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    landscape painting of towns and castles along a shore

    Por qué corté radicalmente con la teología política

    Comenzar a leer los evangelios sin buscar munición para argumentos políticos fue como una bocanada de aire fresco.

    por Alastair Roberts

    lunes, 15 de septiembre de 2025

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    Durante mis años veinte, me obsesioné con una forma beligerante de teología política del movimiento teonómico de reconstruccionismo cristiano. Argumentando desde la base del Señorío de Cristo universal y el dominio concedido a la humanidad en la creación original, esta visión tomó las escrituras —en particular la ley del Antiguo Testamento— como modelo para una reconstrucción completa de todo nuestro orden social, jurídico y político. Insistía en la necesidad de un mandato bíblico directo para tal orden y presentaba su teología como la respuesta a esta necesidad. En gran parte por la influencia de la Escuela Austriaca de Economía sobre algunos de los principales defensores de esta postura, esta visión —¡en un giro sorprendente! — se materializó en algo parecido al anarcocapitalismo con una amplia aplicación de la pena de muerte.

    Los líderes de este movimiento eran desafiantes, astutos, interesantes, asertivos y escribían libros, boletines, revistas, y artículos en tiempo récord. Yo consumía todo su material con voracidad. Escribían tanto que rápidamente se volvió lo único que leía. Su visión de una fe cristiana con implicancias en toda la vida y la sociedad los llevó a escribir obras provocativas sobre historia, orden social, derecho, eclesiología, familia, negocios, economía y una gran variedad de áreas. Para un joven ambicioso con amplios intereses, su visión radical, expansiva y heterodoxa resultaba muy atractiva, al igual que la actitud combativa e iconoclasta con la que la defendían frente a pensadores más consolidados.

    Al estar familiarizado con los argumentos teológicos que respaldaban mi postura y conocer muy bien la Biblia, era experto en utilizar las escrituras para defender mis posiciones, y no me costaba ganarles los debates a muchos de mis interlocutores, pocos de los cuales habían reflexionado seriamente sobre estas cuestiones. De hecho, pocas cosas reforzaban más mi convicción de que mis posturas eran correctas que discutir con mis oponentes. Las acaloradas discusiones con los adversarios pueden ser curiosamente eficaces para aumentar esa confianza: cuanto más se centra uno en los defectos de las posiciones contrarias, menos atento se tiende a estar a los problemas de las propias.

    El movimiento era extraño y desbalanceado de muchas formas que inicialmente no aprecié, y alimentaba algunos sectores radicales muy desagradables. Como movimiento polémico, revoltoso y conflictivo, desafiante frente a muchas autoridades, revisionista en gran parte de su historia, poco ortodoxo en su política y economía, y con apetito por el antagonismo, el tribalismo y la provocación, ofreció a las personas muchas maneras para descarrilarse hacia una variedad de formas de extremismo. Muchos, especialmente en el período previo al año 2000, estaban acumulando armas y suministros, y mudándose a lugares más seguros, preparándose para un colapso radical de la sociedad, tras el cual esperaban reconstruirla según sus principios ideológicos. Otros se inclinaron por la herencia sureña y los movimientos identitarios blancos. En los casos más extremos, su espíritu militante llevó a algunos a apoyar y participar en el terrorismo antiabortista.

    Yo vivía en el Reino Unido, donde el reconstruccionismo prácticamente no existía, y estudiaba el movimiento principalmente en libros y artículos en línea. Solamente había conocido en persona a un par de reconstruccionistas moderados. Antes del surgimiento de las redes sociales no conectaba con otros defensores en línea, y tenía varios factores estabilizadores saludables en mi vida. Sin embargo, el espíritu militante del movimiento sin duda me afectó.

