No nos debe extrañar
que una Iglesia tenga mucho de cruz,
porque si no, no tendrá mucho de resurrección.
Una Iglesia acomodaticia,
una Iglesia que busca el prestigio
sin el dolor de la cruz

no es la Iglesia auténtica de Jesucristo.

Predicación que no denuncia el pecado
no es predicación de evangelio.
Predicación que contenta al pecador
para que se afiance en su situación de pecado
está traicionando el llamamiento del evangelio.
Predicación que no molesta al pecador
sino que lo adormece en su pecado
Es dejar a Zabulón y Neftalí
en su sombra de muerte

Predicación que despierta,
predicación que ilumina
—como cuando se enciende una luz y alguien está
dormido, naturalmente que lo molesta,
pero lo ha despertado—,
Ésta es la predicación de Cristo:
¡Despertad! ¡Convertíos!
Ésta es la predicación auténtica de la Iglesia.
Naturalmente, hermanos, que una predicación así
tiene que encontrar conflicto,
Tiene que perder prestigios malentendidos,
Tiene que molestar, tiene que ser perseguida.
No puede estar bien con los poderes de las tinieblas
y del pecado.

Ésta es su misión, encargada a la Iglesia,
misión difícil:
arrancar de la historia los pecados,
arrancar de la política los pecados,
arrancar los pecados de la economía,
arrancar los pecados allí donde estén.
¡Qué dura tarea!
Tiene que encontrar conflictos en medio de tantos egoísmos,
de tantos orgullos,
de tantas vanidades,
de tantos que han entronizado
el reino del pecado entre nosotros.
Tiene que sufrir la Iglesia por decir la verdad,
por denunciar el pecado,
por arrancar el pecado.
A nadie le gusta que le toquen una llaga,
y por eso salta una sociedad que tiene tantas llagas
cuando hay quien le toque con valor:
“Tienes que curar,
tienes que arrancar eso.
Cristo —cree en él.
Conviértete”.


Este artículo está extraído del libro La violencia del amor.
Imagen: Jerusalem, Via Dolorosa, Estación IX. Foto de Berthold Werner en Wikimedia Commons