Un hombre de mi iglesia llamado Dale, apareció un día en el estudio bíblico que estaba dirigiendo sobre el Sermón del monte. En cuestión de minutos planteó sus objeciones a mi perspectiva sobre la enseñanza de Jesús. Cuando traté de responder, parecía satisfecho, y a la semana siguiente volvió a llegar, esta vez con un par de sus amigos. Pero casi antes de que comenzáramos, se desató la discusión. De inmediato Dale me acusaba de enseñar un evangelio falso y socialista. Terminé la sesión más temprano de lo acostumbrado, y al final le sugerí a Dale buscar otro estudio bíblico al cual asistir. Salió furioso.

Unos días después, Dale pidió que nos reuniéramos para almorzar. ¿Me estaba tendiendo una trampa? Yo detesto el conflicto. ¿Acaso pensaba seguir despotricando? Pero nuestro encuentro comenzó de manera sorpresiva. Dale se disculpó por su comportamiento, se sintió mal por ser una perturbación, aunque estaba claro que todavía pensaba que yo estaba equivocado. Luego procedió a hablar sobre su pasado: cómo su padre había sido volado en pedazos en Vietnam, cómo su madre se embriagó hasta morir, cómo logró ingresar a la universidad con una beca del ROTC (Cuerpos de entrenamiento para oficiales de reserva), y cómo sirvió con orgullo en el ejército durante cuatro años. En un punto de la conversación, se le aguaron los ojos y me miró con una expresión de desamparo infantil. Me dijo que ya no tenía que preocuparme porque siguiera viniendo y abruptamente dijo que tenía que irse. Nunca lo volví a ver.

Fotografía de Varun Iyer

Dos años más tarde, decidí mudarme al centro de la ciudad de Denver con algunos amigos del seminario. Comenzamos a trabajar en el ministerio de una iglesia cercana que ofrecía a la gente de la calle una especie de salón donde se servía café gratis día y noche. Joe, el pastor de la iglesia, no apreciaba nuestra frecuente presencia. No pasó mucho tiempo antes de que fuéramos acusados de robar ovejas. En la confrontación cara a cara que se dio, Joe no cedió, ni tampoco Paul, uno de los miembros en nuestra casa. Así que Paul, sin previo aviso se fue del pueblo para comenzar otro ministerio, dejándonos al resto para que nos las arregláramos por nuestra cuenta.

Cuando conocí más a Joe, me enteré de que fue una víctima de la cultura de las drogas en la década de 1960. No solo llegó a drogarse hasta un estupor semipermanente, también comenzó a escuchar voces. Decidió vivir en un tipi en las colinas de la periferia de Denver para convertirse en ermitaño. Se había vuelto loco —me dijo—, y podría haber muerto de no haber sido por la intervención de sus padres. La conversión de Joe a Jesús, sin embargo, lo sacó de la locura. También lo llevó a la gente emocionalmente disfuncional y desamparada que vive bajo los puentes y callejones de los barrios bajos de Denver. Admitió que todavía luchaba contra las voces, pero que ahora las voces existían entre los rechazados y abandonados de la sociedad. Ahora él era su defensor, y ellos sus ovejas.

Mis encuentros con Dale y Joe me hicieron pensar más acerca del conflicto y qué hacer al respecto. Desde mi niñez había aprendido a evitar todo tipo de fricción a cualquier costo. En demasiadas ocasiones mi papá estallaba, así que aprendí a esconderme. Traté todo lo que pude por eliminar el conflicto en mi vida. Pero pronto descubrí que eso no sería posible si quería tener relaciones significativas y duraderas, el tipo de relaciones sobre las que leí en la iglesia del Nuevo Testamento.

