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    chicken tikka masala

    A quien mucho se le da

    El hecho de haber sido acogida cuando era forastera me ha enseñado a abrir mi propia casa y a compartir mi abundancia.

    por Marilyn R. Gardner

    jueves, 20 de noviembre de 2025

    Otros idiomas: English

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    Crecí con un sentido de la hospitalidad que me transmitieron las personas que acogieron a mi familia estadounidense en su país y en sus hogares. Mis padres se habían establecido en Pakistán siete años antes de que yo naciera. Cuando llegué, después de tres hermanos varones, mi familia ya estaba establecida en el país. Ya no se encontraban en la etapa de choque y desconexión culturales. Se habían acostumbrado a llevar ropa tradicional pakistaní, a comer comida picante y a hablar urdu o sindhi, dependiendo de la zona que visitaban o en la que vivían.

    Pakistán me crio bien, alimentándome con comida, color, especias y hospitalidad. Desde pollos sacrificados en honor a nuestra visita hasta fastuosos banquetes de boda, mi infancia estuvo llena de invitaciones para compartir comida y vida.

    Sabíamos que éramos extranjeros. Solicitar visados para permanecer en el país era algo normal. También sabíamos que éramos extranjeros por la forma en que nos trataban ocasionalmente fuera de nuestra comunidad, donde los desconocidos se sentían libres de mirarnos, tocarnos y hablar de nosotros como si no pudiéramos entenderlos. Sin embargo, en general, recibimos invitaciones increíbles para sentirnos en casa.

    Estas ricas experiencias de hospitalidad cuando era niña en Pakistán, y experiencias similares como adulta en otros dos países de Oriente Medio, han sentado las bases de cómo intento vivir en Estados Unidos. El versículo del Evangelio de Lucas, “A quien mucho se le da, también se le pedirá mucho” (12:48), viene a mi mente con frecuencia cuando respondo a quienes entran en mi mundo.

    Vivimos en una época de desplazamientos y reasentamientos masivos. Este desplazamiento es una invitación a acoger a otros y compartir nuestra abundancia. Lamentablemente, en medio de esta crisis, Estados Unidos ha ido reduciendo constantemente el número de refugiados que acoge cada año. Una excepción es el número de refugiados afganos que llegaron a Estados Unidos tras la salida del ejército estadounidense de Afganistán en agosto de 2021.

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    Al pensar en esto, recuerdo cuánto se ha enriquecido mi vida cada vez que respondo al impulso de Dios para abrir mi hogar y mi corazón.

    Hace un par de años, mientras vivíamos en Cambridge, Massachusetts, mi marido y yo hicimos lo que solemos hacer cuando no tenemos familia al alcance: acogimos en nuestra casa a varias familias y personas solteras de todo el mundo para celebrar la fiesta de Acción de Gracias. Nuestro pequeño apartamento amplió milagrosamente sus paredes para acomodar a cuatro miembros de nuestra familia nuclear, dos familias con niños pequeños y cuatro personas solteras de varias edades, desde un estudiante universitario hasta una mujer de mediana edad.

    Nuestros invitados no solo llenaron nuestra casa con sus cuerpos, sino también con representantes de muchos países en conflicto. Una familia siria interactuó con una familia israelí, mientras que nuestros amigos iraníes conectaron con griegos, ucranianos y serbios alrededor del pavo, el pastel de calabaza y la nata montada. El momento más memorable llegó cuando nuestro amigo israelí miró a los ojos a nuestro amigo sirio. “Me alegro de conocerte”, le dijo con profunda sinceridad. “Solo he visto a sirios a través de la mira de un arma”. Fue un momento sagrado. En nuestro pequeño apartamento, que nunca me había parecido lo suficientemente grande, se estableció una conexión.

    En mi tradición religiosa, experimentamos el pan y el vino, el cuerpo y la sangre, en recuerdo de una comida antigua. Pero el acto sagrado de compartir una comida continúa cuando salimos al mundo.

    Se puede hacer algo mejor que un pastel de calabaza. En otra ocasión, nos sentamos alrededor de la mesa con nuevos y viejos amigos de la India, Pakistán, Irán, Afganistán, Líbano y Estados Unidos. Servimos saag paneer picante con parathas (curry de espinacas con pan plano frito en ghee) junto con bandejas de carne, cuencos de patatas y panecillos caseros. Después de la comida, escuché conversaciones dispersas. Nuestro amigo pakistaní mantenía una animada conversación sobre política con nuestros amigos indios. Mi marido intercambiaba historias con nuestros invitados de Afganistán, Irán y Líbano. Mi corazón estaba lleno de gratitud porque solo unos meses antes habíamos tenido que abandonar súbitamente la región del Kurdistán iraquí. En medio del duelo por la vida que nos imaginábamos de vivir allí, este fue otro momento sagrado que me ayudó a aceptar la vida que se nos había dado en su lugar. Esta comida era la prueba de que estábamos en el lugar correcto.

    Por supuesto, también he encontrado consuelo, e incluso mejor comida, en los hogares de estos amigos que llegaron como extraños sin familias extendidas, que se embarcaron en la ardua tarea de reasentarse en un país donde no conocían ni el idioma ni las normas. Todo lo que les he podido dar no es nada en comparación con lo que he recibido.

    Hay algo sagrado en compartir una comida. En nuestra tradición religiosa, experimentamos el pan y el vino, el cuerpo y la sangre, en recuerdo de una comida antigua. Pero el acto sagrado de compartir una comida continúa cuando salimos al mundo. Como seres humanos, la necesidad de comer y beber, y el hecho de tender la mano sobre la mesa, compartiendo palabras sencillas como “hay más pan, toma lo que quieras”, nos une de maneras misteriosas y esperanzadoras.

    En algunos momentos, pierdo la esperanza en este país, la tierra de mi pasaporte. Me pregunto cómo un lugar con tantos recursos puede funcionar colectivamente sin generosidad, con una ética de escasez en lugar de abundancia. A veces me enfado porque una nación con tanta riqueza y espacio libre ha paralizado el reasentamiento. Pero, al recordar esa sala llena de gente de todo el mundo reunida en nuestro apartamento con risas y alegría alrededor de una comida compartida, sé que esa no es toda la historia. Sé que hay muchas personas que abren sus hogares y hacen espacio para más.

    De vez en cuando, alguien me pregunta: “¿Por qué dejarlos entrar?”. Sé que podría dar datos sobre los recursos nacionales. En cambio, pienso en mi infancia y las razones se vuelven profundamente personales. Esas razones incluyen mi recuerdo de haber sido bienvenida y mi realidad actual de vivir en un lugar donde hay constantes recién llegados. ¿Por qué invitarlos? Porque sé lo que es ser un extraño y ser invitado a entrar. Porque quiero que las personas que llegan aquí sepan lo que significa ser acogidos y ayudados a prosperar en un país adonde llegan como extraños. Porque una invitación lo cambia todo.


    Traducción de Coretta Thomson

    Contribuido por MarilynGardner Marilyn R. Gardner

    Marilyn R. Gardner creció en Pakistán y, de adulta, ha vivido en Pakistán, Egipto, Estados Unidos, y el norte de Irak.

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