    Aunque me consideraba un defensor del Señorío de Cristo, me obsesioné con debates polémicos y me volví cada vez más insensible a las cosas de Dios. Afirmaba abiertamente las verdades cristianas, pero ya no conmovían mi corazón como antes, ni daban los mismos frutos en mi vida. El lugar que Cristo había ocupado en el centro de mis pensamientos y afectos había sido gradualmente desplazado por cuestiones de guerra cultural, conflictos teológicos y políticos, e intereses partidarios.

    El ministerio de Jesús en la tierra fue uno marcado por palabras: palabras de gracia y perdón, palabras de consuelo y compasión, palabras de verdad y autoridad, palabras de bendición y encomienda. Jesús no era solamente un orador de palabras extraordinarias; como vemos al comienzo del evangelio de Juan, Jesús era la palabra divina que se había hecho carne, la verdadera revelación de Dios. A lo largo del evangelio de Juan el evangelista hace énfasis en el poder de la palabra de Jesús, donde la fe puede apoyarse. Por la palabra de Jesús un cojo pudo caminar, el pan y los peces se multiplicaron en las manos de los discípulos, un hombre muerto fue levantado desde su tumba. Reconociendo el poder de las palabras de su Maestro, Pedro confesó: “Tú tienes palabras de vida eterna” (Jn 6:68).

    Sin embargo, junto a estos testimonios sobre el poder, la autoridad, la vida y la gracia de las palabras de Jesús, también existía la desconcertante realidad de que no todos los que escuchaban a Jesús recibían sus palabras, las consideraban significativas o respondían como debían. Durante su ministerio terrenal, las palabras de Jesús se encontraron frecuentemente con resistencia, rechazo, falta de interés, burla e incomprensión por parte de sus oyentes. Esta falta de percepción espiritual y de recepción de las palabras de Jesús es un tema al que los evangelios vuelven en reiteradas ocasiones, a menudo comparándolo con la sordera o la ceguera.

    La recepción de la palabra de Dios es el tema de la parábola del sembrador y la enseñanza que la rodea. En la parábola Jesús describió distintas respuestas a la palabra, comparándolas con una semilla sembrada en diferentes suelos. En la mayoría de estos suelos la semilla no produjo el grano esperado. Jesús procedió a citar Isaías 6:9-10, explicando que sus enseñanzas en parábolas estaban destinadas a ser opacas para aquellos con espíritu cerrado o torpe, pero reveladoras para aquellos con percepción espiritual:

    Por esto les hablo por parábolas; porque viendo no ven, y oyendo no oyen ni tampoco entienden. Además, se cumple en ellos la profecía de Isaías, que dice: “De oído oirán, y nunca entenderán; y mirando mirarán, y nunca verán. Porque el corazón de este pueblo se ha vuelto insensible, y con los oídos han oído torpemente. Han cerrado sus ojos para que no vean con los ojos ni oigan con los oídos ni entiendan con el corazón ni se conviertan. Y yo los sanaré.” Pero ¡bienaventurados sus ojos, porque ven; y sus oídos, ¡porque oyen! Porque de cierto les digo que muchos profetas y justos desearon ver lo que ustedes ven y no lo vieron, y oír lo que ustedes oyen y no lo oyeron. (Mt 13:13–17)

    a man sowing seeds in a field above a valley with a river

    Pieter Brueghel el Viejo, Parábola del sembrador, 1557,óleo sobre panel

    La descripción dada por Jesús de las personas que escuchan, pero no oyen, o que ven, pero no perciben, y la enseñanza en la parábola del sembrador nos alerta de la desafiante y perturbadora realidad de las personas que, aunque están expuestas a las palabras vivas y poderosas de Cristo, son espiritualmente insensibles a ellas y no pueden recibirlas. Para recibir las palabras de Cristo necesita haber correspondencia entre su carácter espiritual y el carácter espiritual de aquellos que las oyen. Tal como escribió el Apóstol Pablo en 1 de Corintios 2:22-14:

    Y nosotros no hemos recibido el espíritu de este mundo, sino el Espíritu que procede de Dios, para que conozcamos las cosas que Dios nos ha dado gratuitamente. De estas cosas estamos hablando, no con las palabras enseñadas por la sabiduría humana, sino con las enseñadas por el Espíritu, interpretando lo espiritual por medios espirituales. Pero el hombre natural no acepta las cosas que son del Espíritu de Dios, porque le son locura; y no las puede comprender, porque se han de discernir espiritualmente.

