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Aquellas desconcertantes bienaventuranzas
¿Las bendiciones de Jesús están al alcance de la gente corriente como yo, que no somos especialmente pobres, mansos ni puros de corazón?
por Charles E. Moore
jueves, 11 de septiembre de 2025
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Cuanto más leo las bienaventuranzas, más preguntas me surgen. ¿Por qué Jesús es tan enigmático? ¿Cómo es que los pobres y perseguidos son afortunados? ¿Por qué deberían ser felices los que lloran y los mansos tener esperanza? ¿Quién de nosotros es realmente puro de corazón? ¿De verdad vale la pena tener sed y hambre de justicia en un mundo que rara vez la ofrece? Yo no estoy seguro, incluso me siento perturbado.
Honestamente, las bienaventuranzas a menudo me desconciertan. Me siento atraído por ellas; quiero experimentar su verdad. Sin embargo, no le puedo decir a mi vecina refugiada, que está a punto de ser desalojada: “Bienaventurados los pobres”. No puedo decirle a un colega negro, a quién le han negado un préstamo hipotecario en un barrio blanco: “Supéralo, sé manso y humilde y, finalmente, heredarás una casa y un terreno”.
¿Y qué de mí, con mi confortable por no decir vida de abundancia? ¿Soy bendecido? ¿Dios me está bendiciendo? Ciertamente no soy pobre, ni estoy sufriendo; no soy manso (pregúntenle a mi esposa), ni tengo hambre y sed de justicia, al menos no en la forma que la tengo por mi café en la mañana. Difícilmente soy misericordioso o pacificador, puesto que rara vez estoy rodeado de personas que sufren y evito los conflictos a toda costa. ¿Necesito mencionar la pureza de corazón o ser perseguido? Quiero responder a las bienaventuranzas, ¿pero acaso soy el único al sentir que están más allá de nuestro alcance?
No se pueden simplemente separar las Bienaventuranzas; van juntas. En palabras de Eberhard Arnold: “Retratan el corazón del pueblo del reino, un corazón cuyas venas no pueden ser diseccionadas y hechas pedazos”. Las bienaventuranzas como un conjunto reflejan la naturaleza del reino de Dios. No podemos escoger las que nos gustan; eso sería, según James C. Howell, “como darse cuenta y tirar de un hilo suelto, deshilachando la tela y olvidando que cada hilo está tejido en un paño más grande con su propia belleza”.
La belleza de las bienaventuranzas cautivó a San Agustín, quien las describió como la escalera de ascenso del alma. Otros escritores han señalado la simetría de las Bienaventuranzas: los pobres de espíritu, quienes reconocen su necesidad y pecado ante Dios, son los que naturalmente lloran; los mansos, aquellos sin poder, son los que con frecuencia tienen más hambre y sed de justicia; los compasivos no solo perdonan rápidamente, sino que encuentran paz al hacerlo. Algunos observan que, a diferencia de los diez mandamientos y el padre nuestro, las cuatro primeras bienaventuranzas describen nuestra relación con Dios y nuestra necesidad de Él, mientras que las cuatro restantes resaltan nuestra relación con los demás.

Károly Ferenczy, Sermón del monte, óleo sobre lienzo, 1896. Creative Commons.
Sí, las bienaventuranzas van juntas. Pero hay algo aún más importante de señalar: la persona que pronuncia estas bendiciones. Es Jesús quien está en la montaña. Nadie más estaría allí si no fuera por él. Jesús no es solo otro Moisés o un Sócrates galileo, él es el reino de Dios en persona. No solo proclama las buenas nuevas del reino sino que demuestra su poder. Mucho antes de que él pronuncie las Bienaventuranzas, muestra compasión por las multitudes, sana cada dolencia y enfermedad y llama a la gente hacia sí. Por consiguiente, las bienaventuranzas no son solo una serie de virtudes espirituales que flotan en el aire: Jesús está describiendo una realidad; está articulando su propia identidad.
Jesús es el pobre que se hizo nada, quien no tenía ni dónde recostar la cabeza; sin embargo, tiene todo lo que necesita. Él es quien llora, mientras derrama lágrimas sobre Jerusalén y su sangre en la cruz y es consolado, incluso por ángeles. Él es el manso, que nunca toma represalias, incluso haciendo el bien a sus enemigos. Él es quien padece de hambre y sed de justicia, mientras defiende a los marginados, otorga misericordia a los cojos, libera a los cautivos y alimenta a las multitudes. Él es la paz de Dios, el puro que nos reconcilia con Dios y entre nosotros. Él es quien me ayuda a imaginar de qué se trata la vida bienaventurada. Mateo dice: “Basta, dice Jesús, con que el discípulo sea como su maestro” (Mt 10:25). Las bienaventuranzas se tratan de Jesús.
