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    illustration of God speaking to Job in a whirlwind

    ¿Soy cristiano, aunque no tenga experiencias espirituales?

    Los cristianos desean a menudo encuentros eufóricos con lo divino, pero no todos los tienen.

    por Benjamin Crosby

    lunes, 15 de diciembre de 2025

    Otros idiomas: Deutsch, English

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    El 13 de enero de 1522 el reformista alemán Martín Lutero le escribió una carta a Philip Melanchthon, su amigo y colega reformista de Wittenberg, sobre cómo lidiar con los llamados “Profetas de Zwickau”, hombres que habían llegado a Wittenberg proclamándose como receptores de visiones del cielo. En la carta, basándose en 1 de Juan 4:1, Lutero instruye a Melanchthon a someter a prueba los espíritus. Su consejo para dicha prueba es el siguiente:

    Para explorar su espíritu individual también debes cuestionar si han experimentado angustia espiritual y el nacimiento divino, la muerte y el infierno. Si oyes que todos son agradables, tranquilos, devotos (como dicen) y espirituales, entonces no los apruebes, aunque dijeran que fueron arrebatados al tercer cielo. Entonces falta el signo del Hijo del Hombre, que es el único criterio que identifica a los cristianos y un certero diferenciador seguro entre los espíritus... Entonces, “examina y ni siquiera escuches si hablan del Jesús glorificado, a menos que primero hayas oído del Jesús crucificado”.

    Esto significa que, para Lutero, una vida espiritual que es toda luz, alegría y paz no es auténticamente cristiana. Aquellos que alegan una autoridad espiritual enteramente basada en experiencias dichosas como esas deben ser desacreditados. Una salud aparente del alma tiende a ser lo contrario, porque el criterio de una espiritualidad cristiana genuina es la experiencia del sufrimiento espiritual. Esto es lo que significa estar marcado con la señal del Hijo del Hombre, la cruz.

    Desearía que alguien hubiera compartido este mensaje conmigo de adolescente. Pero, al contrario, aunque no me lo hubieran enseñado explícitamente en casa o en mi iglesia, absorbí otra visión de la vida espiritual cristiana, muy común en los círculos conservadores protestantes estadounidenses. Según ella, la fuerza de las experiencias espirituales de cada uno es una medida clave de la madurez cristiana, y estas experiencias son normalmente positivas, de consuelo, alegría y paz en la presencia divina. En una mezcla de pietismo con el optimismo y la informalidad estadounidenses, se entiende que el cristianismo da lugar a sentimientos de agradable cercanía espiritual; la oración se entiende predominantemente como una conversación informal con Dios. Cuando se narran experiencias de sufrimiento o dificultades espirituales, suele ser en la parte “antes” de una historia de antes y después: relegadas de forma segura a antes de la conversión o al arrepentimiento de un pecado que nos acosa. La experiencia de la ausencia divina solo se puede interpretar como un fracaso.

    illustration of Job

    William Blake, Que perezca el día en el cual nací, ilustración en tinta y acuarela del Libro de Job, 1821. WikiMedia (dominio público).

    Sin importar las ventajas que pueda tener esta interpretación de la vida cristiana, a mí me planteó un gran problema: no parecía tener estas experiencias, al menos no regularmente. Se suponía que eran sine qua non del verdadero cristianismo, pero para mí resultaban imposibles de lograr. Leía la Biblia, oraba, iba a la iglesia, pero no lograba entender qué querían decir las personas cuando afirmaban escuchar a Dios hablarles durante la oración o sentir la presencia de Dios. Recuerdo, en mi adolescencia, haber recibido la comunión por primera vez luego de mi confirmación y mirado de reojo a la persona a mi lado, quien lloraba silenciosamente, abrumado por la experiencia de comer el cuerpo y la sangre de Cristo en el sacramento por primera vez. Si bien yo creía estar recibiendo el cuerpo y la sangre de Cristo, para mi profunda frustración no se sentía como tal. La experiencia era la de masticar una oblea sin gusto y beber un vino mediocre. Experiencias como estas (o, más bien, la falta de ellas) me hicieron preocuparme de que hubiera algo muy malo en mí, aunque mis padres o pastores me aseguraran lo contrario.

    Es difícil exagerar lo aliviado que me sentí al descubrir que esta es solo una de las formas, y además minoritaria, de entender cómo luce la salud espiritual cristiana. De hecho, la mayoría de la tradición cristiana rechaza este tipo de evangelio de la prosperidad espiritual, según el cual la proliferación de experiencias positivas son la marca del compromiso cristiano, a favor de un enfoque del significado de la salud espiritual que sea más bíblico y realista. Mis lecturas sobre la historia de la teología cristiana me ayudaron a comprender mejor tanto el lugar que ocupan los afectos o experiencias religiosas en la vida cristiana como qué tipo de experiencias “cuentan” como religiosas.

