Una y otra vez en la vida de una nación, y en la lucha de clases por la existencia, las tensiones y los conflictos reprimidos estallan en arranques de violencia. Estos estallidos revelan la explotación, la opresión y los instintos salvajes de la pasión codiciosa. La gente responde de diferentes maneras a esta violencia: algunos tratan de mantener la ley y el orden con medios homicidas, otros se sienten llamados a luchar por la justicia social con los oprimidos. Sin embargo, nosotros como cristianos tenemos que mirar mucho más lejos.

Cristo dio testimonio de la vida, de la manifestación del amor, de la unidad de todos los miembros en un solo cuerpo. Él nos reveló el corazón de su Padre, que hace que su sol brille sobre buenos y malos. Él nos encomendó que sirviéramos a la vida y que la construyéramos, no que la segáramos ni la destruyéramos. Por ello, nosotros creemos en un futuro de amor y comunión constructiva, en la paz del reino de Dios. Y nuestra fe en este reino es mucho más que cualquier otro anhelo ilusionado por el futuro. Más bien, es una firme creencia en que Dios nos dará su corazón y su espíritu ahora, en esta tierra.

A la iglesia, como una semilla escondida y viva del futuro, se le ha confiado el espíritu de este reino venidero. Por consiguiente, su carácter presente tiene que mostrar ahora la misma paz, alegría y justicia que el reino encarnará en el futuro. Por esta razón tenemos que protestar contra todos los casos de derramamiento de sangre y violencia, sin importar cuál sea su origen.

Julius Rolshoven, Campo de amapolas (1887). Wikimedia Commons

Nuestro testimonio y voluntad por la paz, de amor a toda costa, incluso a costa de nuestra vida, nunca antes ha sido más necesario. Se equivocan quienes nos dicen que las cuestiones de la no violencia y la objeción de conciencia ya no son importantes. Justamente ahora estas cuestiones son más importantes que nunca. Pero para responderlas hace falta valor y perseverancia en el amor.

Jesús sabía que nunca podría conquistar el espíritu del mundo con violencia, sino únicamente con amor. Esta es la razón por la que venció la tentación de tomar el poder sobre los reinos de la tierra y por la que dice que quienes son fuertes en el amor —los pacificadores— heredarán la tierra y la poseerán. Esta actitud estuvo representada y fue proclamada con fuerza por los primeros cristianos, que sentían que la guerra y la profesión militar eran incompatibles con su llamado. Es lamentable que en nuestros días los cristianos maduros no den un testimonio igualmente claro.

Reconocemos la existencia del mal y del pecado, pero sabemos que nunca triunfarán. Creemos en Dios y en el nuevo nacimiento de la humanidad. Y nuestra fe no es una fe en la evolución, en la inevitable ascensión a una mayor perfección, sino una fe en el Espíritu de Cristo, fe en el nuevo nacimiento de los individuos y en la comunión de la iglesia. Esta fe considera que la guerra y la revolución son un juicio necesario sobre un mundo depravado y degenerado. La fe lo espera todo de Dios, y no se asusta del choque entre las fuerzas espirituales. Más bien, ansía la confrontación, porque el fin tiene que llegar, y, después de él, un mundo completamente nuevo.

De una conferencia, 1924

Dios es nuestro futuro, así como él es nuestro origen. Él se acerca a nosotros con una demanda y una promesa: ¡Abran nuevos caminos! ¡Descarten lo que es viejo y está petrificado! ¡Conviértanse en carne y sangre llenas de vida y sentimiento! Dejen que el Espíritu descienda sobre ustedes como la lluvia cae en el desierto, rajado y agrietado en su dureza. ¡Dejen que el Espíritu que es Dios mismo penetre en ustedes, de lo contrario seguirán como huesos muertos!

¿Qué hay de bueno en los ejercicios religiosos, qué hay de bueno en la liturgia y en los cantos, si no se hace la voluntad de Dios, si nuestras manos están manchadas de sangre? ¿Qué hay de bueno en que los injustos crean o en los que confiesan a Dios pero dan la espalda a los niños moribundos? ¡Cambien por completo! ¡Sean diferentes, háganse humanos! Crean en Dios y ríndanle su vida a él.

Éste es el mensaje de todos los profetas, incluido Juan el Bautista: ¡cambien radicalmente! ¡Transformen todo al revés! El nuevo orden está llegando. Lo que ahora gobierna el mundo será abolido. Algo completamente diferente va a llegar a este mundo. ¡El reinado de Dios está cerca!

Jesús no cree en un dios que trae infelicidad, muerte y demonios, crimen e injusticia. Por el contrario, proclama al Dios que elimina todas estas cosas. Él sabe que el mal prevalece en este mundo. Pero sabe algo más: que será vencido y que todo será hecho nuevo y diferente.

Reconocemos la existencia del mal y del pecado, pero sabemos que nunca triunfarán. Creemos en Dios y en el nuevo nacimiento de la humanidad.

Esta victoria sobre el mal es la única tarea de la vida de Jesús. El propósito de su misión es derrocar a Satanás, el tirano de la tierra, es despojarlo de poder, ocupar su territorio, destruir sus maquinaciones y sus obras. Jesús promete el nuevo orden más radical de todas las cosas, incluidas las políticas y sociales, culturales y agrícolas, etnográficas y geográficas. Un nuevo orden para todas las cosas constituye la sustancia de sus palabras.

Su deseo siempre es el mismo: que la voluntad de Dios se haga historia en la tierra como en el cielo, que Dios, cuyo nombre ha sido hasta ahora blasfemado, pueda ser finalmente honrado. Jesús quiere que el reinado y la armonía de Dios, que ya gobierna el movimiento de las estrellas y las leyes de la materia, prevalezcan entre los seres humanos. Su meta es que el cielo venga a la tierra, que la tierra misma se convierta en el reino de los cielos.

Todas las parábolas de Jesús sobre el reino de los cielos apuntan a esta meta. Pensemos en el rey que sale de viaje: primero pone su reino en manos de sus colaboradores, confiando a cada uno de ellos ciertos deberes y responsabilidades. Cuando regresa, los reúne y celebra una fiesta con los que han cumplido con sus obligaciones. De la misma manera, Dios nos confía la tierra hasta que vuelva.