Hasta los ochenta, los recién nacidos que requerían cirugía eran pasados por el bisturí sin medicación analgésica ni anestesia. Los médicos suponían que eran demasiado pequeños para sentir dolor o, al menos, para sentir el mismo dolor que un adulto, el único tipo de dolor que contaba para los profesionales. Un estudio de 1943 ayudó a crear esa suposición. Myrtle McGraw había pinchado a bebés fajados mientras dormían y había concluido que la respuesta de los niños era mínima. Los había pinchado y no habían sangrado.

Cuando los bebés lloraban y gritaban al momento de ser cortados por el cirujano, su reacción era considerada como un reflejo, no como una experiencia real. Los bebés hablaban por sí mismos a todo volumen, pero no de la forma en que sus médicos podían o estaban dispuestos a escuchar.

Shai Yossef, Recién nacido, óleo sobre lienzo

La vulnerabilidad de nuestro cuerpo es parte de lo que nos nuclea en una comunidad. En la parábola de Jesús del buen samaritano, la historia comienza con el sufrimiento del viajero al ser golpeado y asaltado. Su necesidad es lo que implora la buena vecindad del samaritano, quien venda las heridas del viajero, lo lleva a un refugio y se asegura de que reciba cuidados.  

Esta historia es la respuesta de Cristo a un experto en la ley, quien le pide a Jesús que aclare los límites del gran mandamiento. Dios me llama a amar a mi prójimo como a mí mismo, pero ¿quién cuenta exactamente como mi prójimo? Y, a modo de texto subyacente, ¿quién no cuenta? ¿A quién se me permite no amar?

Los cirujanos a quienes se les encomendaban aquellos pacientes pequeñitos y vulnerables, se las ingeniaban para ignorar la necesidad de los bebés. Se apresuraban en cumplir con su tarea de salvar vidas sin ver a la persona que había en cada uno de sus pacientes. Pocas cosas deberían ser menos ignoradas que el chillido de un bebé, pero cuando no creemos en la dignidad de la persona, siempre encontramos el modo de negar su cuerpo y su dolor.  

En los lugares donde se practican abortos, los cuerpos de los bebés son minuciosamente reensamblados en habitaciones destinadas a los “productos de la concepción”. Los médicos deben verificar que el niño esté completo antes de tirar su cuerpo como desecho médico. Un solo miembro olvidado en el útero materno es una invitación a la sepsis y a la putrefacción. Un cuerpo ignorado es corrosivo.

Las mujeres, las personas de color, los discapacitados, todos tienen la necesidad de traducir su experiencia para ser oídos.

Nuestro cuerpo es un hecho bruto. La urgencia de un tobillo torcido supone una interrupción dolorosa de nuestras rutinas, nuestro sueño y nuestros pensamientos. La fatiga crónica plantea una pregunta continua: si hago esto, ¿cómo lo pagaré más tarde? Pero, para obtener ayuda de los otros, debemos encontrar el modo de gritar para que nuestro prójimo nos oiga.

Los bebés son demasiado pequeños para satisfacer las expectativas de las personas que los cuidan. Son totalmente honestos. Pero, a medida que crecemos, solo algunos cuerpos serán oídos y reconocidos por parte de las personas que están en el poder. Las mujeres, las personas de color, los discapacitados, todos tienen la necesidad de traducir su experiencia para ser oídos.

Hacer que nuestra experiencia interior sea externamente legible puede implicar dejar de lado detalles, satisfacer estereotipos o coincidir con aquello que nuestro prójimo espera oír, ya sea que se adecue o no a lo que necesitamos decir.

En este sentido, la legibilidad es un concepto popularizado por James C. Scott en su libro de 1998 titulado Seeing Like a State. Scott describe la legibilidad como un problema central en el arte de gobernar: cuanto más grande es el estado, mayor es el esfuerzo para estandarizar a su pueblo, de modo tal que sus integrantes puedan ser “vistos” por el aparato estatal.1 La legibilidad es la razón por la que los estados asignan apellidos a personas que no los tenían o direcciones a lugares que solo eran descritos mediante mención a puntos de referencia locales.  

