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    No enterrar a los muertos

    Cómo el valle de la sombra de la muerte nos cambia, y no

    por Jeff Reimer

    domingo, 31 de octubre de 2021

    Otros idiomas: English

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    • Maricruz Leiva

      A veces también me siento agotada de las cada lucha de fe. Cada batalla es individual y única, y en he dado cuenta que para cada una se necesita una de diferente. Como si la municiones de una batalla de fe se acabaran en esa y cuando viene otra tenemos que conseguir más municiones. Y ahí empieza una nueva batalla. También me he sentido agotada y con pánico. Todos los días oro y me recuerdo las promesas de Dios para que me libre de las duras batallas o al menos me prepare para luchar.

    ¿Por qué será que sin la muerte uno echa de menos su vida?
    –Walker Percy

    Dos años antes de que yo empezara a leer a Walker Percy mi esposa se enfermó de cáncer. Poco después de que nuestro cuarto hijo nació, había comenzado a tener episodios breves de mareos y confusión. Su obstetra le prescribió Zoloft para paliar la ansiedad posparto. Pareció dar resultado por un tiempo, pero los episodios regresaron. Su médico le prescribió otro tratamiento con antidepresivos. Los episodios regresaron una vez más. Agendamos un estudio de resonancia magnética. Vamos a descartar un tumor, ja ja ja. La resonancia magnética reveló la existencia de un tumor del tamaño de un huevo de pato, localizado en el lóbulo frontal de su cerebro. Luego se supo que había estado teniendo convulsiones.

    Digamos, para empezar, que sobrevivió. Esta no es la historia de un viudo en pena. Un año y un día después de la resonancia magnética —luego de pasar por cirugía, radiación, quimioterapia y todo el procedimiento estándar para los casos de cáncer— recibimos una llamada de la clínica: no había señales del tumor. Ella se encuentra bien ahora. La única evidencia física de su sufrimiento es un parche de delgado vello en el punto donde la radiación se concentró más. Mis hijos aún tienen una madre; mis suegros aún tienen una hija; yo aún tengo una esposa. Su nombre es Jessica. Le digo Jess.  

    Este percance nos cambió de manera extraña. W. H. Auden escribió: “Buscamos algo alrededor, no importa qué, para inhibir / Nuestra introspección, y lo obvio a esos efectos / sería un gran sufrimiento”. Pasamos dos años y medio entrando y saliendo de las crisis. En esa oscilación constante y desorientadora perdimos la señal. No teníamos idea de lo que se nos estaba pidiendo. Sufrimos, sin lugar a duda; Jess más que yo. Pero en ausencia de la muerte debimos resolver cómo vivir de nuevo.

    Después de la primera resonancia magnética salimos a los tropezones del hospital, aturdidos. Soplaba un viento caliente del sur. El último sol de la tarde caía hacia el horizonte. Unos estorninos andrajosos peleaban y despedazaban unos desechos en el estacionamiento. El mundo era ahora un lugar más decepcionante, indiferente, incluso hostil. Volvimos a casa conduciendo nuestro auto, hechos polvo. Todo lo que sentíamos era un terror puro, en carne viva. 

    Seis semanas después le extirparon el tumor a Jess. Nos dijeron que era maligno. Aún no sabíamos cuánto. Podía ser un oligodendroglioma o un astrocitoma. El pronóstico para un oligodendroglioma es bueno. El de un astrocitoma, no. Debían enviar el tumor extirpado a otro estado para que le hicieran más estudios. En unas semanas tendríamos los resultados. Aparentemente, si Jess presentaba una mutación que resultaba en la codeleción del gen 1q/19p, entonces el tumor era un oligodendroglioma, pero si no presentaba la codeleción, entonces se trataba de un astrocitoma.

    Parecía ciencia ficción barata. La vida de Jess estaría determinada por unas palabras ridículas, de sonoridad artificial y por tener o no una mutación genética. El tiempo se comprimió. Nada de lo sucedido en las semanas transcurridas había acontecido realmente. Bien podríamos haber estado de vuelta en el hospital por vez primera, mirando boquiabiertos el monitor de una computadora que nos mostraba un tumor del tamaño de un huevo de pato, atascado en el lóbulo frontal del cerebro de Jess.

    Aún creía, pero ya no me importaba creer.

    La tristeza nos envolvió. En los días siguientes estuvimos completamente a merced de sus idas y venidas. Se apoderaba de cada experiencia y se ensañaba con ella, y luego nos dejaba temblando y sollozando.

