Un extracto del nuevo libro de Plough y RIALP, Siempre fui parte de ti.

Una tarde soleada de mayo de 2007 llegó un grueso sobre a mi casa en Sioux City. Supe sin mirar el remite que venía de los hospitales de la Universidad de Iowa en Iowa City, y que contenía el historial médico que daría respuesta a algunas de las preguntas que me ha­bían atormentado durante casi toda mi vida. ¿Quién soy? ¿De dónde? ¿Qué sangre corre por mis venas? Y, ¿por qué renunciaron a mí? Son preguntas que se hacen la mayoría de los que, como yo, fueron adoptados al poco de nacer. Pero lo que yo necesitaba saber era más fundamental, y menos inocente: ¿Por qué intentaste matarme? Y, ¿cómo es posible que sobreviviera?

Sentí un pellizco de pánico en la boca del estóma­go. Ahora que tenía la información que llevaba tantos años buscando, mi cuerpo y mi espíritu se rebelaban. Pero como escribió el poeta irlandés James Stephens (otro adoptado), «la curiosidad se impone al miedo incluso más que la valentía». Así que, con dedos tem­blorosos, despegué el sobre y me enfrenté a los hechos de mi vida improbable.

Leí con los ojos bañados en lágrimas los fríos de­talles de la manera en que escapé milagrosamente a la muerte —«el 24 de agosto se realizó infusión salina para abortar pero no se realizó con éxito»— y descubrí algo que no esperaba: los nombres completos de mis padres biológicos.

Sus nombres aparecían claramente en el registro de mi nacimiento, pero el mío no.

Mientras luchaba por sobrevivir en la unidad de cui­dados intensivos neonatales del hospital St. Luke, los médicos comprendieron que mi madre llevaba emba­razada muchas más de las supuestas dieciocho a veinte semanas. El pediatra que me reconoció un par de días después de nacer calculó que mi edad gestacional al na­cer era de 31 semanas aproximadamente: bien entrado el tercer trimestre. La discrepancia señalaba algo que aún no se sabía: ¿Cómo es posible que ningún abortista cometiera semejante error, sobre todo en uno de los hospitales más prestigiosos de la zona? ¿Qué médico o enfermero se creería que una mujer embarazada de más de siete meses estuviera de menos de cinco?

Como cualquier bebé prematuro, sufría muchos problemas médicos graves, entre ellos un bajo peso al nacer (1,3 kg), ictericia y dificultad respiratoria. Pero mis problemas se complicaron además con los efectos de la solución salina venenosa a la que me vi expuesta en el vientre de mi madre. Nadie conocía las conse­cuencias a largo plazo de sobrevivir a un aborto. El de­sarrollo retardado es normal en los bebés prematuros, pero yo además convulsionaba; y la lista de posibles complicaciones se fue alargando, para incluir el retraso mental, la ceguera y una mala salud crónica.

Tres semanas después de nacer me trasladaron al hospital universitario de Iowa City, a quinientos kiló­metros al este. Las enfermeras que cuidaban de aquella niña sin nombre me hicieron ropita diminuta y patucos de colores. Una de ellas, Mary, decidió que necesitaba un nombre, y me puso Katie Rose. Mis padres adop­tivos se mantendrían en contacto con Mary durante años, intercambiando felicitaciones de Navidad y cartas con fotos mías y las novedades de mi progreso. Luego escribiría yo misma las cartas, y nuestra amistad duró décadas. Me hacía sentir muy especial que esta enfer­mera, que se preocupó por mí cuando nadie más lo hacía, siguiera preocupándose por mí después.

Mientras tanto, la agencia de servicios sociales que tenía mi custodia buscaba una familia dispuesta a adop­tar a una recién nacida frágil. No era tarea fácil, debido a mi negro pronóstico médico. La búsqueda condujo a Curlew, Iowa, un pueblo pequeño a sólo ciento sesenta kilómetros de donde nací. Una pareja joven que ya tenía una niña adoptada quería otra.

Les informaron de que el bebé tendría necesidades mucho más allá de lo básico. Amor tenían en abundan­cia; dinero para cuidados médicos y servicios especia­lizados, no. Hicieron el viaje de cinco horas en coche para conocer al bebé chiquitito que necesitaba un ho­gar. Sin dejarse intimidar por los goteros y los monito­res conectados al cráneo del bebé, rasurado de una sien a otra, tomaron una decisión. Aquel día experimenté por primera vez el amor de una madre, en brazos de la mujer que me miró a los ojos y dijo: —Eres mía.

Se llamaba Linda Cross, y aunque quería llevarme a casa enseguida, tuvo que esperar otro mes a tenerme en brazos de nuevo. A finales de octubre de 1977, una trabajadora social me llevó (con mis dos kilos y pico) a la granja donde vivía Linda con su esposo Ron y su hija Tammy, de cuatro años. Me pusieron Melissa Ann, por una amiga que se había quedado tetrapléjica en un accidente. Admiraban su fuerza y su lucha tenaz por vivir. Esperaban que yo tuviera las mismas cualidades.

De pequeña, estaba segura de unas pocas cosas: mi nombre era Missy Cross; vivía en una granja en Cur­lew, Iowa; pertenecía a una familia con madre, padre, una hermana mayor y abuelos, tíos y primos en cantidad. Y en algún momento, que no recuerdo, supe que era doblemente querida: por los padres que me habían elegido para sí, y por una madre que me dio a luz y me confió a su cuidado. Lo de ser adoptada no recuerdo que me lo dijeran: simplemente era así, una realidad tan normal como la luz del sol por la mañana, la de las estrellas por la noche y las estancias acogedoras que me rodeaban.

Sin embargo, la terrible verdad sobre mi nacimiento no podía permanecer oculta para siempre.


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