El pacifismo es poco realista, salvo que se atenga a Cristo, escribe “el mejor teólogo de Estados Unidos” (Time) en su introducción a la nueva edición inglesa del clásico de Eberhard Arnold, La revolución de Dios.

“El dolor es el arado que desgarra nuestro corazón para que nos abramos a la verdad. Si no fuera por el sufrimiento, jamás reconoceríamos nuestras culpas, nuestra impiedad y la auténtica injusticia de la condición humana”. Es una afirmación aguda que preferiría no oír, pero que no puedo dejar de reconocer como cierta. Enfrentar verdades que uno quisiera no conocer nos coloca en una situación extraña. Es una situación en la que, sospecho, se encuentran muchos lectores de La revolución de Dios de Eberhard Arnold.

Comenzar por anunciar que un libro puede desafiar cómo los lectores se comprenden a sí mismos y a su mundo puede parecer una estrategia dudosa si uno desea que el libro sea muy leído. Yo quiero que las personas lean este libro, en particular aquellos que no han oído acerca de Eberhard Arnold (1883-1935). Quiero que se lo lea, porque tiene razón acerca de lo que significa ser cristiano. Pero primero y principal, quiero que se lo lea, porque la verdad es la verdad. Así que destacaré aquí algunas de las ideas de Arnold para cautivar a los lectores y que su corazón sea transformado.

Para muchos esto puede ser arduo, por cuanto Arnold, a pesar de ser el pacifista que era, no tiene contemplaciones. Su iglesia tiene poco en común con el cristianismo amoldado a las circunstancias tan dominante en nuestra cultura. A medida que uno lee se pregunta: “Nunca he visto una iglesia como la que él describe”. Ese es, por supuesto, el punto. Arnold está determinado a ayudarnos a ver lo que, según él está seguro, es la iglesia de Dios, una que ya no vemos a nuestro alrededor. Arnold nos ayuda a ver, porque puede escribir. Su escritura quema y abre un hueco en nuestra alma, y nos permite una mirada fresca para ver lo que significa seguir a Jesús.

Por cuanto en el núcleo del relato de Arnold acerca de quiénes somos está Jesús, el judío de Palestina, y todo lo que su cruz hizo posible. Es este Jesús el que nos enseña la relación intrínseca entre las riquezas y el asesinato. Es este Jesús el que nos proporciona un camino de vida con otros, que con razón podemos llamar iglesia.

El relato de Arnold acerca de lo que significa ser un cristiano puede parecer demasiado radical y poco realista para muchos. Pueden admirar su visión, pero no estar preparados para aprender a vivir, por ejemplo, sin posesiones. Pero Arnold no cree que uno pueda hacerlo solo. Aquellos que quieran ser héroes, no lo intenten. De hecho, lo que Arnold está intentando es hacer que la fidelidad cotidiana sea posible.

Arnold es un pacifista, pero su pacifismo es la expresión de su conocimiento de las condiciones necesarias para que las personas vivan juntas pacíficamente.

No debemos olvidar, además, que el núcleo de la concepción que Arnold tenía de la iglesia es el Espíritu Santo. A menudo se dice que el Espíritu Santo ha sido ignorado en la teología moderna. Eso no es cierto con respecto a la comprensión de Arnold acerca de cómo el Espíritu hace que la iglesia sea posible. Todo lo que tiene para decir depende de la obra del Espíritu. Estaríamos poseídos por nuestras posesiones, si no estuviéramos poseídos por el Espíritu Santo.

A través del bautismo y la eucaristía el Espíritu nos atrae hacia el tipo de vida peculiar que hace posible la reconciliación entre los enemigos. Tal reconciliación es posible porque la iglesia es una comunidad de pecadores perdonados. Así constituida, la iglesia se vuelve una alternativa para el mundo. De ahí la maravillosa observación de Arnold: “El único modo en que el mundo reconocerá la misión de Jesús es por la unidad de su iglesia”.

La unidad que el Espíritu crea viene del amor manifiesto en el amor del Padre hacia el Hijo y el amor del Hijo hacia el Padre. La realidad comunitaria que crea este amor se llama el reino de Dios. El lenguaje del reino deja claro que el testimonio de la iglesia al mundo es fundamentalmente político. El reino es una casa que, como cualquier casa, necesita cuidados todos los días. Ser un cristiano es aprender cómo compartir una vida en común.

Puede ser una simplificación, pero creo que en una de sus observaciones hechas al pasar Arnold se acerca a ayudarnos a ver qué nos hace cristianos. Es muy sencillo: ser un cristiano es haber recibido algo para hacer. Cuando somos bautizados nos transformamos en ciudadanos en un orden político en el que se nos da una buena tarea para que llevemos adelante. Esta tarea nos salva de estar preocupados por nosotros y nos ayuda a reconocer a los otros. Ese reconocimiento se llama, acertadamente, amor.

Arnold no desestima completamente las concepciones de salvación que enfatizan la importancia de la experiencia individual, pero apela poco a las formas pietistas o sentimentales de la fe. Reconoce que la piedad personal se ha expandido bastante entre los cristianos como un indicador de su relación con Dios. Juzga que esto no es malo en tanto una “experiencia religiosa personal” abre a la persona hacia un crecimiento que conduce al servicio en y para el mundo. Pero insiste en que el significado de la cruz de Cristo no puede ser restringido a la experiencia individual subjetiva. Cuando se piensa que la salvación es una experiencia individual, la obligación cristiana de buscar la justicia puede perderse.