    Finalmente, tenía la mutación. Oligodendroglioma. Dejamos salir un suspiro contenido por tres semanas. Pero para ese entonces ya me había vuelto precavido con las buenas noticias, como un perro asustado que desconfía de cualquier muestra de afecto. Le llamaba “fatiga de la esperanza”. Hay que colocar la esperanza fuera de este ciclo. De otro modo, la fatiga ingresa. Los salmistas sabían esto.

    Incluso hoy es difícil rememorar esos momentos sin que resurjan las emociones oscuras que los acompañaron. Pero los acompañaba, al menos para mí, una clase de éxtasis absurdo y acentuado. El terror a la muerte y la pena ante la enfermedad fueron barridos por —cómo decirlo— un llamado esperanzador que percibí en el cáncer de mi esposa. La noche en que extirparon el tumor de Jess, cuando estuvimos solos por primera vez en el día, me senté en la oscuridad de la UCI mientras ella dormía, con la única luz de un brillo suave y titilante que provenía del lab-dab regular de su frecuencia cardíaca marcada en el monitor de la computadora. Me pregunté entonces si todo aquel asunto no sería algún tipo de extraña bendición. Sentado entre el brillo de las máquinas, reflexioné acerca de los hechos de aquel día. Quizá el tumor resultaba benigno y era posible que nos estuviéramos acercando al final de la prueba. El sufrimiento es un gran maestro. Si uno está sujeto a su pedagogía severa, es imposible no experimentar cambios. Me pregunté si me atrevía a admitir que estaba preocupado de que todo saliera bien; que no recibiría la sabiduría que acumulan aquellos que sufren. ¿Y si no había sido elegido para la prueba? No podía evitar preguntarme si el mal del cáncer de mi esposa —si era inevitable— podría ser de algún modo utilizado de forma moralmente productiva, y en su utilidad ser misteriosamente superado y anulado. Esperaba que al final, sucediera lo que sucediera, Jess y yo podríamos decirnos las palabras que Estella dice a Pip en Grandes ilusiones: “Me han doblado y quebrado, aunque —espero— he surgido en mejor forma”.  

    En los meses siguientes Jess dormía mucho y rara vez tenía hambre. Nuestra vida cotidiana presentaba las habituales formas macabras que uno encuentra en las historias de cáncer: habitaciones frías y esterilizadas, sillas tapizadas en plástico, soportes para suero; la extrañamente optimista camaradería forzada de la cultura de los sobrevivientes al cáncer; los canastos rebosantes de pañuelos para cubrir la cabeza, pelucas y otras pertenencias macabras de algunos pacientes con cáncer, que ahora eran escalofriantemente innecesarios. Pero más que nada, se trataba de un jaleo de citas médicas, saludos sinceros y sonrisas de amigos y conocidos, así como traslados a través del pueblo para llevar a los niños adonde necesitaban estar para que yo pudiera trabajar y Jess pudiera descansar.

    Toda normalidad que lográbamos era frágil; de hecho, más recibida que lograda. Era directamente atribuible a la enorme cantidad de apoyo de los amigos, la familia, la iglesia, los vecinos. A nuestra casa llegaba dinero que no pedíamos y que ayudaba a pagar las facturas médicas. Los amigos venían semanalmente a limpiar la casa. Las señoras de la iglesia nos cocinaban grandes cantidades de comida. Los vecinos aparecían con cortadoras de césped. Sin la ayuda que recibimos, la vida hubiera sido increíblemente difícil. En cualquier caso, el trauma de esos primeros días se suavizó hacia una rutina de comunidad y oración y abastecimiento; una riqueza inesperada. El semblante de Jess cambió. Su rostro, delgado y cansado debido a la quimio, de pronto reflejó una sabiduría y una dignidad forjadas en su sufrimiento, que le dieron una belleza mayor de la que yo había conocido.

    Trescientos sesenta y seis días después de la primera resonancia magnética el oncólogo declaró que Jess estaba bien.

    No había señales del tumor.

    Recuperamos nuestra vida. Dimos una fiesta. Comenzamos a hacer planes a largo plazo de nuevo.

    Liberados del cáncer, nos dispusimos a reestablecer la rutina de hábitos y conductas que había sido puesta patas arriba por la enfermedad de Jess.

    Fue entonces cuando mi fe me abandonó. O, para ser más preciso, aún creía, pero ya no me importaba creer.

    Un camino en la península del Sinaí después de una tormenta., Karl Bryullov

    Karl Bryullov, Un camino en la península del Sinaí después de una tormenta.

