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    Un antídoto contra la celebridad cristiana

    Los santos de pueblo nos desafían a repensar nuestra visión del éxito.

    por Andy Stanton-Henry

    lunes, 18 de septiembre de 2023

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    Santos exitosos

    En Vida oculta ―la bella película sobre el granjero austríaco Franz Jägerstätter, quien se rehusó a suscribir el juramento de fidelidad del soldado a Hitler― hay una escena en la que Jägerstätter es confrontado por un compañero de prisión. A lo largo de la película, varias personas le piden que preste dicho juramento y que haga lo que deba hacer para la supervivencia suya y de su familia. Dios comprenderá. Y su compañero de celda no es una excepción. Se despacha con un discurso derivado de un agotamiento desesperanzador: “¿Acaso los mansos han heredado la tierra? ¡Cuán lejos estamos de tener el pan nuestro de cada día! ¡Cuán lejos de ser librados del mal! Si tan solo pudiéramos ver el comienzo de su reino… pero nada. Nunca”. Luego de “veinte siglos de fracaso”, el cristianismo necesita intentar algo diferente. “Necesitamos un santo exitoso”, concluye.

    A pesar de que estoy lejos de haber experimentado el nivel de tribulación que afectaba a Jägerstätter y a su compañero de prisión, puedo empatizar con ese sentimiento. A veces, quisiera que pudiéramos elegir al presidente correcto, seleccionar al líder correcto de un movimiento, solicitar los servicios del pastor correcto y ver cómo el “santo exitoso” pone las cosas en el lugar correcto.

    Por otra parte, a lo largo de mi vida he visto a varios “santos exitosos” que decepcionaron a las personas por no satisfacer sus expectativas mesiánicas o, peor, que centralizaron el poder y abusaron de sus seguidores, al mismo tiempo que eran apoyados por personas que insistían en que esos líderes eran un “hombre de Dios” o una “mujer de Dios” y no deberíamos “tocar al ungido de Dios”.

    Hay otra palabra para llamar a los “santos exitosos”: celebridades. Últimamente se ha hablado mucho acerca de los peligros del cristianismo de la celebridad, y no es mi intención cerrar la herida antes de que haya sido completamente examinada. Pero he estado pensando en la cura, o quizá en una medicina preventiva. En el espíritu del principio jesuita agere contra (“actuar contra/opuesto a”), he estado considerando la práctica de ocultarse como una especie de contravirtud de la celebridad.

    Sin duda, hay mucho en nuestra tradición cristiana que nos convoca a dar nuestra opinión, alzarnos, compartir las buenas nuevas, difundir nuestro mensaje y así. Por supuesto que está la Gran Comisión, pero también están las enseñanzas de Jesús como la que aparece en Mateo 5:16: “Hagan brillar su luz delante de todos, para que ellos puedan ver las buenas obras de ustedes y alaben al Padre que está en el cielo”. En este testimonio de nuestra tradición, el ser visto y oído es una parte importante de la práctica cristiana y un medio importante de difundir el reino de Dios. Si bien es un testimonio destacado, no es el único. Hay “informes de minoría” que merecen ser considerados, unos que quizá podrían “hablar a nuestra condición”, como dicen mis compañeros cuáqueros.

    Reconsiderando a los santos

    El testimonio de “santidad oculta” puede ser el informe de minoría que necesitamos. Me familiaricé con ese término a partir de Michael Plekon, un sacerdote ortodoxo que es, además, escritor. En su libro Hidden Holiness destaca a una variedad de santos y ofrece el testimonio de su vida como personas comunes que simplemente intentaban ser fieles a Dios en su lugar y en su tiempo. Nos invita a dejar de lado el “culto a los santos célebres” y ver a esos personajes como testimonios de “universalidad, diversidad y virtudes comunes de santidad en nuestro tiempo”.

    Hidden Holiness me permitió conocer a Matushka Olga Michael, una mujer yupik ortodoxa que vivía fielmente en la Alaska rural como partera, madre, vecina, esposa de sacerdote y defensora de personas abusadas sexualmente. Olga no era una celebridad, pero permanece en nuestro recuerdo como una santa y un ser humano digno de emulación.