En el relato de Mateo, a diferencia del de Lucas, son los pobres de espíritu, no solo los pobres, los bendecidos. ¿Jesús está espiritualizando la pobreza? ¿Quiénes son los pobres en espíritu? Lo más probable es que Jesús tenga en mente a los judíos económicamente desfavorecidos que esperaban el Reino de Dios; aquellos que pusieron su confianza en Dios incluso frente a la adversidad material; personas como María o Simeón y Ana o, como sus discípulos, quienes lo dejaron todo para seguirlo. Incluso las multitudes están incluidas, los que padecían dolor, los endemoniados, los afligidos por enfermedades y discapacidades (Mt 4:24), vulnerables a las vicisitudes de la vida y sospechando que de alguna forma estaban bajo el juicio de Dios (Jn 9:2). Son estas personas quienes aguzan el oído y se agolpan en torno a Jesús. A ellas se dirige Jesús y las llama bienaventuradas. De ellos es el Reino.
Esto es sin duda una buena noticia para algunos. Pero, ¿qué es lo que yo escucho? Estoy asombrado y a la vez inquieto. En el trasfondo escucho algo más: los “ayes” de Jesús en Lucas 6: “¡Ay de ustedes los ricos, porque ya han recibido su consuelo! ¡Ay de ustedes los que ahora están saciados, porque sabrán lo que es tener hambre!”. Ellas resuenan mucho más fuerte en mis oídos que los ‘bienaventurados’. Es cierto que no vivo en opulencia; pero ciertamente no estoy oprimido. Vivo libre de necesidad y dolor y no soy perseguido. ¿Es esto, como advierte Jesús en Lucas, todo lo que recibiré alguna vez?
Las bienaventuranzas están destinadas a ser buenas noticias. ¿Buenas en qué sentido? Después de todo, Jesús también dice: “Si a mí me han perseguido, también a ustedes los perseguirán” (Jn 15:20). Bienaventurados los perseguidos. Una vez más, ¿esto en dónde me deja a mí? No puedo dejar de pensar en las palabras de Jesús a la iglesia en Laodicea, cuyas obras no son ni frías ni calientes, sino tibias (Ap 3:15-16). ¿Las bienaventuranzas se pueden llevar a cabo en aguas tibias? ¿Soy frío, caliente o estoy en algún punto intermedio?
Cada vez que tomo la firme resolución de esforzarme más y atreverme a más, me siento tentado a tratar las bienaventuranzas de la misma forma que hacía las tareas en la infancia. Cuando tenía diez años, empecé a recibir una mesada; me encargaba de limpiar la piscina, recortar los setos, cortar el césped, cortar leña. Haz X y recibe Y. ¿Qué podría ser mejor que eso? Si quieres heredar la tierra, sé más sincero y obedece más. Pero uno no puede simplemente decidir: “Ahora voy a llorar”. Uno no puede simplemente levantarse en la mañana y declarar: “¡Ahora voy a tener hambre y sed de justicia!” Uno no puede obligarse a sentir compasión al ver a un indigente.
Las bienaventuranzas no son así. Describen la vida bendecida; no la prescriben. La palabra “bendecida” lo corrobora; esencialmente significa: “¡Buenas noticias para ti!” O “¡Afortunado eres tú!” Las bendiciones que Jesús promete no solo nos esperan en el futuro (versículos 4-6) sino que se dan a conocer ahora (versículos 3 y 8). Para los pobres y oprimidos, “de ellos es El Reino”, en tiempo presente. Esto sugiere que las bienaventuranzas no son recompensas por hacer el bien o ser bueno, sino garantías para cualquiera que confía y sigue a Jesús. A pesar de la adversidad, privación, pérdida y dolor, las bendiciones de Dios están sobre aquellos que hacen de Cristo, el señor y propósito de sus vidas.
Al ver las bienaventuranzas desde esta perspectiva, se sienten menos fuera del alcance. Jesús no dice: si es manso, será “bendecido, porque finalmente heredará la tierra”. Más bien, la vida de Jesús demuestra, cómo ser manso posee su propia clase de fuerza, una que no puede ser arrebatada y que no necesita luchar por sus derechos. Y cuando lloro, no tengo que desesperar. Llorar es bueno. Como lo plantea Evagrio el Solitario (d. 399): “Ora por el don de las lágrimas, para que a través del llanto se puede dominar lo que es salvaje en tu alma”, o “ Bienaventurados aquellos que se preocupan lo suficiente como para llorar.
Entonces, ¿podría ser que la salud, el honor, estar en control, salirse con la suya, tener victoria sobre otro y permanecer impasible ante el dolor ajeno no son bendiciones, sino un espejismo del desierto que en últimas nos deja vacíos? ¿Podría ser que el camino del descenso es de hecho la vida gratificante? ¿Qué podría ser más liberador que reconocer nuestro pecado y dejarlo atrás? ¿Qué podría ser más satisfactorio que tener hambre y sed de justicia, que es lo único que satisface el alma? ¿Qué podría ser más gratificante que liberar a alguien más de su deuda? ¿Qué podría ser más emocionante que tener un corazón tan sencillo como para ver a Dios? Esto, nos dice Jesús, es la vida bienaventurada, la vida que perdura.