Arnold desafía a aquellos que asumen que el tipo de comunidad que él describe implica retirarse del mundo. Por el contrario, una comunidad así está permanentemente enviando a personas al mundo. Aquellos enviados trabajarán por la justicia, pero también transformarán aquello que se entiende por justicia. En particular, desafiarán la presunción de que la coerción es el único modo de alcanzar la justicia en un mundo de violencia. Para aquellos que adoran a un Salvador crucificado es simplemente una contradicción pensar que la violencia del mundo puede ser usada para alcanzar el bien. Arnold pregunta retóricamente cómo aquellos que han salido de un lugar de amor pueden actuar en el mundo de un modo diferente del que tenían en la comunidad de donde provienen.

Arnold es un pacifista, pero su pacifismo es la expresión de su conocimiento de las condiciones necesarias para que las personas vivan juntas pacíficamente. Arnold argumenta que una forma de vida compartida como esa conlleva una profunda crítica al capitalismo. Desde la perspectiva de Arnold, el capitalismo es un sistema económico que avala la necesidad de posesiones. Cualquier intento de alcanzar la justicia en un sistema así está condenada al fracaso en la medida en que mantiene la suposición de que lo que tenemos es nuestro.

Si los miembros de la iglesia no pueden poseer posesiones, deben aprender a compartir su vida. Una bolsa común no solo es posible, sino necesaria. Puesto que un miembro de la comunidad no tiene recursos para hacer con ellos lo que desee, el discernimiento comunitario es necesario para probar la vocación de un miembro. Vivir sin posesiones vuelve necesaria la discusión e inevitable algún tipo de conflicto. De una manera interesante, la visión de Arnold acerca de la comunidad es profundamente democrática, porque el miembro más pequeño debe ser escuchado.

El relato de Arnold acerca de la iglesia es impactantemente original, pero sería un error creer que esas ideas son originales para él. Su comprensión de la relación entre la iglesia y el mundo está más cerca de la anabautista que de cualquier otra alternativa surgida de la Reforma. Pero también hay una inconfundible sensibilidad católica en su comprensión de la importancia de las prácticas eclesiales. Aunque hace énfasis en el carácter voluntario de la pertenencia a la iglesia, su relato parece estar a gran distancia del protestantismo tradicional.

Si tuviera que determinar a qué tradición se aproxima más Arnold, diría que su comunidad se entiende mejor como una forma de monacato que incluye personas casadas. Lo monástico siempre ha estado a la vanguardia de la revolución de Dios. No es sorprendente, por lo tanto, que el relato de Arnold acerca del matrimonio desafíe las suposiciones románticas que en la actualidad vuelven el matrimonio algo tan problemático. El hecho de que Arnold preste tanta atención al matrimonio y al papel de los niños indica cuánta importancia otorga a estos en la formación de un cristiano.

Erin Hanson, Rayos del sol poniente Usado con permiso de la artista

Existe una razón para que algunos que leen a Arnold lo interpreten como alguien que se retira del mundo. En tanto no se vale de la distinción entre naturaleza y gracia que es tan importante para los católicos, ni del clásico dualismo luterano entre los órdenes de la creación y la redención, su dualismo básico es aquel entre la iglesia y el mundo. Dice que los cristianos deben reconocer que Dios ha dado al estado la “espada temporal” y que eso significa que las funciones del estado no son tareas a las que un cristiano esté llamado. El estado posee la espada de la ira, pero la iglesia y los cristianos no pueden hacer uso de ella. Aquel que fue ejecutado en la cruz no ejecuta a nadie. Lo mismo vale para sus seguidores.

La negación de la violencia puede sonar como una mala noticia para aquellos preocupados por que el cristianismo busque justicia para los oprimidos, pero la comprensión que Arnold tenía de la iglesia vuelve esa crítica irrelevante. Es inflexible con respecto a que los cristianos deben estar socialmente involucrados en un esfuerzo por crear sociedades que sean más justas. Lo que eso significa, sin embargo, implica alternativas creativas derivadas de las prácticas de la iglesia. Por ejemplo, los miembros de su comunidad no solo han procurado hacer algo para aquellos que sufren abandono; han procurado estar con aquellos que sufren de manera tal que puedan compartir su sufrimiento. Al igual que los amish, que están con aquellos que han experimentado algún hecho destructivo, del mismo modo Arnold quiso que la iglesia enviara a sus miembros a que se constituyeran primero y principalmente en una presencia para aquellos que sufren.

Arnold llama “pequeño trabajo” a ese trabajo por la justicia, dada la escala de sufrimiento en el mundo. El trabajo puede ser pequeño, pero es lo que nos ha sido dado para que hiciéramos. Tal como él lo dice: “Creemos en un cristianismo que hace algo”. Qué comprensión extraordinaria: ser un cristiano es estar en una comunidad que te da algo para hacer. Somos salvados por las pequeñas tareas que vuelven la vida de los otros más llevaderas. De ahí la observación de Arnold con respecto a que el trabajo cotidiano con otros es la forma más rápida de descubrir si alguien está deseoso de vivir en comunidad sobre una base de amor y fe genuinos.

Lo que Arnold recomienda no es cualquier trabajo, es trabajo físico. Deberíamos estar listos para pasar varias horas al día haciendo trabajo físico con nuestras manos. Puesto que mis comienzos fueron trabajando como albañil, valoro lo que Arnold está recomendando. Aquellos que trabajan con sus manos son distraídos de sus preocupaciones y eso vuelve posible que vean a su prójimo. Un prójimo que puede resultar Jesús bajo un disfraz.

Espero haberlos cautivado para que lean este libro. Es un bello libro y la belleza muchas veces nos hiere. Pero si somos de tal modo heridos puede ser, tal como Arnold nos ayudó a ver, lo que Dios nos ha dado para salvarnos.


Traducción de Claudia Amengual