    Hace poco también supe de Focas el jardinero, un hombre que vivía en Turquía, cerca del Mar Negro, que amaba a Dios y al prójimo, cultivaba alimentos en su tierra y los empleaba para asistir a los pobres y a los perseguidos. Según cuenta la historia, llegó incluso a albergar y alimentar a los soldados que habían sido enviados para matarlo antes de que, a desgano, llevaran adelante su cometido.

    Santos como esos no fueron conocidos por hacer milagros potentes ni por ser “personajes influyentes” en el mundo. Pero siguieron su llamamiento en “santidad oculta” y, como resultado, muchas vidas y regiones sintieron el impacto. Generaciones más tarde aún estamos hablando de ellos.

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    Norman Rockwell, Un zapatero estudia el zapato de una muñeca,1921

    En su libro Celebrities for Jesus, la periodista Katelyn Beaty señala que la fama puede ser espiritualmente riesgosa, pero no es inherentemente errónea. La fama puede ser natural y útil si surge de “una vida bien vivida, no de una marca promovida”. Continúa así: “En el mejor de los casos, la fama es un subproducto de la virtud, el efecto más que el objetivo de una vida virtuosa. Cuando vivimos como personas que aman bien, se sacrifican en el servicio, persiguen la verdad y la justicia, consideran a los otros antes que a ellas y sacan el máximo provecho de su estancia en la tierra, a veces otras personas se dan cuenta”. Esta fama no necesita convertirse en “celebridad”, lo que Beaty define como “poder social sin proximidad”. Las celebridades ejercen influencia a través de una ilusión de intimidad, en tanto los santos comunes ejercen influencia a través de la relación y el testimonio encarnado.

    El trabajo de Beaty sobre la fama y la celebridad me recuerda el concepto de “famoso de pueblo”. Muchas comunidades rurales tienen residentes famosos a nivel local y a quienes las personas admiran por su capacidad como alcalde, costurera, jugador de béisbol o mecánico. Los respetamos por su capacidad y servicio, pero, puesto que vivimos en una cercanía real a ellos, conocemos bien su naturaleza humana.

    Todos tenemos una “comunión de los santos” que honramos y emulamos, ya sea que la llamemos así o no. Además de los personajes históricos considerados santos por una parte más amplia de la iglesia, hay gente en la historia de mi familia que recuerdo con gratitud y reverencia. Mis abuelos paternos, por ejemplo: no eran personas perfectas, pero eran amables, fieles y humildes. Cultivaban un trozo de tierra, prestaban servicio en una iglesia local, amaban a su familia, oraban por ella y soportaban las adversidades con buen talante. Yo quiero ser así. Necesitamos menos celebridades y más santos como Olga, Focas y el abuelo y la abuela Henry.

    Reconsiderando el éxito

    Para contrarrestar la comprensión del cristianismo de celebridades, también necesitamos replantear nuestra definición de éxito. Muchas celebridades cristianas dicen que los cristianos no tienen que ser “exitosos” según la definición de nuestra cultura, pero sus prioridades y sus bolsillos dicen algo muy distinto. Y hay un matiz allí. Las personas de fe son llamadas a ser “fructíferas”, a administrar su tiempo y su energía con intencionalidad para amar al prójimo y servir al reino de Dios. Pero la referencia al “reino de Dios” cambia todo lo que viene antes. Ya no se trata solo de “relevancia”, “eficacia” o “productividad”.

    Viene en mi ayuda el hermoso poema de Ralph Waldo Emerson, “Éxito”. Redefine el éxito con una lista de definiciones alternativas como reír a menudo, ganar el respeto de los críticos y el afecto de los niños, y dejar atrás un legado en forma de un niño saludable, una parcela del jardín o una condición social mejorada. Emerson concluye así: “Saber que una sola vida ha respirado mejor porque tú has vivido; eso es haber tenido éxito”. Esa es la clase de santidad y éxito que deseo. En definitiva, el “éxito” es un estándar que cada uno de nosotros acuerda, según considera su lugar, sus relaciones, su llamamiento y su rincón en el reino de Dios.

