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    El camino de vuelta a casa

    Cómo mi hermana con síndrome de Down llegó a aceptar la muerte de nuestra madre.

    por Erna Albertz

    lunes, 30 de octubre de 2023

    Otros idiomas: English

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    Fue a fines de setiembre de 2018 que tomé conciencia de que la salud de mi madre se deterioraba rápidamente y el final de su vida era solo cuestión de días. Mis pensamientos se perdían en un laberinto de dudas y consideraciones. Más que nada quería que su vuelta a casa fuera algo bueno y, aunque deseaba allanarle el camino tanto como fuera posible, me sentía como una persona ciega avanzando a tientas en un bosque cubierto de enredaderas.

    Sin embargo, en medio de esa maraña de interrogantes, algo destacaba con toda claridad, algo que acaparaba la atención de mi agitada mente haciendo que todo lo demás quedara relegado a un segundo plano: ¿Qué pasaría con Iris?

    Mi hermana Iris es tres años y medio menor que yo y veintiún meses menor que nuestra hermana Ria. Iris tiene síndrome de Down. 

    a young woman with Down syndrome sitting beside her elderly mother

    Iris con su madre Fotografías cortesía de la autora

    Mamá fue una persona que nunca se preocupó por el futuro. Quizá haber tenido una vida excepcional le había enseñado que era un esfuerzo vano. Cuando dos años y medio antes, le habían diagnosticado cáncer, recibió la noticia con sorprendente calma y falta de dramatismo. De inmediato decidió que lo mejor era continuar con su vida de la misma manera que lo había hecho hasta ese momento. Siempre se había mostrado muy activa y vital, siempre dispuesta a acoger a otros, y esa parecía ser la mejor forma de continuar por el tiempo que le quedara. Nosotros, su familia, por momentos nos sentimos tentados a cuestionar ese proceder, pero ella estaba tan convencida que su paz y confianza resultaban contagiosas, casi hasta hacernos creer que no tenía cáncer después de todo.

    Así las cosas, nunca hablamos de su deseo con respecto a Iris. Había escrito una carta que debíamos entregarle a Iris después de su partida y, junto con mi padre y conmigo, los tres habíamos grabado las canciones infantiles que le cantaba a Iris a la hora del baño y al ir a dormir –canciones que Iris nunca dejó de disfrutar. Pero, como no se sabía cómo serían los últimos días, mamá no quería perder tiempo en elucubraciones. De lo que sí hablamos fue que no debíamos mentirle a Iris, aunque sí había que ahorrarle lo más desagradable del cáncer y la muerte tanto como fuera posible. Por lo demás, mamá confiaba en nosotros.

    Iris iba preparando el último tramo del sagrado camino que mamá estaba recorriendo, poniendo señales luminosas y transmitiéndole fuerza para dar los últimos pasos.

    Ahora, de pronto, estábamos en los últimos días, y yo, como hija mayor, sentía el peso de la confianza que mi madre había depositado en mí. Asegurar que Iris estuviera bien durante este tiempo me parecía la expresión más importante y duradera de amor hacia mi madre en el final de su vida. Pero solo Dios sabía cómo lo haría.

    ¡Y vaya si lo sabía! Hacía ya algunos años que leía en línea Confessions of the Chromosomally Enhanced (Confesiones de una familia con un plus cromosómico), un blog escrito por Elizabeth –ahora postea en Instagram– cuya hermana mayor, Leanne, tiene síndrome de Down. Elizabeth y su esposo decidieron adoptar una niña con síndrome de Down antes de tener hijos biológicos, de modo que tienen en su familia dos personas cromosómicamente bendecidas. Últimamente, había estado muy ocupada para leer el blog, pero algo me llevó a visitarlo nuevamente una tarde. Quizá necesitaba esa pausa de humor que el blog me ofrece ya que veo reflejadas como en un espejo las situaciones que tan bien conozco por mi hermana.

    Supe entonces que también la familia de Elizabeth acababa de recibir una muy triste noticia: su madre había enfermado gravemente de manera repentina y tenía pocos días de vida. Elizabeth, igual que yo, buscaba la manera de ayudar a su hermana a procesar la situación. Un listado poco conocido de sitios web la llevó hasta una mujer llamada Melissa Levin que había dictado un seminario sobre las personas con síndrome de Down y el duelo. Elizabeth posteó una serie de artículos extremadamente valiosos sobre el tema, justamente cuando yo más lo necesitaba.