    Pude ver que era un error colocar en el centro del cristianismo experiencias religiosas privadas de un tipo inusual, casi inmediato y altamente emocionales, porque Dios no las usa para atraernos a él. De hecho, para nada nos promete (en esta vida) experiencias de ese tipo. Más bien, Dios ha elegido utilizar medios aparentemente cotidianos y poco dramáticos como instrumentos para formar una relación con él, sobre todo el agua, el pan y el vino de los sacramentos y el texto de las Escrituras. Tal como lo describe la Confesión de fe de Augsburgo de 1530 “Dios ha instituido el Ministerio de la palabra y nos ha dado el Evangelio y los Sacramentos. Por estos medios recibimos el Espíritu Santo que produce en nosotros la fe donde y cuando Dios quiere” Nos promete estar presente mediante estos elementos físicos, la comunidad cristiana reunida, y los pobres, tanto si percibimos su presencia allí como si no.

    El criterio de una espiritualidad cristiana genuina es el sufrimiento espiritual. Esto es lo que significa estar marcado con la señal del Hijo del Hombre, la cruz.

    Este uso de medios físicos y experiencias ordinarias para transmitir la presencia divina nos revela la misericordia de Dios, que se adapta al tipo de criaturas que somos: físicas, terrenales, fácilmente distraídas, incapaces de alcanzar éxtasis espirituales constantes. Juan Calvino escribe sobre esto de una forma conmovedora. Habla del uso que hace Dios del lenguaje antropomórfico para referirse a sí mismo en las escrituras como una especie de lenguaje infantil divino adaptado a nuestras capacidades: “Dios, por así decirlo, balbucea al hablar con nosotros, como las nodrizas con sus niños para igualarse a ellos”. De manera similar, sobre los sacramentos, escribe que somos carnales, y por ende “el Señor, en su misericordia, de tal manera se acomoda indulgentemente a nuestra capacidad, no desdeña atraernos a Él con estos elementos terrenos, y proponernos en la misma carne un espejo de los bienes espirituales”.

    Esta interpretación mueve el foco desde nuestra propia capacidad de experiencia (o la falta de esta) hacia la promesa de Dios. Lo importante no es la experiencia espiritual dramática sino la confianza en que nuestro Dios fiel cumple lo que promete mediante de las maneras humildes que él amablemente escoge. Qué diferencia supondría comprender esto a la hora de reflexionar, por ejemplo, sobre mi decepcionante primera experiencia en la comunión. La cuestión no es que Dios nunca conceda una conciencia particular de su presencia al recibir la Cena del Señor. Desde entonces he tenido algunas de estas experiencias, y las atesoro. Lo que quiere decir es que ni la realidad de la ofrenda de Dios en el sacramento, ni la recepción fiel, dependen de una “experiencia” numinosa de Dios. La experiencia subjetiva de la presencia de Dios es menos importante que la promesa de Dios de que él está ahí. Para mí, esto es sin duda una buena noticia.

    No solo llegué a comprender que la experiencia religiosa subjetiva no era el principio y el fin de la vida cristiana, sino que también amplié mi comprensión de lo que se considera experiencia religiosa cristiana. Primero, creía haber internalizado una idea, que le debe menos a las escrituras que a William James, de que la verdadera experiencia religiosa es irracional o incluso antirracional, que el intelecto no interviene en absoluto. Ahora bien, es cierto que existe un largo debate en la teología cristiana, desarrollado con especial detalle en la Edad Media, sobre los papeles respectivos del conocimiento y el amor en la aprehensión de Dios por parte del alma, y hay algunos textos cristianos (por ejemplo, Nube del desconocimiento) que sostienen con firmeza que el intelecto debe quedar finalmente atrás en el ascenso del alma hacia Dios. Pero incluso los textos de la tradición afectiva suelen dejar cierto espacio para el intelecto en la relación del cristiano con Dios; y hay numerosos ejemplos de textos en los que las personas piensan en Dios, como La Trinidad, de Agustín de Hipona, donde la investigación de la imagen del Dios trino en el alma humana se convierte en el medio para ascender a la visión de Dios.

    illustration of God speaking to Job in a whirlwind

    William Blake, Entonces el Señor respondió a Job desde la tormenta, ilustración en tinta y acuarela del Libro de Job, 1821. WikiMedia (dominio público).