    Wendell Berry abreva en una fuente sorprendente para definir el éxito: el granjero amish. En su poema “Economía amish”, Berry pinta una imagen de la buena vida, centrada en un padre amish que está sentado bajo un árbol con su hija en el regazo, contento luego de una jornada completa de buen trabajo en su tierra:

    Esto así es pues al alba él se despertó,
    de lo propio se ocupó, ayudó a su prójimo
    Trabajó mucho, gastó poco, su paz mantuvo

    Thomas Merton tenía algunas opiniones fuertes acerca del éxito. Escribió: “Si tuviera un mensaje para mis contemporáneos, sin duda sería este: Sean lo que deseen ser, sean locos, borrachos y bastardos de todo tipo y forma, pero eviten una cosa a toda costa: el éxito”. ¿Cuál es el gran peligro que Merton tiene en mente? “Si estás demasiado obsesionado con el éxito, te olvidarás de vivir. Si solo has aprendido a ser un éxito, tu vida ha sido probablemente desperdiciada”. Nuestra obsesión con el éxito ―ya sea económico o en nuestro liderazgo― nos impide volvernos realmente santos, lo que Merton definió como volvernos nuestro yo verdadero en Dios. Nos impide vivir realmente y nos impide liderar realmente.

    En otra parte, Merton escribe a un activista por la paz y se expresa de un modo similar contra nuestros estándares tradicionales de eficacia:

    No dependas de la fe en los resultados… Es posible que debas enfrentar el hecho de que tu trabajo carezca en apariencia de valor o no alcance ningún resultado y hasta resultados opuestos a lo que esperas. A medida que te habitúes a esta idea, comenzarás a concentrarte más y más no en los resultados, sino en el valor, la rectitud, la verdad del trabajo en sí… Gradualmente, lucharás menos y menos por una idea y más y más por personas específicas… Al final, es la realidad de las relaciones personales lo que salva todo.

    Creo que Merton está describiendo el desarrollo de una redefinición madura de éxito. Asumimos un nuevo conjunto de parámetros. Todos ellos tienen que ver con las relaciones; las nutren, profundizan y honran. Pero las relaciones se desarrollan mejor de manera privada. Podemos admirar las amistades leales y las familias amorosas, pero es improbable que convirtamos a un buen padre o a un amigo de toda la vida en una celebridad. Las relaciones nos recuerdan que mucho de la santidad está oculto.

    Reconsiderando las escrituras

    En la Biblia hay una buena cantidad de referencias a la santidad oculta. Pero antes de que consideremos lo que la Biblia dice, vale la pena prestar atención a lo que no dice. Me refiero a los “años ocultos” de Jesús. Sabemos poco acerca de ellos, pero constituyen la mayor parte de la vida de Jesús. Naturalmente, enfatizamos los años de ministerio público de Jesús, pero seguramente los muchos años precedentes no fueron desperdiciados. Fueron años de aprendizaje, desarrollo y preparación, sin duda, pero también fueron parte de la tarea redentora y reveladora de Cristo para la humanidad. En su libro Liturgy of the Ordinary, Tish Harrison Warren conecta esos años con el significado de la encarnación:

    Los años en que Jesús llevó una vida común son parte de nuestra historia de redención. Debido a la encarnación y a esos muchos años no registrados de la vida de Jesús, nuestra vida pequeña y normal importa. Si Cristo fue un carpintero, todos aquellos de nosotros que estamos en Cristo descubrimos que nuestro trabajo es santificado y sacralizado. Si Cristo pasó tiempo en la oscuridad, entonces hay un valor infinito en la oscuridad.

    Algunos de nosotros tendrán años públicos de ministerio; otros vivirán su vida entera a lo largo de “muchos años no registrados”. Pero la Encarnación nos recuerda que esos no son años desperdiciados fuera del trabajo redentor de Dios en y a través de nosotros.

    Los años ocultos de Jesús también nos proporcionan un camino para que lo sigamos y así alcanzar una vida y un liderazgo fieles. Henri Nouwen escribió:

    Cuando pensamos en Jesús pensamos, sobre todo, en sus palabras y milagros, su pasión, muerte y resurrección, pero jamás deberíamos olvidar que antes de todo eso Jesús vivió una vida simple y oculta en un pequeño pueblo, lejos de todas las personas importantes, las ciudades importantes y los eventos importantes. La vida oculta de Jesús es muy relevante para nuestro propio viaje espiritual. Si deseamos seguir a Jesús con palabras y hechos en el servicio a su Reino, antes debemos esforzarnos por seguir a Jesús en su vida oculta sencilla, nada espectacular y muy común.

