de corazón en medio de esta lucha.

Es sumamente importante que en nuestra lucha por la pureza rechacemos todo lo que pertenece al campo de la impureza sexual, incluyendo la avaricia, la vanidad y todas las demás formas de indulgencia propia. Nuestra actitud no puede ser de una fascinación «parcial» con la lujuria – sino sólo de un rechazo total. Si nuestro corazón es puro, reaccionaremos instintivamente contra cualquier cosa que amanezca con empañar esta actitud.

Aquí la comunidad de la iglesia tiene una gran respon­sabilidad: luchar diariamente por un ambiente de pureza entre todos sus miembros (cf. Efesios 5.3–4). La lucha por la pureza debe ir de la mano con la lucha por la justicia y la vida en comunidad, porque no existe ninguna pureza verdadera de corazón sin un deseo por la justicia (cf. Santiago 1.26–27). La pureza no sólo se relaciona con el aspecto sexual: una persona contamina su corazón si sabe que su vecino tiene hambre y a pesar de ello se acuesta a dormir sin haberle dado de comer. Por eso los primeros cristianos compartieron todo lo que tenían: sus alimentos y bebidas, sus bienes, su fuerza, aun sus actividades inte­lectuales y creativas – y todo se lo entregaron a Dios. Como eran de un mismo sentir y alma y compartían todo en común, pudieron ganar la victoria sobre todas las cosas como un solo cuerpo.


Este artículo está extraído de Dios, sexo y matrimonio.