Había una vez un bebé que, al nacer, fue llamado Ófero por sus padres. Era un niño muy fuerte y no sabía qué hacer con toda su fuerza. Incluso siendo pequeño rompía las herramientas y el equipamiento para trabajar en el campo. A menudo, su padre se sentía desorientado, pues no sabía cómo mantenerlo ocupado, por cuanto, a pesar de su buena voluntad, su trabajo traía más perjuicios que ventajas. Todas las herramientas de su padre eran demasiado frágiles para sus fuertes brazos. ¡Deberían haber visto sus músculos!

Al volverse un joven, Ófero lucía como un gigante. Un día, su padre lo envío a arar los campos. Como los caballos eran demasiado lentos para él, los soltó y empujó el arado a través del campo a toda velocidad. Al cabo de unas horas, el arado se rompió en pedazos. Su padre estaba triste, porque Ófero siempre tenía buenas intenciones: simplemente era demasiado fuerte. Le dijo a su hijo: “Ófero, debes servir a un amo más grande y fuerte, para que puedas usar tu fuerza de un modo correcto y adecuado”.

Así que Ófero dejó su hogar. Viajó de país en país, de ciudad en ciudad y en todas partes preguntaba dónde podía encontrar al señor más poderoso. Finalmente, llegó a la corte de un rey, donde un muchacho le dijo que ese rey era el más poderoso a lo largo y a lo ancho del mundo. Ófero fue conducido al trono y allí ofreció sus servicios.

Resulta que ese mismo día el rey había convocado a todos los caballeros de su país para formar un ejército, porque un rey vecino había invadido y quemado una ciudad. El rey quería enviar una gran fuerza contra el invasor. Cuando vio al poderoso Ófero dijo: “Has llegado en el momento de mi mayor necesidad. Estarás por encima de todos mis soldados, y contigo ganaré cada batalla”.

A toda velocidad el armero real forjó una espada gigante para Ófero, porque no existía ninguna espada lo suficientemente grande para él. Al otro día el rey partió hacia la batalla, y Ófero lideraba las tropas.

Al tercer día de batalla, un mensajero corrió a palacio y anunció: “¡Nuestro ejército ha obtenido la victoria! Fue maravilloso observar cómo peleaba Ófero, tanto que los soldados tenían poco que hacer. El enemigo huyó del arrasamiento de su gigantesca espada y se dispersó en las montañas vecinas. ¡El invasor ha sido derrotado!”.

De los portones y de las torres del palacio colgaron coronas de la victoria. Y las campanas sonaron por toda la ciudad. El rey ordenó que dispusieran la mesa en el gran salón para un banquete de celebración.

Por la tarde el salón fue iluminado con muchas luces y el banquete comenzó. Un arpista cantó acompañándose de la música de las cuerdas, y los mejores talentos de la corte bailaron la danza de las espadas. Ófero se sentó junto al rey. Pero se dio cuenta de que, mientras el arpista tocaba y cantaba una canción en la que se mencionaba al diablo, discretamente el rey hacía la señal de la cruz sobre su frente.

“Qué raro”, se dijo Ófero.

El canto terminó y la multitud festiva alzó sus copas y bebió con gran alegría. Cuando el rey le preguntó a Ófero si le había gustado la canción, este respondió: “Su Majestad, hay algo que no comprendo. ¿Por qué os habéis hecho la señal sobre la frente durante la canción?”

“Ah”, respondió el rey, “siempre hago eso cuando oigo el nombre del diablo”.

“Pero”, insistió Ófero, “¿acaso el poder del diablo es superior al vuestro?”

“Yo solo gobierno un país, ¡pero el diablo tiene dominio sobre todo el mundo!” respondió el rey.

Ófero jamás había oído hablar del diablo, y se dijo: “Si existe otro más poderoso que este rey, debo encontrarlo. Yo quiero servir al rey más grande”.

Al día siguiente, Ófero se despidió, a pesar de que el rey no deseaba verlo marchar. Deambuló a través de los países del mundo. En todas partes, preguntaba dónde estaba el reino del diablo, pero nadie se lo decía. De hecho, muchas personas se atemorizaban ante esa pregunta, por lo cual su respeto hacia el rey desconocido se volvía mayor.

Un día, cuando Ófero estaba atravesando un denso bosque, un extraño se le acercó por detrás. De inmediato Ófero le preguntó: “Caminante, ¿puedes decirme dónde encontrar al diablo, de quien las personas dicen que es el rey más poderoso en la tierra?”

“Está caminando junto a ti: yo soy él”, respondió el extraño.

“¿Es cierto que tenéis poder sobre todo el mundo?”

“Es correcto”, contestó el diablo.

“¡Entonces dejadme ser vuestro siervo, Su Majestad!”

Y así fue cómo Ófero se volvió un siervo fiel del diablo. Estando a su servicio, hizo cosas terribles, pero estaba contento porque había encontrado a un amo fuerte.

Un día el diablo llevó a Ófero a una capilla en construcción. Después de semanas de trabajo, las vigas y las maderas del techo finalmente estaban en su lugar, y unas cintas de colores brillantes decoraban un pequeño abeto al borde del hastial. Era la tardecita y los trabajadores ya se habían marchado, con la intención de colocar las tejas en el techo a la mañana siguiente.

“¡Échalo abajo!”, gritó el diablo, señalando el edificio. De inmediato Ófero arrancó un árbol de raíz y, golpeando el techo con él, destruyó las paredes al punto que no quedó piedra sobre piedra.

“Has hecho bien tu trabajo,” dijo el diablo, sonriendo.

Cuando los trabajadores llegaron a la capilla a la mañana siguiente, contemplaron con tristeza las ruinas del edificio.

