Lo que sigue es la introducción al libro The Scandal of Redemption: When God Liberates the Poor, Saves Sinners, and Heals Nations de la serie Plough Spiritual Guides.


Mi opinión acerca de Óscar Romero está moldeada por mi propio viaje. Cuando, el 24 de marzo de 1980, le dispararon a Romero mientras celebraba misa, yo estaba viviendo en Lesoto, un pequeño reino montañoso rodeado por la República de Sudáfrica. Me habían desterrado de Sudáfrica por haber denunciado la injusticia, tal como Romero y muchos otros líderes religiosos estaban haciendo en ese momento. El estado sudafricano estaba imponiendo el apartheid, una forma constitucionalizada de racismo. Las Naciones Unidas habían declarado que el apartheid era un crimen contra la humanidad, y la comunidad cristiana internacional había dicho que era una herejía o falsa doctrina, a pesar de que el estado de apartheid se adjudicaba una guía divina e insistía en ser un estado cristiano.

Al igual que Romero, seguir a Jesús había sido mi deseo desde mi niñez temprana. A los diecisiete, dejé Nueva Zelanda y viajé a Australia para iniciar mi formación para ser sacerdote de la iglesia anglicana y para unirme a la orden religiosa anglicana conocida como Sociedad de la Misión Sagrada. Mi orden religiosa me transfirió a Sudáfrica en 1973. Imaginé que, al llegar, encontraría tres grupos de personas: los oprimidos, los opresores y el tercer grupo al cual yo pertenecería, esto es, la especie humana. Mi primer golpe duro fue darme cuenta de que el color de mi piel me volvía parte del grupo opresor incluso si yo no lo deseaba. El día en que llegué a Sudáfrica dejé de ser un humano y me convertí en un hombre blanco.

Michael Lapsley

Me expulsaron de Sudáfrica en setiembre de 1976. Exactamente tres meses antes, el 16 de junio de 1976, la policía y los soldados habían empezado a disparar contra escolares. Fue un momento definitorio en el camino de mi vida.

Para el arzobispo Romero, el punto de inflexión fue el asesinato del padre Rutilio Grande, el 12 de marzo de 1977. Como dijo Romero: “Mientras miraba a Rutilio tirado ahí, muerto, pensé: ´Si lo mataron por hacer lo que hizo, entonces yo debo transitar la misma senda´”.

A diferencia del arzobispo Romero, elegí unirme al movimiento de liberación política. Al igual que Romero, sin embargo, la única arma que usé fue mi lengua. Para mí, unirme a la lucha de liberación tenía que ver con recuperar mi propia humanidad, en solidaridad con la gente de color que luchaba por sus derechos humanos básicos. Poco después de que la sangre de los niños se derramara en las calles de Sudáfrica, fui elegido para ser capellán para los estudiantes anglicanos. Comencé a denunciar la matanza de los niños, así como los arrestos y las torturas generalizados.

La noticia del asesinato de Romero definitivamente hizo que me detuviera y considerara cuál podía ser el costo de mis acciones. Y estoy seguro de que personas de fe involucradas en luchas similares a favor de la justicia en todo el mundo podían decir lo mismo. Pero más aún, sus palabras y su testimonio nos dieron el valor y la determinación para poner en práctica las palabras de Jesús incluso más clara y valientemente en las situaciones que enfrentábamos. En 1982 hubo una masacre en Maseru; cuarenta y dos personas fueron asesinadas a tiros por el ejército sudafricano. Yo no estaba allí en ese momento, pero algunas de las autoridades de la iglesia creían que era uno de los objetivos de la masacre. Fue entonces cuando hice el voto de que mi propia vida estaría dedicada a ayudar a que el apartheid terminara y a construir una sociedad en la que los niños pequeños se fueran a dormir seguros y despertaran seguros.

Debido a que estaba en una lista negra del gobierno sudafricano, durante varios años debí vivir en Zimbabue, con guardia policial armada las veinticuatro horas del día. Fue allí, en abril de 1990, tres meses después de que Nelson Mandela fue liberado de prisión, donde recibí por correo una carta bomba escondida dentro de las páginas de dos revistas religiosas. En la explosión perdí ambas manos y un ojo, y mis tímpanos quedaron destrozados.

Cuando la bomba explotó, sentí que Dios estaba conmigo en mi crucifixión. También sentí que María, la madre de Jesús, comprendía lo que estaba experimentando. Las oraciones y el amor de las personas en todo el mundo fueron el vehículo que Dios usó para que esa bomba fuera redentora, para obtener vida de la muerte y bien del mal.

Me sentí particularmente desafiado e inspirado por una entrevista que el arzobispo Romero concedió unos días antes de su muerte, en la que señalaba que quien fuera que lo asesinara supiera que él lo perdonaba. Hasta este día, no sé quién me envió esa bomba, en abril de 1990. Pero si esa persona aún es prisionera de lo que hizo, yo tengo una llave y estaría feliz de usarla. 

Mis reflexiones acerca de mi propio viaje de sanación, así como acerca del viaje del pueblo de Sudáfrica, me llevaron a fundar el Institute for Healing of Memories. Como parte del trabajo global de esta organización no gubernamental, fui invitado en 2016 a visitar por primera vez la tierra de Óscar Romero, el único país que lleva el nombre del Salvador del mundo, para ver si de alguna modesta manera podíamos contribuir al viaje de sanación del pueblo salvadoreño. En el Día de Todos los Santos de 2016, en el Monumento a la Memoria y la Verdad en San Salvador, participé en un homenaje ecuménico a los miles de desaparecidos y asesinados durante la guerra civil salvadoreña. Y pude arrodillarme en la tumba de Óscar Romero, así como en el lugar de su asesinato y martirio.

Trágicamente, la tierra del Salvador aún se caracteriza por una gran violencia social y una gran desigualdad. Pero el testimonio de Romero perdura. Como José Osvaldo López, un anglicano que vive en El Salvador, escribe:

Con la vida y la obra de Romero, estoy seguro de que el mismo Jesús pasó por El Salvador y nos dejó un mensaje claro y fuerte a través del ejemplo de su vida como persona y como pastor. Romero es para mí no solo un modelo pastoral, sino, sobre todo, un enorme desafío, uno que requiere que yo, en tanto cristiano, asuma una actitud crítica contra la injusticia social y estructural. Sin embargo, Romero no solo me desafía a denunciar la injusticia. Por encima de todo, me invita, llamándome enérgicamente a amar a aquellos que me rodean… Al amar a mis hermanos y hermanas, no solo estaré imitando a Romero, sino también a Jesús, con quien estaré contribuyendo a construir un mundo mejor. Y al final, seré parte de la construcción del verdadero reino de Dios en la tierra.

Mientras procuro hacer mi humilde contribución a la sanación de la familia humana, continúo inspirándome en la vida y el legado de Óscar Romero. Es mi esperanza y mi oración que a través de este libro él haga lo mismo por otra generación de personas que tienen hambre y sed de rectitud. No tengo dudas de que, si leen este libro con un corazón abierto, eso profundizará su propia fe y su compromiso con el trabajo por la justicia y con la participación en el sueño de Dios para todos nosotros.


Traducción de Claudia Amengual