A través de las Escrituras, el pacto de Dios con su pueblo y la unidad de Cristo con su iglesia se comparan al lazo del matrimonio. Sin embargo, en nuestra cultura, el matrimonio – que debemos precisamente honrar y cele­brar como la mayor expresión del amor humano – ha sido atacado, arrastrado por los suelos y destruido por los espí­ritus de la impureza y la irreverencia.

La profanación del amor es una de las grandes tragedias de nuestros tiempos. Con cada vez mayor frecuencia, se cree que el amor es un simple deseo egoísta y que el cumpli­miento de este deseo constituye la verdadera satisfacción en la vida. Todo el mundo habla de la liberación sexual, pero ahora más que nunca, muchas personas se encuen­tran atrapadas y esclavizadas por sus propios deseos sexuales. Todo el mundo habla del verdadero amor, pero un número cada vez mayor de personas llevan una vida de enajenación egoísta. Nuestra época es una época sin amor: en todas partes se quebrantan relaciones y corazones, millones de vidas se desechan casi antes de principiar, miles de niños son maltratados o abandonados, y abundan el temor y la desconfianza aun en los matrimonios que se consideran sanos. El concepto del amor se ha reducido a una imagen del sexo descarado. Como consecuencia, para muchos el amor representa nada más que una decepción, una intimidad de corta duración seguida por un vacío lleno de inquietante angustia.

¿Cómo podemos volver a descubrir el verdadero signi­ficado del amor? Tantas cosas que ofrece el mundo actual están destruyendo nuestra creencia en un amor perdurable e incondicional.

Ninguna persona sincera puede echar la culpa de este problema a los medios de comunicación o alguna fuerza misteriosa en nuestra sociedad. Es cierto que los medios de comunicación han dañado y confundido a miles de personas y las han dejado endurecidas y deses­peradas. Sin embargo, la culpa es de aquellos de nosotros cuyas almas están abrumadas con el pecado de nuestra propia lujuria, cuyos matrimonios se han desintegrado, cuyos hijos se han descarriado. No podemos ignorar nues­tros propios delitos; debemos aceptar la responsabilidad por nuestras propias acciones, por todas las veces que hemos aceptado el espíritu de la impureza y facilitado la entrada de la maldad en nuestro propio corazón. Nos hemos burlado y divorciado de nuestro Creador, y hemos distorsionado la imagen de Dios. Debemos aprender a escuchar de nuevo el anhelo de lo más profundo de nuestro corazón, y arrepentirnos y volver a Dios.

Nadie puede liberarse por sí mismo de la impureza ni de ningún otro pecado por su propia fuerza. La libertad viene mediante una actitud de pobreza espiritual, o sea humildad, mediante un acercamiento constante a Dios. Todos luchamos contra la tentación y siempre la tendremos con nosotros, pero el pecado se puede vencer por medio de la oración y la confesión.

Cuando bajamos nuestra guardia en la lucha por la pureza – cuando permitimos que nos venzan la pasión y la lujuria – corremos el riesgo de ir cayendo en la tentación. Entonces no podremos ahuyentar los malos espíritus que hemos dejado entrar, y será necesaria la intervención de Cristo mismo para darnos libertad. Sin esta ayuda, sólo nos quedará una desesperación y desolación cada vez más profundas.

Si nos encontramos en el abismo de la desesperación, la única solución radica en buscar a Dios y pedir su compasión y misericordia. Aun cuando nos encontremos al final de nuestros recursos, Dios nos dará una nueva esperanza y nuevo valor, no importa cuánto creemos que le hayamos traicionado. Dios siempre está dispuesto a perdonar todos los pecados (cf. 1 Juan 1.9); sólo tenemos que humillarnos y pedírselo. Cuando sabemos que una persona está tentada con la idea del suicidio, lo más importante que podemos hacer es mostrarle amor, recordarle que cada uno de nosotros fue creado por y para Dios y que cada uno de nosotros tiene un propósito que cumplir.

Cuando renunciamos al pecado y nos damos cuenta de que fuimos creados para Dios, siempre sentimos gran gozo ante esta revelación. Si nos acercamos a Dios fielmente durante nuestra vida aquí en la tierra, reconoceremos la verdadera magnitud de nuestra tarea maravillosa, la de recibir su amor y compartirlo con otros. No existe ningún llamado más maravilloso.

Estos párrafos están extraídos del capítulo ‘Con Dios o sin Dios,’ del libro Sexo, Dios y matrimonio.