    El consejo básico de Melissa Levin era crear recuerdos concretos a partir de actividades compartidas entre la persona con síndrome de Down y el ser querido próximo a la muerte.

    ¡Me resultó tan obvio después de haberlo leído! Los recuerdos de Iris casi siempre estaban asociados a objetos concretos, por ejemplo, la ropa que llevaba puesta el día en que cierto evento ocurrió. Todo lo recuerda de manera absolutamente lineal y directa.

    De inmediato me puse a buscar una actividad que mamá e Iris pudieran hacer juntas. A la mañana siguiente, les propuse mirar fotos de cuando Iris era bebé: un álbum detallado que mamá había ido armando con historias y fotos cuando Iris era pequeña. No fue fácil, pero me ingenié para colocar una superficie de apoyo en el sillón reclinable de mamá y conseguirle a Iris una silla que estuviera a la misma altura. Grabé en video la mayor parte de su conversación. A Iris le encantaba verse en las fotos, y a mamá le encantaba contar anécdotas del pasado. Pensé que el álbum, y por supuesto el video, servirían como recordatorios tangibles en el futuro.

    Respiré aliviada. Al menos una cosa había hecho bien; había quitado una gruesa enredadera en el bosque enmarañado, y el sendero se veía más despejado. Dentro de lo posible, había hecho todo lo que estaba a mi alcance por Iris.

    Sin embargo, Iris estaba a punto de mostrarnos lo que ella podía hacer por nosotros.

    a young woman with Down syndrome sitting beside her elderly mother

    En su última semana, a comienzos de octubre, mamá estaba tan débil que ya no podía levantarse. Iris venía a verla cada mañana. A menudo, estábamos solo nosotras dos junto a su cama (Ria debía enviar a sus cuatro hijos a la escuela, así que llegaba un poco más tarde). En realidad, no teníamos mucho que decir así que Iris y yo tomamos por costumbre cantar. Ella siempre quería cantar una canción que dice así:

    En el cielo, en el cielo todo es gozo y alegría;
    los ángeles cantan porque están con Dios.
    Danzan y cantan sus alabanzas a Dios,
    creador de todas las cosas en cielo y tierra.
    Este gozo maravilloso es una ciudad de paz
    donde el amor y la alegría nunca dejan de crecer.

    Yo no lograba llegar al final de la primera estrofa. Iris quedaba desconcertada y la angustiaba ver mis lágrimas. A través de su asombro parecía decirme: “¿Mi madre irá al cielo, no es verdad? Entonces, ¿por qué lloras? ¿No es el cielo el lugar más maravilloso?”. Al día siguiente, miré hacia otro lado y logré seguir la letra con un canto semiahogado. Iris igual notó mis lágrimas, y le dije que tenía un resfrío fuerte y me sentía muy mal (al menos esto último era verdad). Ese mismo día, les contó a todas sus amigas que estaba orando por su hermana que estaba muy resfriada. No dijo nada acerca de orar por su madre (Iris siempre la llamó “madre”, mientras que mi otra hermana y yo la llamábamos “mamá”). En alguna parte de su ser, Iris sabía que era yo quien más necesitaba sus oraciones.

    En una de sus visitas, Iris puso sobre la cama de mamá un puñado de hojas rojas brillantes recogidas en el camino, como queriendo inundar la habitación de esplendor otoñal. En otra ocasión, se inclinó para darle un beso y luego, como era su costumbre, puso la mejilla para ser correspondida: “¡Dame un beso!”. El beso de mamá debió ser leve como el roce de una pluma de un ángel, porque Iris –bien plantada en tierra firme– no lo sintió. “¡Madre, dame un beso!”, insistió. “¡Te di un beso!”, respondió mamá, y volvió a besarla con un destello de luz en sus ojos.

    Poco después, cuando mamá entró en coma, era difícil para Iris permanecer largo rato en la habitación. Intentaba hablarle a mamá, pero la falta de respuesta la desconcertaba. Entonces, salía al jardín en busca del columpio que estaba a escasos cinco metros de la ventana del cuarto de mamá. Hamacarse siempre ha sido el tiempo de disfrute personal de Iris, su manera de procesar el día y (creo yo) su manera de orar.

