Hay momentos cuando nada puede darnos paz, salvo la oración. Aunque nos esforcemos por alcanzar la sencillez y el silencio, y por desprendernos de todo lo que nos causa intranquilidad, fuera o dentro de nosotros, aun así es posible que nos quedemos con un vacío por dentro que sólo Dios puede llenar. Y ya que Él no pasa a nuestros corazones si no lo invitamos, tenemos que pedirle que entre.

En el Salmo 130, uno de mis favoritos, las palabras “desde lo profundo grito a ti, Jehová”, nos aclaran cómo debemos orar en los tiempos difíciles. Pensándolo bien, reflejan el espíritu en que debemos volvernos hacia Dios en todo momento: siempre – “en lo profundo” – estamos postrados, siempre necesitados de su ayuda y guía, y Él siempre está allí – en lo alto – firme, seguro y fuerte.

El filósofo judío Martín Buber dice que, cuando oremos, lo hagamos a voz en cuello como si estuviésemos colgando de una escarpa por el pelo, en medio de una tormenta tan violenta que seguramente nos quedan pocos segundos para que nos salven. Buber continúa: “Y, en verdad, no hay consejo, ni refugio, ni paz para nadie excepto si alzamos ojos y corazón hacia Dios y clamamos a Él. Lo deberíamos hacer en todo momento, porque en este mundo estamos en gran peligro”.

Sin una vida de oración activa, perdemos fuerza de carácter y sucumbimos fácilmente a lo que los sociólogos llaman el instinto gregario: nos volvemos fácil presa del temor al qué dirán, de la ambición y del afán por complacer a los demás. Sin oración, el roce constante con la gente alrededor nuestro y con sus opiniones va inundando nuestra vida interior poco a poco, hasta que la ahogan por completo. Nos creemos dueños de nuestras vidas, pero en realidad ya no somos capaces de pensar–y mucho menos orar–por nosotros mismos. Una vez que perdemos nuestra relación con Dios, la vida consiste meramente, según Nietzsche, en “continuos ajustes a las diversas exigencias sociales e influencias colectivas”.

La oración es como una protección alrededor de la quieta llama que arde en el corazón.

La oración es la mejor defensa contra tales ataques violentos; es como una protección alrededor de la quieta llama que arde en el corazón. Y es más: Para mí, orar es disciplina que ha sido decisiva en ayudarme a mantener un sentido de paz y orden en mi vida. Tanto, que la oración o su ausencia, más que ninguna otra cosa, pueden decidir el resultado final del día. Como señala Bonhoeffer en su libro Writings and Letters from Prison (Cartas y escritos desde la prisión), el tiempo que malgastamos, las tentaciones a las que cedemos, la pereza en el trabajo – en términos generales, cualquier falta de disciplina, en nuestros pensamientos o en nuestras relaciones – a menudo tienen su raíz en nuestra indiferencia a la oración.

El teólogo suizo Karl Barth escribió cierta vez que, cuando juntamos las manos en oración, iniciamos un levantamiento contra el desorden del mundo. Si esto es cierto, y creo que lo es, entonces no debemos limitar nuestra vida espiritual a una sola esfera, y algo más que nuestros anhelos o propósitos han de constituir nuestras plegarias. Tal como la fe sin obras es la muerte espiritual, orar sin obrar es hipocresía. Pero aun sin obras, si nuestra oración ha de tener algún efecto en el resto del mundo, tiene que consistir en más que meras peticiones egoístas por la felicidad personal.

Es esencial incluir a otros en nuestras oraciones. Entre los primeros cristianos, y a lo largo de la historia de la iglesia y de sus mártires, verificamos el mismo pensamiento; y aquel otro, más radical aún, que nos manda Jesús: de orar por los que nos persiguen, así como por aquellos que nos han hecho o hacen daño por vía de chismes, calumnias, o cualquier otra cosa.


Estos párrafos son extractos del capítulo ‘Oración’, del libro En Busca de Paz