“Eso ha sido hecho por el Maligno”, exclamó uno de ellos. “Levantemos una cruz aquí, en el sendero, antes de retomar la construcción. Eso lo mantendrá alejado”.

Hicieron como el hombre había dicho y levantaron una cruz de madera en medio del camino que llevaba a las ruinas de la capilla. Entonces, antes de ponerse a trabajar para restaurar el edificio, cantaron un himno.

Después de un tiempo, cuando las paredes y el techo estuvieron reparados sobre el lugar sagrado, el diablo regresó con Ófero. Pero cuando se acercó a la cruz que los constructores habían levantado, se estremeció, saltó a un lado y dio un gran rodeo en torno a ella. Ófero se detuvo, sorprendido.

“Su Majestad: ¿por qué habéis saltado a un lado de la cruz en el camino?”

“No preguntes y echa el techo abajo. Mira, ya hay tejas en él”.

“No daré ni un golpe a menos que me expliquéis el significado de la cruz”.

“La cruz es el símbolo de un señor más grande, cuyo nombre no me atrevo a pronunciar”, respondió el diablo.

“¿Acaso su nombre es tan peligroso que incluso Su Majestad no lo puede mencionar?, preguntó Ófero. “¿Es este otro señor más poderoso que el diablo?”

Entonces el diablo se le acercó furtivamente y susurró: “Él es aquel cuyo poder es supremo en la tierra y en el cielo. Pero no preguntes más. ¡Vamos, golpea el techo!”

“Si hay un señor con poder no solo en la tierra sino también en el cielo, entonces sin duda será el rey más grande, y solo a él serviré”, dijo Ófero. Y el diablo, maldiciendo, lo abandonó.

Temprano, a la mañana siguiente llegaron los trabajadores. Encontraron dormido a Ófero dentro de la capilla. Al ser despertado por el ruido, saltó y, señalando la cruz de madera, preguntó: “¿A qué rey pertenece este símbolo?”

Ellos respondieron: “El nombre del rey es Cristo”.

Ófero renunció al diablo en ese momento y comenzó a buscar a Cristo. Preguntaba a todos si habían oído hablar de él o sabían dónde encontrarlo. Durante su búsqueda, solo y con la carga de muchos hechos malvados, Ófero se cruzó con un ermitaño quien le dijo que, si quería encontrar a Cristo, debía primero alcanzar el remordimiento y el arrepentimiento. Pero Ófero le dijo al ermitaño que quería hacer más que solo sentarse y arrepentirse.

El ermitaño respondió: “Escucha mi consejo. Si deseas encontrar a Cristo, debes servir a la humanidad con toda tu fuerza. ¿Ves ese ancho río allí abajo? No hay un puente, pero cada día muchos viajeros desean cruzarlo. Ve allí, construye una choza cerca del arroyo y transporta a las personas sobre tus fuertes hombros. Si lo haces por amor, es posible que encuentres lo que buscas”.

Por muchos años, Ófero hizo lo que el ermitaño le había dicho. No se ahorró esfuerzos; tanto de día como de noche estaba listo para ayudar a los viajeros que pasaban. Construyó una pequeña choza junto al río y, si alguien lo pedía, él lo llevaba a través de las peligrosas aguas. Pero durante todo ese tiempo, su anhelo de encontrar a Cristo aumentaba.

Sucedió que durante una noche de tormenta oyó una voz que le gritaba: “Ófero, Ófero, llévame al otro lado”. Salió de su casa y buscó a lo largo de la orilla, pero no vio a nadie. Así que regresó a su choza y volvió a dormirse. Pero la voz sonó de nuevo y llegó a él débilmente a través de la tempestad: “Ófero, Ófero, llévame al otro lado”. Una vez más salió, pero no había nadie allí. Pensando que podía haber sido el viento, volvió a acostarse. Pero no pasó mucho antes de que oyera la voz por tercera vez. Al principio sonaba como un grito, luego oyó su nombre a través del viento: “Ófero, Ófero, ven y llévame al otro lado”.

 

Albrecht Dürer, San Cristóbal, 1521 (Dominio público)

Esa vez encontró a un niño pequeño acurrucado en la orilla. Lo alzó y se lo colocó sobre el hombro, donde parecía ser bastante liviano; pero cuando entró al agua, el niño se volvió cada vez más pesado. La carga no demoró en aumentar tanto que Ófero casi fue vencido por su peso. Gritó: “Oh, pequeño niño, pareces pesar tanto; es como si llevara la tierra entera sobre los hombros”.

Entonces el niño respondió: “No solo llevas la tierra y los cielos, sino que llevas a aquel que carga con toda la necesidad del mundo sobre sí. Soy Jesucristo, tu rey, a quien buscabas”.

Y el niño agregó: “De aquí en adelante, no temerás ni a la muerte ni al diablo. Caminarás a través del sufrimiento de este mundo y tu nombre será Cristóforo, o Cristóbal, que significa “el que lleva a Cristo”. Tu alma será iluminada con el amor de Dios, y pronto mostrarás misericordia hacia los hombres”.

Luego, el niño desapareció; pero Cristóbal obedeció la orden y salió en busca de las personas del mundo. Allí donde fuera, daba testimonio del amor de y del poder del niño, su Rey.

A muchos de sus antiguos amigos no les gustó el cambio operado en Ófero. Comenzaron a perseguirlo y lo expulsaron, pues no deseaban escuchar su mensaje. Finalmente, su odio se volvió tan fuerte, que se unieron y lo mataron. Pero su voz y su desafío a volverse portadores de Cristo no pudieron ser asesinados.

Abramos nuestros oídos, pues, para que también nosotros podamos oír la voz que nos invita a cargar sobre nuestros hombros al Rey y así llevarlo seguro al otro lado del río.


Traducción de Claudia Amengual