Yo quiero una vida bendecida. ¿Qué hago? ¿Me dedico a hacer obras de caridad como la Madre Teresa? ¿Me lanzo, como Martin Luther King Jr., a causas para buscar la justicia social? ¿Al igual que San Francisco, renuncio a mi vida cómoda y salgo a mendigar? He conocido personas que han hecho tales cosas, pero esto no les garantizó su bendición.
Una cosa he encontrado y es que experimentar las bienaventuranzas requiere seguir a Jesús a donde él vaya. ¿Y a dónde fue? Él pasaba tiempo con los que eran considerados perdedores. Por lo tanto, empecé como voluntario en un ministerio en el centro de la ciudad para entablar amistad con los habitantes de la calle. Pero en los siguientes años, experimenté un gran cambio. Descubrí qué tan pobre era en realidad, qué tan poco tenía que ofrecer y cuánto “los más pequeños” podían enseñarme. Jed nunca tenía suficiente dinero y era porque gastaba su cheque de la asistencia social al empezar cada mes invitando a sus amigos a una buena comida. Bonnie, quien hablaba con los edificios, se tomó el tiempo para venir a nuestra casa y bendecirla. Ralph fue mi ángel; siempre me cubría la espalda mientras caminaba por las calles, diciéndoles a sus amigos que yo era uno de ellos y que debían cuidarme.
Con el tiempo, mi búsqueda de logro y reconocimiento académico y mi pasión para cambiar el mundo, se desmoronaron. Comencé a aprender lo que realmente significaba el amor incondicional y transformador de Dios. Vi cómo el dolor del mundo no era solo un problema para estudiar y arreglar, sino algo para conllevar en amistad. Empecé a notar cómo era la verdadera generosidad, no a través de los lentes de aquellos que tenían mucho dinero, sino a través de los ojos de aquellos que compartieron su tienda con otros. Empecé a ver que vivir por fe involucraba a aquellos que escasamente tenían el pan de cada día. Lentamente, las bienaventuranzas empezaron a apoderarse de mí, habiéndose colado en mi vida por la puerta de atrás.
Finalmente, mi esposa y yo sentimos el llamado de Dios a dejar nuestros trabajos como profesores, a nuestros amigos y familiares para unirnos a una comunidad comprometida a vivir la vida diaria de acuerdo con el Sermón del Monte. Fue un camino tortuoso y en varias coyunturas nos encontramos sin trabajo y prácticamente solos. En un momento, acepté un puesto de conserje en un centro de cuidado de ancianos. Durante el año, limpié baños, lavé y aspiré pisos, pinté paredes, saqué la basura, llevé a los residentes a sus citas médicas y escuché sus historias. Finalmente me di cuenta: esto es todo lo que se necesita para compartir la vida cotidiana con otros. ¿Estaba listo? ¿Podría encontrar gozo en simplemente servir a aquellos a mi lado, por el amor de Cristo?
Han pasado treinta años desde entonces y todavía me cuesta seguir el camino de la humildad; quiero impresionar; quiero lograr grandes cosas. Sin embargo, algo ha quedado claro: es imposible vivir la vida que Jesús llama bienaventurada por mi cuenta. Jesús mismo lo dijo porque en las bienaventuranzas usó repetidamente los sustantivos colectivos. En otras palabras, la vida bendecida se trata de cierta clase de vida en comunidad. Es difícil perdonar a mi hermano setenta veces siete a menos que él esté en mi vida; es difícil ser manso si no tengo que ceder ante nadie; es difícil lamentarse si me mantengo distante a las aflicciones de los demás; es difícil mostrar misericordia si oculto mis propias necesidades; es difícil buscar la justicia para los pobres mientras gano más y más dinero para mí mismo.
Kathy Escobar escribe: “Las bienaventuranzas deberían inspirarnos hacia un camino mejor. Las palabras de bendición de Jesús para los pobres, marginados y aquellos que descienden en la escala social, no fueron una amenaza ni una técnica de coerción para forzarnos a una vida miserable. Su llamada a ir hacia abajo es una metodología para la vida abundante. Es el yugo más fácil”.
Las bienaventuranzas son el yugo más fácil (Mt 11:29-30) pero aceptar este yugo implica tomar decisiones, decisiones que algunas veces son difíciles y con frecuencia humillantes. El descenso del que habla Escobar es el camino estrecho que Jesús dice que pocos encontrarán (Mt 7:13-14). A lo largo del camino habrá tentaciones: la tentación de dar marcha atrás, de rendirse, de transigir, de simplemente encajar. Las bienaventuranzas nunca surgen de forma natural.
Sin embargo, las bienaventuranzas nos siguen llamando. Nos invitan a buscar el mundo revelado en Cristo y hecho posible por Él. Porque en Él hay vida en abundancia (Jn 10:10). Necesitamos su seguridad que la vida bienaventurada, por descabellada que pueda parecer a los demás, no está lejos. Como el incrédulo Tomás, necesitamos que él renueve nuestra fe una y otra vez. “Porque me has visto, has creído”, le dice Jesús a Tomás. “Dichosos los que no han visto y; sin embargo, han creído” (Jn 20, 29).
Traducción de Clara Beltrán