    Y, sin embargo, Jesús de Nazaret fue una persona famosa. Los evangelios narran que no le tomó demasiado tiempo para que su fama, o pheme en griego, se esparciera rápidamente por toda la provincia (Mt 4:24 y Mc 1:28). ¿Cómo manejó su fama Jesús? Es probable que se valiera de ella para extender su alcance ampliamente, de manera tal que tantas personas como fuera posible pudieran experimentar la gracia sanadora y el mensaje del reino que ofrecía. Pero no fue algo que él estuviera buscando.

    Especialmente en el Evangelio de Marcos nos encontramos con la práctica del “secreto mesiánico”. Leemos que él “ordenaba” a las personas “que a nadie dijesen” (Mt 16:20, Mc 7:36). ¿Por qué este secretismo? Quizá fuera estratégico: quería prolongar su ministerio tanto como fuera posible antes de que hubiera una confrontación con las autoridades. O quizá le preocupara que el mensaje fuera alterado o enredado al esparcirse a través de los rumores acerca de un profeta nuevo y famoso. En otras palabras, fue el modo que Jesús tuvo de decir “manténganlo en secreto, manténganlo a salvo” (como diría Gandalf), protegiendo así su mensaje de los peligros de la celebridad.

    Sabemos que Jesús era “prosecreto” también a partir de otros pasajes. En el sermón del monte Jesús advierte a sus seguidores acerca de hacer sus “obras de justicia” (limosna, oración, ayuno) para ser vistos por otros. En lugar de eso, él recomendaba practicar su fe “en secreto”: kruptos significa escondido, secreto, oculto. Les recuerda que Dios ve esa obra secreta y sagrada, pues Dios también está “en secreto” (Mt 6:4-6).

    En su provocativo libro Secret Faith in the Public Square, Jonathan Malesic argumenta que varios personajes de la historia cristiana han abrazado esta tradición “secreta” y nosotros heredamos su sabiduría. Cirilo de Jerusalén protegió la integridad del evangelio en el cristianismo del siglo IV mediante la práctica de la “disciplina del secreto” según la cual el conocimiento de los sacramentos era retenido hasta que un catecúmeno era bautizado. Kierkegaard promovía una “fe secreta” en su contexto danés del siglo XIX y alentaba gestos anónimos de caridad y amor al prójimo como resistencia al emergente capitalismo de consumo que se basaba en los intercambios comerciales burgueses. Y Bonhoeffer, en un contexto de dominación nazi creciente, preservó la fe auténtica mediante el apoyo a reuniones secretas para orar y adorar, así como los sacramentos “a puerta cerrada” de una manera que contrarrestaba el auge de un nacionalismo imperialista habilitado por la religión.

    Malesic sostiene que esos ejemplos históricos preservaron la enseñanza de Jesús acerca de la fe secreta. Y argumenta que reivindicar esa tradición es “el único modo en que [los cristianos estadounidenses] pueden evitar la degradación continua de su identidad religiosa”. No iría tan lejos como Malesic, pero creo que ha hecho un hallazgo. Practicar nuestra santidad oculta nos permite mantener una fe auténtica y evitar las trampas de la cultura de la celebridad. También nos permite resistir esos poderes que intentan acaparar nuestra fe para sus propios propósitos.