    Una vez más, Dios mostró que sabía qué necesitábamos en el momento justo. Ese año, los primeros días de octubre fueron inusualmente cálidos, de modo que las ventanas estaban abiertas de par en par. Iris cantaba mientras se hamacaba, y su voz se elevaba por sobre el chirrido de los ganchos de metal contra el armazón del columpio. A Ria y a mí nos sorprendió comprobar que todas las canciones tenían un tema en común: subir al cielo. “Mantén en alto tu luz, soldado, que vas al cielo”; “Vamos subiendo por la escalera de Jacob”; “Que la luz del cielo brille sobre mí”, y, por supuesto, “En el cielo todo es gozo y alegría”.

    De una manera que nadie más podía hacerlo, Iris iba preparando el último tramo del sagrado camino que mamá estaba recorriendo, poniendo señales luminosas y transmitiéndole fuerza para dar los últimos pasos.

    Mamá murió en paz en la madrugada del 11 de octubre de 2018. Habíamos decidido no despertar a Iris ni a los nietos si mamá fallecía en la noche. Quizá mamá dio su aprobación a nuestro plan al partir en el momento en que lo hizo. Iris llegó en la mañana, como todos los días. Papá estaba demasiado abrumado para hablar con ella, y Ria y su esposo habían ido a hablar con sus hijos. De modo que fui yo quien le dio la noticia a Iris; no tenía idea de cómo iba a reaccionar. 

    “Iris, hay algo muy importante que debo contarte: mamá falleció esta mañana temprano y fue a su hogar en el cielo”.

    “¡Guau!”, respondió Iris, con una mezcla de admiración y reverencia. “¡Mi madre está en el cielo!”. Remarcó cada palabra, dando a entender que era la mejor noticia que podía darle. Y volvió a decir ¡guau! varias veces más mostrando asombro genuino.

    Luego se volvió y me miró a los ojos. Me preparé para escucharla decir palabras que seguramente serían de consuelo o sabiduría.

    “¿Qué vamos a almorzar?”, me preguntó Iris, ignorando por completo que –cualquiera fuera mi expectativa– no era eso lo que esperaba escuchar.

    Quedé tan sorprendida que no sabía qué responder. Acabas de enterarte de que tu madre ha muerto y ¿preguntas por la comida? Esta vez, la desconcertada era yo.

    Pero mientras le daba vueltas en mi cabeza, caí en la cuenta de que Iris no sentía la presión de hacer “lo que se considera correcto”. No le preocupaba exteriorizar una emoción apropiada ni sentía la necesidad de esperar un tiempo prudencial antes de seguir adelante con su vida. Ella simplemente seguía viviendo y quería que lo supiéramos. A través de su pregunta nos estaba diciendo: “Mi madre está en un lugar maravilloso. Peleó la batalla y llegó al final de la carrera. Pero yo estoy en la tierra, y aquí abajo tenemos que ocuparnos de cosas como alimentarnos y vestirnos. Aun cuando el cómo haya cambiado, algunas cosas se mantienen constantes, y me voy a aferrar a ellas”.

    Junto con las lágrimas, brotó la risa, y me encontré llorando y riendo al mismo tiempo. Creo que eso es exactamente lo que mamá hubiera querido. Al fin y al cabo, la pena y la alegría son hermanas, y la sinceridad es el ancla que las sostiene.

    Después de que mamá ya estuvo preparada para el velatorio, fui con Iris adonde estaba mamá y le di un ramo de rosas para que lo pusiera entre sus manos. Tres rosas rosadas por sus tres hijas (una amiga las había traído de su jardín; las últimas del año) y una blanca por el bebé que había perdido y con quien ahora esperaba encontrarse. Recordé que Iris solía ponerse ansiosa en los velatorios y funerales, y me preguntaba cómo reaccionaría esta vez.

    Una vez más, Iris me sorprendió. Fue derecho hasta la cama y, con gran determinación, acomodó las rosas, luego, se inclinó y le dio un beso. Ni un ápice de temor o ansiedad, solo amor. Fue como si las sombras de muerte no pudieran acercarse a su corazón tan puro.