    Además, aprendí que las experiencias religiosas pueden ser negativas. En este sentido, la tradición mística cristiana me ha sido de gran ayuda, al insistir en que los momentos de desesperación, ausencia divina y sufrimiento forman parte de la vida espiritual tanto como los momentos de alegría. Están Juan de la Cruz y la noche oscura del alma, Ignacio de Loyola y sus consejos incansablemente prácticos sobre cómo actuar en momentos de desolación (entre otras cosas, aconseja no realizar cambios ni tomar decisiones importantes en esos momentos), Juliana de Norwich y su oración para experimentar el tormento de Cristo en la cruz, la atrevida declaración de Hadewijch de la ausencia divina como, paradójicamente, la forma más elevada de presencia divina.

    De hecho, muchos de estos autores no solo consideran el sufrimiento espiritual como una parte previsible de la vida espiritual, sino como algo definitivo de la espiritualidad verdaderamente cristiana. Esta visión ya se refleja en las escrituras. El mismo Jesús siente agonía al igual que alegría, y nos dice que la vida cristiana es una que carga con la cruz. Pablo, a pesar de todas sus palabras sobre el éxtasis místico, también habla de la espina en su carne y del sufrimiento como medios para conformarse a Cristo. Elaborando sobre este trasfondo bíblico, el autor medieval Juan Taulero nos advierte que nunca debemos buscar permanecer en momentos de comodidad y consuelo; debemos dar gracias por ellos, pero no convertirlos en la meta de nuestra vida espiritual. El autor anónimo de la Theologia Germanica establece que la actitud ante el sufrimiento es lo que distingue entre la verdadera y la falsa espiritualidad cristiana: los falsos maestros proponen escapar de todo sufrimiento en esta vida, mientras que el verdadero cristianismo abraza el autoabandono total de la cruz como el único camino hacia Dios, por muy doloroso que sea. Así, las experiencias de abandono o sufrimiento espiritual son signos de una experiencia religiosa genuinamente cristiana, al igual que la cruz es el signo necesario de la vida cristiana en su conjunto.

    Hasta ahora, he argumentado que las experiencias espirituales dramáticas y obviamente sobrenaturales son menos importantes en la vida cristiana que la confianza en las promesas de la presencia eficaz de Dios, y que una descripción de la espiritualidad cristiana como algo solo dulce y luminoso pasa por alto el patrón en forma de cruz de la vida cristiana. Habiendo dicho esto, me veo obligado a compartir una experiencia que realmente me tomó por sorpresa. Hace un par de años, comencé a experimentar el tipo de oración extática que los pentecostales llaman orar en lenguas. Sucedió de esta forma: estuve en vela toda la noche dando vueltas en la cama, atormentado por las dificultades del ministerio y una sensación de ausencia divina. Desperté a mi esposa que dormía a mi lado y le pedí que orara por mí. Ella depositó sus manos sobre mí, oró un poco aturdida y luego se volvió a dormir rápidamente; hasta el día de hoy no recuerda lo que dijo. Pero, de repente, sílabas sin sentido que eran mías y no mías, voluntarias e involuntarias al mismo tiempo, comenzaron a llenar mi mente. Me levanté de la cama y me arrodillé en el piso de nuestra sala de estar ante una cruz y oré así por una hora. Después de eso, mi mente se tranquilizó y pude dormir.

    No menciono esto para narrar una simple historia de conversión o transformación antes y después (“antes era tan espiritualmente ignorante que no sentía nada cuando comulgaba, ¡pero ahora rezo en el Espíritu!”). Mi vida espiritual sigue siendo una de momentos muy ocasionales de luminosidad divina y sentimientos igualmente raros de desánimo. La mayor parte del tiempo se trata de confiar en que Dios está verdaderamente presente en su poder en el pan y el vino, en las palabras de las Escrituras leídas y predicadas, en el ciclo de adoración diaria y semanal, y en mis débiles intentos de elevar mi mente hacia él en oración, incluso cuando no tengo una sensación de su presencia distinta de las sensaciones o pensamientos ordinarios.

    La experiencia subjetiva de la presencia de Dios es menos importante que la promesa de Dios de que él está ahí. Para mí, esto es sin duda una buena noticia.