    Jesús acusó a los escribas y fariseos, quienes diezmaban las hierbas y especias más pequeñas, de dejar de lado la justicia, misericordia y fidelidad, virtudes que residen en el corazón de la ley. Ellos colaban el mosquito y se tragaban el camello (Mt 23:23-24). Incluso cuando manejaban verdades y mandamientos divinos genuinos, carecían del sentido adecuado de la proporción, el equilibrio y la prioridad. Su obsesión por los detalles y obligaciones legales los llevó a perder trágicamente de vista el sentido de todo ello. Oían, pero no entendían.

    En el momento en que me alejé de los contextos tensos y la espectacularidad del conflicto teológico, comenzaron a surgir las dudas. Mis dudas no nacieron de afirmaciones o argumentos específicos, sino del efecto general que tuvo en mí el material que había estado leyendo y las posiciones que había estado defendiendo. No sabía si era algo relacionado con mi estado espiritual o con el material que estaba leyendo. Sin embargo, a pesar de todo lo que pensaba y teologizaba, no me estaba acercado más a Cristo, ni estaba dando buenos frutos en mi vida. Me estaba volviendo conflictivo, poco cariñoso, orgulloso y rebelde ante la autoridad. Lo más preocupante era notar que mi amor por Cristo se estaba enfriando. Darme cuenta de esto me inquietó mucho.

    Decidí entonces cortar radicalmente con la teología política. Dejé de leerla. Dejé de pensar en ella. Dejé de discutir sobre ella. En su lugar, me sumergí en los evangelios, leyéndolos y meditando sobre ellos. Y oré.

    Comencé a leerlo en sus propios términos; comencé a escucharle, en vez de escuchar en busca de cosas funcionales a mis intereses y preocupaciones.

    Por detrás de mi decisión de hacer una pausa tan radical estaba la consideración de algunas enseñanzas bíblicas que he mencionado: la relación entre la buena semilla y el buen fruto y la necesidad de un suelo saludable para la producción de dicho fruto. A pesar de todo mi estudio de las escrituras, el fruto producido en mi vida era de mala calidad, o había algo que no funcionaba en mi forma de escuchar, o bien algunas de las enseñanzas que atendía no eran tan bíblicas como yo suponía. Necesitaba preparar el “suelo” de mi corazón para tratar estos problemas y, para no sembrar cizaña en vez de trigo, trabajar con la “semilla” más confiable que conocía.

    No pasó mucho tiempo hasta que comencé a sentir un cambio importante; el atractivo de la teología política se disipó en gran medida. Aunque podía esgrimir argumentos aparentemente bíblicos a favor de ella, gran parte del espíritu de la política en la que me había involucrado era ajeno al espíritu de los evangelios. Leer los evangelios por placer, y no como munición para argumentos políticos, fue como salir de un miasma espeso y respirar una bocanada de aire fresco.

    Parte del cambio que sentí fue mi postura hacia las escrituras, lo cual hizo que cambiara mi escucha de las mismas. Cuando me motivaban principalmente las posiciones y los debates políticos, mi abordaje a las escrituras se volvió cada vez más subordinado a ellos. Había estado “escuchando” cosas que parecían respaldar mis posiciones. Conocía todas las formas de sacar fragmentos de contexto para justificar mi doctrina. También podía defender mi posición “desde” las escrituras: sabía cómo contrarrestar todo tipo de argumentos bíblicos en contra de mi posición.