    El significado literal de la palabra griega akēdia es falta de interés. En su significado original, precristiano, hacía referencia al incumplimiento en enterrar a los muertos. Es decir, el incumplimiento en tratar la fuerza liminar de la muerte con la seriedad que merece. La muerte es un lugar primordial para lo desconocido, donde los misterioso y lo sobrenatural ejercen presión en la vida cotidiana. Debe ser enfrentada de forma directa —incluso si es de un modo formalizado o ritualizado—, sin descuidos ni indiferencia, no sea que las fuerzas caóticas del inframundo invadan el mundo ordenado de los vivos. Ya avanzado el siglo IV, Evagrio Póntico se retiró a los monasterios en el desierto egipcio. Allí articuló su vida ascética de forma teórica y sistemática, describió la tentación y sintetizó los “ocho pensamientos”, de los cuales el más singular, voluble y fastidioso es la acedía. Que Evagrio aplicara la palabra como lo hizo parece apropiado. El vicio de la acedía, según su definición, es un no recordar activo, una pérdida de la sensación de fe, una falta de cuidado —hecha costumbre— por las cosas que propician la salvación de cada uno.     

    En su aspecto exterior la vida lucía normal, pero Jess y yo sabíamos en algún punto que estábamos mantenidos en suspenso, atrapados en el oleaje de tantos hechos potentes. Yo me las apañé cambiando drásticamente la estructura de mi vida. De pronto, necesité un nuevo trabajo, una nueva iglesia, un nuevo hogar. Dejé de orar. Jess me dijo que se sentía culpable por no haber aprendido más desde el punto de vista espiritual a partir de su sufrimiento. Comencé a leer a Walker Percy. Elegí Amor en las ruinas y continué leyendo casi todo lo que había escrito. Cuando terminé sus novelas, leí sus ensayos. Y cuando terminé sus ensayos, leí sus novelas de nuevo.

    Al final, comencé a ser leído por sus obras. Percy lleva a sus lectores hasta el umbral de la decisión, y nos invita a continuar representando el mundo moral que la novela nos ha presentado. Pero no nos obliga a cruzar el umbral con él. En tanto continuara leyendo, podría mecerme hacia atrás y hacia delante en ese umbral, preguntándome por mi propia alienación de mí mismo a través de los textos.

    Clausurar algo no es necesariamente una situación terminal, pero puede transformarse en un momento lleno de significado.

    En setiembre de 2018 reapareció una mancha. Jess se sometió a otra resonancia magnética de control y las noticias no parecían ser buenas. El neurocirujano recomendó cirugía inmediata.

    No estábamos preparados para esas noticias. Habían transcurrido dos años desde la operación y asumimos que Jess ya estaba fuera de peligro. Recién estábamos recuperando nuestro rumbo.

    Jess estaba demasiado aterrorizada como para estar enojada, aterrorizada ante la idea de atravesar de nuevo una cirugía, y ante la posibilidad renovada de la pérdida de su vida futura. Aterrorizada de nuevo por dejar a su esposo y a sus hijos sin ella.

    Nuestra crisis no solo no se evaporó, sino que se extendió y estrechó como una nube blanca y ligera a gran altura.

    Mi miedo pronto se volvió pena. La pena se volvió enojo. El enojo se endureció en resentimiento. Ya no me cabía ningún pensamiento acerca de las bendiciones del sufrimiento. Aquellas preguntas con las que había luchado voluntariamente antes, ahora parecían empalagosas y triviales. ¿Qué está intentando enseñarme Dios? ¿Dónde está él en mitad de la oscuridad? ¿Cómo es que providencialmente permite, pero no causa el cáncer en nuestros bellos seres amados?

    Gracias, pero paso. Ya hice eso una vez. Ahora vivía en el territorio incendiado de la oración para enfrentar el cáncer.

    Pedimos una segunda opinión. Un golpe de buena suerte nos permitió agendar una consulta con uno de los más prestigiosos neurocirujanos del estado. Nos recomendó que esperáramos antes de tomar una decisión. Que hiciéramos una resonancia magnética de control en un mes, quizá en seis semanas. Que viéramos la evolución y luego reevaluáramos la situación. Si hay un crecimiento del tumor, no podrá hacer daño en tan poco tiempo, y sabremos qué hacer. Si se trata de su cerebro que reacciona ante la radiación —lo que puede suceder incluso dos años después—, se verá del mismo tamaño o incluso más pequeño. 