    Iris se mostró alegre y positiva durante el funeral y los días subsiguientes, maravillándose con nosotros –a su manera– por la magnífica providencia y bendición de Dios. No fue sino después de varias semanas que comenzó a reconocer lo definitivo de la muerte al percibir la ausencia de mamá. Comencé a dudar si Iris realmente había entendido que mamá no regresaría. No había llorado ni dado señal alguna de aflicción. Como si hubiera percibido mi desconcierto, Iris comenzó a decir: “La extraño”. Esto se convirtió en un mantra que Iris repite cada vez que me ve, que es casi a diario. Esta expresión nos da pie para compartir recuerdos y pensamientos o, a veces, un simple: “Sí, yo también la extraño”.

    Quizá mamá me estaba recordando que debía mirar a través de los ojos de Iris.

    Otra forma en que Iris procesa el duelo es preguntando dónde está mamá, cómo está o qué está haciendo. Después de algunos torpes intentos de explicar cosas que ninguno de nosotros llega a comprender, se me ocurrió que lo mejor era devolverle la pregunta: “¿Cómo crees que está mamá?”. “Está feliz; está en el cielo” –es toda la certeza que necesita su corazón tierno e inocente. Vez tras vez, sus respuestas francas y directas revelan realidades con las que mi mente laberíntica suele tropezar.

    Esto se hizo evidente al año, aproximadamente, del fallecimiento de mamá, cuando Iris debió someterse a un procedimiento médico bajo anestesia general. Estaba ansiosa, aun cuando yo estuve a su lado hasta que se durmió. Sus primeras palabras en la sala de recuperación fueron: “Madre me cuidó todo el tiempo”. En los meses subsiguientes, al referirse a este episodio, decía: “¿Te acuerdas cuando madre me cuidó mientras estaba en el hospital?”. Por mi parte, he deseado intensamente sentir la presencia de mi madre o verla en mis sueños, pero no lo he logrado. Quizá mamá me estaba recordando que debía mirar a través de los ojos de Iris.

    Si han quedado con la impresión de que Iris es una candidata a la santidad, les aseguro que no es así. Como cualquier ser humano, tiene pies de barro. Pasar tiempo con ella puede ser agotador; dice todo lo que le viene a la cabeza y hace preguntas permanentemente. Puede ser tan egoísta y mezquina como cualquiera de nosotros. Estas experiencias que aquí relato han pasado por varios filtros a lo largo de los meses a fin de eliminar los detalles más prosaicos o agotadores.

    Sin embargo, cuando repaso los tres años transcurridos desde aquel octubre por siempre grabado en mi memoria, veo claramente que Cristo obró a través de Iris para poner de manifiesto verdades profundas: “no se entristezcan como esos otros que no tienen esperanza.” (1 Tesalonicenses 4:13); “a menos que ustedes cambien y se vuelvan como niños, no entrarán en el reino de los cielos” (Mateo 18:3). Y el consuelo que Jesús les dio a sus discípulos antes de su muerte: “La paz les dejo; mi paz les doy. Yo no se la doy a ustedes como la da el mundo. No se angustien ni se acobarden” (Juan 14:27).

    Aunque creo que el texto que Iris mejor encarna es Mateo 6 que nos enseña a no preocuparnos por la comida ni la ropa. Y aunque podría disculparse que el lector circunstancial piense que eso es justamente lo que Iris hace, creo que la enseñanza más profunda de Jesús es que seamos sinceros y sencillos, que no calculemos ni especulemos sobre el futuro. Si tú estás pensando en la comida –¿quién no?–, ¡no quieras aparentar lo que no es! Dilo sin vueltas: ¿Qué vamos a almorzar?

    Antes del funeral, elegí tres de los vestidos más lindos de mamá y le pedí a una modista que los ajustara para mis hermanas y para mí. Cuando enterramos a mamá, cada una de nosotras llevaba puesto algo de ella, como una manera de hacer palpable ese legado que tendríamos que continuar.

    Porque, como pude ver con toda claridad, lo que era bueno para Iris en su conexión con todo lo más genuino de la vida, seguramente también era bueno para Ria y para mí.


    Traducción de Nora Redaelli

    Contribuido por ErnaAlbertz Erna Albertz

    Erna Albertz vive en el Gutshof, una comunidad Bruderhof en Austria.

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