    Y no todas las interpretaciones y contraargumentos eran ilegítimos. No necesariamente la política que me atraía carecía de verdad, pero era fácil centrarse en esa dosis de verdad cuando me obsesionaba con argumentos superficiales. Sin embargo, cuando me volví hacia Cristo y su palabra, supe que ya no podía defenderla de la forma que lo había hecho antes. En demasiados aspectos, simplemente no transmitían el espíritu de los evangelios.

    Cuando me retiré, las discusiones, debates e ideologías no mediaron más en mi relación con el texto. Comencé a leerlo en sus propios términos; comencé a escucharle, en vez de escuchar en busca de cosas funcionales a mis intereses y preocupaciones. A medida que hacía esto comencé a sentir la esencia del texto y a moverme con él. Las afirmaciones bíblicas dejaron de ser hechos brutos para ser incrustados en un sistema extrabíblico.

    Entre otras cosas, comencé a prestar mayor atención al estilo del texto y a los movimientos de pensamiento que lo unifican. Si bien podía incorporar versículos bíblicos abstractos a mi anterior sistema político, descubrí que volvía más difícil explicar con honestidad las formas en que la Biblia misma mantiene todo unido; lo que prioriza, lo que dice, cómo lo dice, qué no dice, lo que minimiza. Si los autores bíblicos hubieran creído realmente lo que yo creía, habrían escrito libros muy diferentes, con un espíritu muy distinto. Y aunque muchas de mis antiguas creencias no eran directamente erróneas (aunque algunas sin duda lo eran), el espíritu que las animaba sí lo era, produciendo distorsiones que lo tergiversaban todo.

    Para mí se volvió muy claro que, cuando somos alimentados por un espíritu distinto al de los evangelios, incluso afirmaciones que parecen bíblicas podrían interpretarse de maneras profundamente erróneas y destructivas. Sin embargo, como había sido inspirado por un espíritu distinto a aquel por el cual las escrituras fueron creadas, escuchando principalmente aquellas cosas que servían a mis intereses, mis lecturas del texto en sí mismas a menudo habían sido simplemente descuidadas. La fuerza persuasiva de estas ideas se desvaneció cuando esto último se hizo evidente para mí. Había estado pasando por alto los asuntos más importantes de la Ley, colando mosquitos y tragando camellos.

    Somos responsables por los suelos de nuestras vidas, de su cuidado y de las semillas que plantamos en ellos. A menos que estemos atentos a eliminar las malas hierbas de nuestras vidas, a cuidar lo que plantamos en ellas y a examinar lo que cada semilla produce, es posible que en poco tiempo nuestro carácter se vea invadido por el error o se vuelva estéril e infructuoso.

    En esta responsabilidad no estamos a la merced de la chance y la fortuna. El buen suelo, la buena semilla, el crecimiento próspero y las buenas cosechas tienen todas rasgos distintivos y discernibles: debemos observarlos y cultivarlos de forma diligentes y comprometida. Y cuando tengamos la sensación de que algo está torcido, debemos practicar el discernimiento espiritual, la confesión y el arrepentimiento.

    Es posible que, leyendo esto, te encuentres en una posición similar a la que viví yo cuando era joven. Alguna enseñanza ha capturado tu imaginación y está moviendo tu vida cada vez más. Aunque esa enseñanza pueda ser vista inicialmente como bíblica, tu vida y los movimientos a los cuales perteneces no parecen estar produciendo buenos frutos. Puede que sea fácil para ti resistir argumentos en contra de tu posición, pero a su vez tengas una sensación incómoda de que algo anda mal. Para situaciones como estas debemos practicar poner a prueba el espíritu de las enseñanzas que sembramos en nuestras vidas, la calidad del suelo que las recibe y el rendimiento que producen.


    Traducción de Micaela Amarilla Zeballos

    Contribuido por portrait of Alistair Roberts Alastair Roberts

    Alastair Roberts se doctoró en la Universidad de Durham y dicta clases en los institutos Teópolis y Davenant.

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