El Señor se volvió y miró directamente a Pedro. Entonces Pedro se acordó de lo que el Señor le había dicho […] Y saliendo de allí, lloró amargamente.

—Lucas 22:61–62

Todos los seres humanos han caído alguna vez a lo largo de su vida. Muchos han caído muchas veces; unos pocos, pocas veces. ¿Y quién de nosotros puede evitar un estremecimiento ante el relato de la caída de Pedro?

Vemos cómo la trama en su entorno se va poniendo más densa. Cuando hacemos una lectura personal del texto, casi podemos simpatizar inconscientemente con Pedro, como si se tratara de un episodio de nuestra propia vida. Y al seguir los dolorosos pasos de su caída, somos conscientes de que, desde entonces hasta hoy, los seres humanos hemos transitado esa misma y bien conocida senda de su caída en pecado. Cualquiera que guarde memoria de su propia historia personal, sin duda podrá comprender por qué Pedro se quedó dormido en el huerto cuando debió permanecer despierto y orar. ¿Quién de nosotros se atrevería a referirse de manera despectiva a la falta de fe que lo llevó a seguir a Cristo de lejos, en lugar de permanecer junto a su Maestro? Puesto que todos nosotros sabemos muy bien lo que significa no estar en sintonía con Cristo. ¿No estaríamos prontos, para vergüenza nuestra, a interrogar a Pedro, igual que aquel grupo de gente común reunido alrededor del fuego?

Quienes conocemos lo engañoso del corazón humano no podríamos juzgar a Pedro a la ligera; este hombre que durante mucho tiempo había formado parte del círculo íntimo de Jesucristo, que tantas veces había presenciado milagros, que había sido testigo del acontecimiento glorioso de la transfiguración, un hombre en cuyos oídos aún resonaba el mensaje más trascendente que el mundo jamás escuchó, en cuyo corazón todavía palpitaba lo vivido en la mesa de comunión. Nosotros entendemos cómo pudo darle la espalda a su Señor y renegar de él en su presencia, aun antes de que el sabor del vino sacramental se diluyera en su boca. Lamentablemente, estas conductas no nos resultan ajenas a quienes conocemos la terrible tragedia del pecado.

Robert Leinweber, Pedro le niega a Jesús

Pero hay algo en la vida de Pedro mucho más grande que su pecado: su arrepentimiento. Muy fácilmente nos identificamos con el Pedro pecador, pero muy pocos llegan a dimensionar lo maravilloso de su arrepentimiento. Una persona es el Pedro pecador y otra, el Pedro arrepentido, y muchos de los que seguimos sus pasos a lo largo de la senda del pecado no estuvimos dispuestos a transitar junto con él la senda del arrepentimiento, regada con sus lágrimas. Y, sin embargo, la verdadera lección de vida de Pedro es el arrepentimiento. Su caída instruye acerca del pecado, algo para lo cual no necesitamos instructor, pero su arrepentimiento es una gran lección de salvación. Y esta gran lección encierra el único y verdadero significado espiritual para aquellos que personalmente descubren lo mismo que descubrió Pedro: que hemos traicionado a nuestro Dios.

¿Qué podemos aprender, pues, de ese volverse de Pedro? Ante todo, reconocer que no fue Pedro quien se volvió; fue el Señor que se volvió y miró a Pedro. Cuando el gallo cantó, eso pudo haber evitado que Pedro cayera aún más bajo, pero fue en el momento mismo de cometer el pecado, y cuando alguien está metido de lleno en el pecado, en lo último que piensa es en desistir y arrepentirse. De modo que Pedro nunca pensó en volverse, pero el Señor sí se volvió a él. Pedro hubiese preferido mirar hacia cualquier lado menos hacia donde estaba el Señor, pero el Señor lo miró. Este hecho al que casi nunca le prestamos atención es el único mensaje que necesita oír el pecador: el Señor es quien se vuelve primero.

Por esta razón es importante distinguir entre dos clases de arrepentimiento. Un primer tipo de arrepentimiento tiene que ver con lamentar un mal o pecado cometido. Es un sentimiento que parece brindar cierta garantía de que no volveremos a cometer la misma falta y que la mejor parte de nuestro ser tiene suficiente vitalidad para rebelarse contra el pecado cometido por nuestra peor parte. Y este sentimiento de reproche, directamente relacionado con el acto cometido, vale como una suerte de compensación o expiación por nuestra mala acción.