    En la narrativa bíblica, nos enteramos de historias en la Biblia hebrea tales como las de Ruth y Esther. Sus historias prestan poca atención a los milagros; de hecho, rara vez mencionan a Dios. Pero siguen a esas mujeres, sus amigos y su familia mientras buscan ser fieles en su tiempo y en su entorno. La fidelidad en medio de circunstancias cambiantes a veces los lleva a posiciones de influencia, pero no es porque estén buscando poder o fama. Ruth y Esther nos recuerdan el poder que hay en vivir plena y fielmente en santidad oculta. También nos recuerdan que Dios a menudo está trabajando de manera hermosa y redentora entre bambalinas, en modos ocultos. Quizá sea hora de recuperar la espiritualidad de Ruth y Esther en nuestros días. Quizá hagamos bien en seguir el consejo que Pablo dio a la gente en Tesalónica: “… les animamos (…) a procurar vivir en paz con todos: a ocuparse de sus propias responsabilidades y a trabajar con sus propias manos” (1 Te 4:11). Hemos visto el fruto de la “celebridad para Jesús”; quizá sea tiempo de vivir nuestra santidad oculta tranquila y fielmente y dejar que Dios se valga de nosotros de cualquier forma secreta, creativa y redentora que estime adecuada.

    Reconsiderando la justicia social

    Este llamamiento a una vida de santidad oculta puede ser problemático para aquellas personas comprometidas a llevar una vida activa de justicia social. Esta es una preocupación legítima. Puede ser importante hacer una distinción entre la santidad concebida como una vida de esconderse de y una vida de esconderse para. Es posible que nos retiremos de puestos u oportunidades de ministerio público porque estamos escondiéndonos de la responsabilidad y la vulnerabilidad que implican. Eso es miedo, no fidelidad. Pero también es posible que nos retiremos de la mirada pública como una forma de escondernos para la integridad de nuestra fe y acciones.

    Hacemos bien en recordar el testimonio de personas como Dorothy Day y Clarence Jordan ―por no mencionar a los incontables monjes, monjas, granjeros, predicadores rurales, médicos, etc.― quienes intencionalmente se arraigaron en una comunidad donde pudieran hacer tarea evangélica de forma efectiva, aunque no glamorosa. Su práctica de justicia social no fue abstracta, sino encarnada en su profundo compromiso con la estabilidad de lugar y la profundidad de la relación. De alguna manera, cuanto más se sumergían en la santidad oculta del trabajo local, más efectivo se volvía su testimonio público. La fidelidad privada y local no es lo opuesto a la justicia social; es una expresión legítima de la justicia social. Y proporciona integridad y energía a nuestro activismo.

    A menudo enfrentamos un miedo que Scott Russell Sanders expresa bien. Escribe: “Debido a todas mis convicciones, aún tengo que luchar con mi miedo ―en mí, en mis hijos y en algunos de mis vecinos― a que nuestro lugar esté demasiado alejado de la acción”. ¿Cómo lidia Sanders con eso? “Lidio con mi incomodidad solo preguntando de qué acción estoy alejado. ¿Del mercado de valores? ¿De una cámara de debate? ¿De un tanatorio con servicio al coche? La acción que importa, la obra de la naturaleza y la comunidad, continúa en todas partes”.

    En efecto, la acción que importa continúa en todas partes. En todo tipo de lugares y todo tipo de roles. En el reino de Dios no desestimamos la semilla del granjero, el óbolo de la viuda ni los escasos panes y peces de un niño. Dios reúne todas nuestras pequeñas pero significativas contribuciones y hace milagros con ellas. Hacemos nuestra parte, hacemos nuestra tarea con presencia fiel y confiamos el resto a la creatividad de Dios, sin pensar “en el mañana” o en la lógica de la celebridad.

    En La voz interior del amor nos asomamos a la lucha de Henri Nouwen con su llamamiento mientras siente la tensión entre su santidad oculta y su popularidad creciente. Quizá sus palabras también se refieran a nuestra propia lucha:

    Aún crees, incluso contra tus mejores intuiciones, que necesitas hacer cosas y ser visto para seguir tu vocación. Pero descubres ahora que la voz de Dios está diciendo: “Quédate en casa y confía en que tu vida será fructífera incluso cuando esté oculta”.

    Quizá el Cristo de nuestros días esté diciendo algo similar a los líderes actuales. “Quédense en casa” ―practiquen su santidad oculta, amen en su entorno, sirvan en silencio― y “confíen en que su vida será fructífera incluso cuando esté oculta”.


    Traducción de Claudia Amengual.

    Contribuido por AndyStantonHenry Andy Stanton-Henry

    Andy es un escritor, místico cuáquero y dueño de pollos.

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