Si evitar el conflicto no era la respuesta, ni tampoco el estilo de la confrontación en la que el ganador se sale con la suya, entonces ¿cuál es la respuesta? Poco a poco fui entendiendo que aunque el conflicto es inevitable, no es irremediable. Jesús no solo vino a un mundo plagado de conflictos, sino que también nos muestra cómo podemos superarlos. Debido al conflicto podemos experimentar la bienaventuranza de ser pacificadores. Al hacernos daño unos a otros podemos practicar el mandamiento de Jesús de perdonar setenta veces siete. Debido a nuestras diferencias podemos llegar a conocer la unidad verdadera. Cristo nos muestra cómo podemos seguirlo a través del conflicto, en lugar de evitarlo o de incrementar sus consecuencias.

Por su misma naturaleza, las relaciones generan conflicto. Pero en Cristo, el conflicto es una escuela en la que el amor puede probarse y refinarse, donde aprendemos a perdonar y ser perdonados, y donde las ilusiones que tenemos de nosotros mismos pueden salir a la luz y ser transformadas.

Hace varios años mi esposa y yo estábamos ayudando a dirigir una incipiente comunidad en Albany, Nueva York. Vivíamos muchos en poco espacio, las tareas eran interminables, y las personalidades de veinte individuos diferían considerablemente. Me daba de topes con James, un compañero varios años mayor que yo. Nuestros conflictos giraban principalmente en torno a cuestiones prácticas. Un día exploté. James sencillamente no hizo lo que habíamos acordado respecto al proyecto de la cerca para nuestro patio trasero. Ya había aguantado bastante.

Pero en lugar de romper cada quien por su lado, nos comprometimos a resolver del todo las cosas. Estábamos comprometidos en cumplir nuestra promesa de siempre poner el honor de Cristo por encima de tener razón. En el proceso, nos llegamos a conocer como somos en realidad. De nuevo vi que mi necesidad de tener el control no solo era dañina sino que se interponía en nuestra fraternidad verdadera. James compartió lo mucho que sufrió bajo el temor de la autoridad, pero no quería que ese temor fuera un obstáculo para nuestra vida en comunidad. En medio del conflicto descubrimos el corazón de cada uno, y se derrumbó el muro que se había levantado entre nosotros.

Cuando evitamos el conflicto o nos apartamos de los que se convierten en una fuente de dolor, perdemos la oportunidad de convertirnos en la clase de comunidad que nos puede ayudar a cambiar. Al distanciarnos selectivamente de los demás, manteniendo nuestras opciones relacionales siempre abiertas y fluidas, perpetuamos la mentira de que el conflicto es un mal que debe evitarse. Pero, al aceptar el conflicto, aprendemos que el quebrantamiento que existe en otros seguramente también reside en nosotros, y que Cristo puede sanar el dolor que todos compartimos.

Por supuesto, el conflicto por sí mismo no es automáticamente redentor. Debe existir algún entendimiento común y un compromiso mutuo. El conflicto es como el fuego: puede purificarnos, o puede destruirnos. El resultado depende de la seriedad con que tomemos las palabras de Jesús: «Ve primero y reconcíliate con tu hermano; luego vuelve y presenta tu ofrenda» (Mt 5:24). «Si tu hermano peca contra ti, ve a solas con él y hazle ver su falta» (Mt 18:15). Somos llamados a un camino que trasciende las típicas respuestas de pelear o evitar. El camino de Cristo es el arduo camino de la corrección mutua, de ir directamente el uno al otro con humildad y amor, de acudir a los demás por ayuda.

Nuestro anhelo más profundo es amar y ser amados; sin embargo, es un deseo que no alcanzamos por una decisión de la voluntad, sino más bien cuando permitimos que Cristo quite los obstáculos que nos separan de nuestro prójimo. Cuando optamos por el camino de la cruz, donde se quebranta el cuerpo de Cristo, y lo ponemos por encima de nuestros sentimientos heridos, insuficiencias y empecinados egos, entonces el conflicto puede purgar los residuos ocultos en nuestras vidas. Podemos experimentar al mismo Sanador herido, el que encontramos en los sufrimientos y temores de nuestro hermano y hermana.


Traducción de Raúl Serradell