Pero en este tipo de lamentación no hay arrepentimiento verdadero ni un pesar genuino por el pecado; es simplemente nuestro amor propio herido. Lo que lamentamos es nuestra debilidad; haber descubierto con gran pesar que, al ser puestos a prueba, fallamos. Este pesar es lo que solemos confundir con arrepentimiento, pero no es más que orgullo herido; nos apena no haber hecho mejor las cosas y admitir que no éramos tan buenos como nosotros y los demás habíamos pensado. Es como si Pedro se volviera y mirara a Pedro, y cuando Pedro se vuelve y mira a Pedro, ve a una pobre, débil criatura. Aun cuando Dios no lo hubiese mirado, quizá Pedro habría llorado con igual amargura, ya no por haber pecado contra Dios sino por su momento de debilidad: él, el gran apóstol era tan débil como cualquier ser humano.

Esto no es otra cosa que sentir enojo y frustración con nosotros mismos por haber fallado una vez más, a pesar de todos nuestros buenos propósitos e intentos de cambiar. Este tipo de arrepentimiento no produce frutos perdurables y está sin duda muy alejado de la oración del publicano en el templo: “¡Oh Dios, ten compasión de mí, que soy pecador!”. Afligido y humillado en presencia de Dios, el publicano no se preocupó por la pérdida de autoestima; no le pareció indigno ocupar el lugar del culpable.

Todo lo anterior nos lleva a decir que existe una enorme diferencia entre el arrepentimiento de origen divino y el humano. La contrición auténtica tiene lugar cuando Dios vuelve su rostro hacia nosotros y nos mira. El arrepentimiento humano, en cambio, es nosotros volviéndonos y mirándonos a nosotros mismos. Cierto, no hay nada malo en volverse y mirarse a uno mismo, solo que entraña un riesgo: ese pretendido arrepentimiento puede hacernos perder la más auténtica experiencia de vida, ya que el arrepentimiento genuino consiste en tomar plena consciencia de nuestra impotencia humana y saber que Dios viene en nuestra ayuda cuando nos sentimos completamente abatidos.

Al fin y al cabo, lo que verdaderamente importa es que Dios mira el rostro del pecador. Conocer de primera mano la diferencia entre el arrepentimiento humano y el divino es esencial. Lucas lo pone de manifiesto en la vida del hijo pródigo al diferenciar su “volver en sí” –recapacitar (v. 17)– de su “volver junto a su padre”. Este volver en sí es una constante en nuestra vida, ya que continuamente descubrimos, igual que el hijo pródigo, que hemos hecho alguna pésima jugada. Pero esto no es lo más importante. Solo cuando nos volvemos a nuestro Padre, en respuesta a su mirada paciente, experimentamos perdón y libertad.

Pedro se volvió, sí, pero es importante advertir que fue consecuencia de una simple mirada. El Señor no habló con voz potente de trueno ni lanzó rayos para que Pedro lo oyera; lo miró, eso fue todo. Pero esa mirada partió el corazón de Pedro con más fuerza que un rayo y penetró su alma. Dios no llegó hasta Pedro con un imponente despliegue de omnipotencia para ordenarle que se arrepintiera. No lo amenazó, ni siquiera le habló; una mirada bastó para cautivar su alma.

Malinterpretamos a Dios por completo si creemos que trata con rigor al alma humana. Si repasamos aquello que realmente marcó nuestra vida, descubriremos que fue la prédica de algunas voces serenas, el soplo de una brisa que nos recorrió el alma, tan suave y apacible que casi no nos dimos cuenta de cuándo llegó ni cuándo se fue. En medio de la batalla, cuando fallen las armas más poderosas, recordemos la enseñanza de Elías:

Mientras estaba allí, el Señor pasó y vino un viento recio, tan violento que partió las montañas y destrozó las rocas, pero el Señor no estaba en el viento. Después del viento hubo un terremoto, pero el Señor tampoco estaba en el terremoto. Tras el terremoto vino un fuego, pero el Señor tampoco estaba en el fuego. Y después del fuego vino un suave murmullo (1 Reyes 19:11–12).

La voz de Dios resuena tan potente que todas las voces del mundo parecen enmudecer. Sin embargo, cuando habla, su voz es tan suave que es apenas un susurro que solo tú puedes oír. Hoy, quizá, el Señor se ha vuelto hacia ti y te está mirando, allí donde estés. Tu espíritu parece estar muy lejos en este momento, lidiando con algún pecado, con una carga insoportable, y Dios te está enseñando una lección, la lección más amarga y, a la vez, la más dulce de tu vida, en sincero arrepentimiento. Quédate allí donde estás. No regreses al trajín y bullicio de la vida hasta que el Señor se haya vuelto y te haya mirado una vez más, como miró al ladrón en la cruz, y hasta que hayas contemplado “la gloria de Dios que resplandece en el rostro de Jesucristo”.


Fuente: Henry Drummond, The Ideal Life (London: Hodder and Stoughton, 1897). Traducción de Nora Redaelli.