    Pero, de igual manera quise compartir esta historia, porque la experiencia me ha ayudado a evitar otro peligro al pensar en la experiencia espiritual cristiana. Evitar depender de experiencias espirituales dramáticas no debería llevarnos a descartarlas cuando se producen. Las iglesias de la Reforma magisterial pueden ser especialmente propensas a esta postura, al igual que, en general, cualquier iglesia de clase media-alta, bien educada y de tipo occidental, ansiosa por parecer razonable ante un mundo secular. Del mismo modo, el reconocimiento de que el dolor, la ausencia y el desánimo son partes necesarias de la vida espiritual distintivamente cristiana puede convertirse en una excusa para bautizar la tibieza y la duda, como si fueran lo mismo que la mística noche oscura del alma, y así dejar de creer que son posibles las experiencias gozosas de la cercanía divina. Desde este punto de vista, la única manera de ser realmente maduro o saludable espiritualmente es ser perpetuamente infeliz. Una vez más, a menudo entra en juego un sentido de condescendencia intelectual hacia las formas más emocionales del cristianismo.

    Pero yo no pienso que las escrituras o la tradición cristiana nos dejarán desestimar fácilmente experiencias espirituales dramáticas y maravillosas, y del mismo modo no nos dejarán desestimar el sufrimiento. El mismo Pablo que habló de la espina en su carne también habla del arrebatamiento hacia el tercer cielo, en un pasaje muy apreciado por los místicos medievales, y tiene mucho que decir sobre lenguas y profecías y otras cosas que nos hacen sentir incómodos a los modernos. Las escrituras en su conjunto están llenas de sueños enviados por Dios, de palabras divinas directas, de curaciones milagrosas y resurrecciones. Como a los pentecostales les gusta recordarnos, la promesa de Dios de derramar abundantemente su Espíritu sobre su pueblo, para que puedan tener visiones y soñar sueños, se cumplió en Pentecostés.

    El mismo Pablo que habló de la espina en su carne también habla del arrebatamiento hacia el tercer cielo, en un pasaje muy apreciado por los místicos medievales.

    Y de hecho la historia de la iglesia nos deja en claro que dichos acontecimientos milagrosos no dejaron de ocurrir cuando se terminó la era apostólica. La tradición mística cristiana, en particular, está llena de historias de encuentros dramáticos y trascendentales de las almas con Dios. Esto es lo que la tradición cristiana entiende por contemplación. Así, por ejemplo, Bernardo de Claraval habla de amar a Dios con un amor “tan grande y embriagador que, olvidada de sí y estimándose como cacharro inútil, se lance sin reservas a Dios y, uniéndose al Señor, sea un espíritu con Él”. Añade: “Dichoso, repito, y santo quien ha tenido semejante experiencia en esta vida mortal”. Tampoco debemos separar cuidadosamente a los místicos en místicos de la alegría y del sufrimiento: muchos de los mismos pensadores que escriben de forma conmovedora sobre la experiencia del sufrimiento espiritual como un marcador de la auténtica espiritualidad cristiana también describen experiencias extáticas de alegría.

    Entonces, ¿qué tienen que ver estas “experiencias espirituales” de carácter dramático y claramente sobrenatural con la salud espiritual? Por un lado, Dios nos libera de basar nuestra fe o confianza en nosotros mismos como cristianos en ellas. Dios desalienta el mirar dentro de nosotros mismos, examinar ansiosamente nuestras experiencias de Dios, en favor de simplemente recibir con confianza los medios externos que él ha designado para comunicarse con nosotros. No es necesario sentir éxtasis espirituales, ni tener una experiencia dramática particular de renacer, para ser un cristiano genuino. Sin embargo, la redención que Dios obra implica lo que una antigua tradición cristiana llamaba los sentidos espirituales, la forma en que, por el poder del Espíritu, llegamos a conocer íntimamente a Dios de una manera análoga a la inmediatez de la sensación. La salvación implica dirigir todas las partes de nuestro ser, incluidos nuestros afectos, para encontrar la plenitud en Dios. Esto significa que no podemos sino estar atentos a la experiencia espiritual. Pero ¿qué tipo de experiencia espiritual?

     Aquí en la tierra, la cruz es el acompañamiento necesario de la vida cristiana y debe rechazarse la espiritualidad de la prosperidad que niega la centralidad del sufrimiento espiritual. Pero, no obstante, debemos recordar siempre que esperamos una eternidad de contemplación extática y gozosa de Dios, y que Dios, en su misericordia, a veces nos ofrece anticipos de ese gozo durante nuestra peregrinación. Agradezcamos por esos momentos si los tenemos, y, si no, confiemos en la providencia de Dios, mientras esperamos el cumplimiento de todas las promesas de Dios en la vida del mundo futuro.


    Traducción de Micaela Verdecanna Zeballos
    Contribuido por BenjaminCrosby Benjamin Crosby

    Benjamin Crosby es sacerdote de la Iglesia Anglicana Canadiense y doctorando en Historia de la Iglesia en McGill University.

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