Basado en una leyenda rusa de Maxim Gorski, “Danko del corazón ardiente”


Había una vez una tribu perdida en un bosque inmenso y oscuro. Los árboles crecían tan pegados que sus ramas se entrelazaban y la luz del sol no podía penetrar. Las fieras del bosque atacaban a la gente, especialmente a los niños, si en sus juegos vagaban demasiado lejos de sus padres. Por eso, todos vivían con el temor a la muerte y la exterminación. Habían perdido toda esperanza y la desesperación se apoderaba de sus almas.

Las tinieblas negras habían ahogado toda la luz en sus corazones. Ya no sentían amor el uno al otro —hasta mataban a sus compañeros en su rabia—, pero los ataques de las fieras, contra los cuales nadie podía defenderse solo, los forzaban a quedarse juntos. Los mayores dejaron de esperar que hallarían la salida del bosque y muchos de los jóvenes ya no creían en la luz porque nunca la habían visto. Se burlaban de los ancianos cuando, con la última lumbre débil apangándose en sus ojos, les contaban de los días festivos y soleados de su juventud.

Arte de Lisa Toth

Pero había entre la gente un joven que se llamaba Heliófero. Solo él lamentaba los sufrimientos de su pueblo y buscaba su salvación. Así que, a pesar de la desolación que le rodeaba, siempre mantenía en su corazón la añoranza por la luz y el amor. Un día Heliófero dejó a su gente para buscar el sol. Por muchos meses y años anduvo entre los peligros del bosque y de su propia alma, y, muchas veces, casi perdía toda esperanza y confianza.

Pero Heliófero resistió a las amenazas de sus enemigos, dentro de su alma y a su alrededor, y por fin logró salir del bosque. Vio la luz del sol. En su asombro de incredulidad se desmayó y cuando se despertó vio en el ocaso una gente linda que lo había guardado mientras dormía. En los campos verdes vio las casitas sencillas de esta gente y Heliófero vivió con ellos en infinita paz y felicidad como el más amado entre los seres humanos.

Entonces Heliófero regresó al bosque para buscar a su pueblo. “Vengan hermanos y hermanas”, les dijo, “Los voy a guiar a la luz”. Lo cual produjo murmullos y ceños fruncidos, dudas e indecisión, asombro y preguntas, risotadas de incredulidad y, finalmente, un gran “¡Sí!” de alegría. Y entonces, por fin, se cumplía la partida tan anhelada.

Y la luz del sol brillaba en los ojos de Heliófero, pero el camino era largo y arduo, y costó muchos sacrificios y sufrimientos. Y de la gente empezaron a surgir las quejas. Algunos se expresaron, “¡Vamos a matarlo, el traidor del pueblo!” Y un odio oscuro hirvió en sus ojos. Otros eran más sabios y dijeron, “No, déjanos juzgarlo en la presencia de todos, es peligroso dar a la gente un mártir”. Entonces Heliófero habló con su gente. Habló de la luz y del amor. Pero los sabios respondieron, “¡Mentiroso! ¡No existe la luz, no existe el sol, no existe el amor! ¡Déjanos ser más oscuros que el bosque y más crueles que las fieras! ¡Solo así dominaremos el bosque!”

Con pena inmensa Heliófero respondió, “No crean, mis hermanos, que pueden vencer la oscuridad haciéndose más oscuros, ni que pueden sojuzgar a las fieras haciéndose más horrorosos. Solo el amor es más fuerte. Solo la luz del sol puede ahuyentar la oscuridad”.

“¡Cállate!”, gritaron los sabios, “¡No existe la luz, no existe el sol!”

Y la gente rugió, retorciéndose en su desesperación desquiciada, voceando: “¡No existe la luz, no existe el sol!”

Pero Heliófero gritó: “¡Síganme!”,y con sus uñas desgarró su pecho, y su corazón ardía de amor e iluminó el bosque oscuro. Entonces, tomándolo en las manos, lo alzó muy alto sobre su cabeza y marchó delante de su gente.

Con asombro reverente, y en silencio, la multitud siguió el corazón ardiente.

La gente corrió con júbilo hacia el sol, bailaron con sus rayos cariñosos y el amor despertó en sus corazones. Pero Heliófero cayó al borde del bosque; entonces, con las últimas fuerzas de sus brazos, levantó su corazón, que pulsaba con amor, hacia la luz del cielo y regaló su última sonrisa a su gente.


Traducción de Coretta Thomson.