    Este era un consejo hacia el que nos sentíamos mejor dispuestos. Pasaron las seis semanas. Otra resonancia magnética. El informe fue bueno; la mancha no había crecido. Un alivio. Pero aún no habíamos salido de la maleza. Debía someterse a otro estudio en un lapso de seis semanas, y entonces tendríamos una buena muestra longitudinal de lo escaneado, lo que nos permitiría saber qué estaba sucediendo verdaderamente.

    Otras seis semanas, otra resonancia magnética. Esa era la verdadera prueba. Era una fría mañana de enero. Jess y yo estábamos sentados en el auto a punto de ir a ver al neurocirujano, quien nos diría si la mancha había crecido. El auto estaba apagado y en silencio. Nuestra respiración se volvió translúcida, condensada en las ventanas. Yo ya estaba cansado de mirar hacia otro lado. Durante demasiado tiempo había seguido el consejo de mi enojo. Estaba listo para mirar a la muerte al rostro, y no me acobardaría. Oramos. El Señor da y el Señor quita, bendito sea el nombre del Señor. Algo por el estilo.

    Me sentí más liviano. No tenía más razones para esperar que las noticias que íbamos a recibir fueran las que deseábamos de las que tenía antes de orar. Pero me sentía como el peregrino de John Bunyan. Una carga se había deslizado de mi espalda.

    Entramos.

    Las noticias eran buenas. Gracias a Dios.

    Ese fue el final de nuestro calvario. Quisiera decir que algo cambió en el auto antes de la cita; creo que así fue. Quisiera decir que hubiera aceptado las malas noticias sin enojo y con confianza. Creo que es importante que haya aceptado aquello que nos estaba esperando en ese consultorio antes de que entráramos.

    Continuamos con la vida, de nuevo libres del fantasma del cáncer. Al menos, por el momento. Quién sabe lo que traerá el futuro. Habíamos escarmentado. A pesar de que somos optimistas, avanzamos con precaución. Se ha establecido una conciencia nueva, permanente y realzada de la fragilidad de la vida. Y ha desaparecido nuestra ignorancia al respecto. Mis momentos de ocio se ven invadidos con más regularidad por pensamientos oscuros que me mantienen despierto por las noches y me hacen detestar el pasar con el auto por la puerta del hospital. Pero Jess está sana y ya no damos por obvia nuestra pequeña vida pueblerina, común y cotidiana. A su modo, saber eso es una bendición.

    Evagrio dice que aquellos que perseveran a través de los embates de la acedía a menudo se abren camino hacia la contemplación. Yo no lo he hecho. Nuestra crisis no solo no se evaporó, sino que se extendió y estrechó como una nube blanca y ligera a gran altura. Aún estoy tentado de olvidar a la muerte, así que, cada tanto me encuentro cautivo de ella, hundido en la cotidianidad, como dice Walker Percy. Nuestro cuerpo nos traiciona. Nuestra esperanza en él, que con tanta facilidad damos por obvia, fallará.

    En la pared de nuestra sala hay un ícono de la resurrección de Cristo. O, mejor dicho, del momento previo a su resurrección, después de su descenso al mundo de los muertos. Es una imagen impresionante, dinámica, energética, llena de movimiento. La escena completa vibra con la fuerza de la vida. Contra un fondo azul profundo, un Cristo vestido de blanco literalmente tironea de Adán y Eva hacia fuera de su tumba, mientras el resto de la humanidad es arrastrada con ellos en la resplandeciente mandorla de la resurrección de Cristo. Toda la creación es capturada en su velocidad angular mientras los santos son arrancados del Hades, el extremo interno de la base de la creación, como un enorme calcetín cósmico que fuera dado vuelta. Cristo está de pie, sereno, listo para girar y ascender, con los pies apoyados en dos puertas rotas, y llaves y calaveras desparramadas como grava bajo él, el reino de la muerte destruido. Es un espiral en tensión, todo él energía en potencia.

    La resurrección nos arranca del ámbito de la muerte, la relativiza, la coloca en un penúltimo lugar sin aniquilarla. Esta ambivalencia divina me pone impaciente. Es mi temperamento. Y aquí estoy, dos años después, dando vueltas en torno al cementerio de la muerte, merodeando en torno al espacio que Cristo y todos sus santos dejaron vacío al levantarse y marcharse.

    Él es el camino. Estoy intentando seguirlo.


    Traducción de Claudia Amengual

    Contribuido por

    Jeff Reimer es editor asociado de Comment y trabaja como escritor y editor freelance en Newton, Kansas. Él y su esposa Jess tienen cuatro hijos.

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