Scott desconfía de aquellos proyectos ideados para volver legibles a las personas y los lugares, pues considera que, a menudo, simplifican demasiado y aplanan los vínculos naturales. Un bosque planificado y reticular puede padecer hundimiento del suelo debido a la falta de plantas complementarias que fueron tratadas como maleza sin importancia. Scott recomienda el cultivo de un grado de ilegibilidad para alcanzar más independencia de los programas y el control del estado.

Sin embargo, la ilegibilidad no elegida implica ser ignorado. Las mujeres no son más libres porque se piense menos en ellas. En su libro La mujer invisible. Descubre cómo los datos configuran un mundo hecho por y para los hombres, publicado en su versión original en inglés en 2019 y traducido al español un año después, Caroline Criado-Perez arma una larga lista con aquellos lugares en los que el cuerpo y las necesidades de las mujeres son ignorados. Los ladrillos son fabricados en un tamaño que permite que la mano más grande de un hombre los coja y sujete. Las dosis de medicamentos están graduadas según el cuerpo más grande de los hombres y esto conlleva a que las mujeres padezcan sobredosis y efectos secundarios. Hasta los asistentes de voz de los autos (con su respetuoso patrón lingüístico femenino) están sintonizados para percibir voces masculinas. Criado-Perez enseña a su madre a volver su voz más grave para ser oída por la computadora del auto.2

Fuimos creados a imagen de Dios y una parte de él es negada cuando se niega la bondad de aquellas personas que él ha creado.

Cuando se confrontó a un ejecutivo de autopartes con este problema, sugirió que “muchas cuestiones referidas a las voces femeninas podrían ser solucionadas si las conductoras aceptaran recibir una capacitación más extensa”, según fue publicado en Autoblog.com, en 2011. De acuerdo con ese punto de vista, son las mujeres quienes tienen que adaptarse a la tecnología y no al revés.

Este ejemplo referido al ajuste de la voz puede resultar trivial, pero es el más leve de los modos en que la sociedad presiona a las mujeres para que se ajusten de manera tal de satisfacer las expectativas ajenas. Desde normas de belleza irreal hasta el calzado antinatural, los modos en que se pide a las mujeres que cambien su cuerpo para adecuarse a ciertas expectativas pueden parecer interminables. Esta estrategia puede resultar eficaz para aquellos que tienen el tiempo, el dinero y los genes para ir tras ella con éxito, pero también es extenuante. Nos exige ser falsos o, al menos solo parcialmente sinceros acerca de quienes somos. Fuimos creados a imagen de Dios y una parte de él es negada cuando se niega la bondad de aquellas personas que él ha creado.

Shai Yossef, Hermanas, óleo sobre lienzo

Sufrir del modo correcto

En su provocativo libro, Crazy Like Us: The Globalization of the American Psyche, publicado en 2010, Ethan Watters sostiene que algunas de las enfermedades mentales son moldeadas por las expectativas culturales. La anorexia, la esquizofrenia y el estrés postraumático se parecen más a una pena que a una dolencia física tal como una gangrena. Todas las personas tienen penas, pero la forma de lamentarse varía según la cultura. En Estados Unidos, es frecuente que vistamos de negro para asistir a un funeral, en tanto en China, el color fúnebre es el blanco. Tradicionalmente, los judíos se rasgan las vestiduras durante el período de shiv´ah, mientras que los victorianos iban aclarando el color de su ropa de luto desde el negro, al gris, al malva. La ropa que vestimos hace que nuestra pena sea legible para nuestra comunidad. 

Watters sostiene que ciertos desórdenes son un modo de dar voz a la angustia con un lenguaje que será oído. Su objetivo no es negar la enfermedad mental —el desorden expresa algo real—, sino que cree que nos enseñamos unos a otros cómo sufrir, del mismo modo en que una comunidad crea sus normas en torno al duelo. En un mundo cada vez más globalizado, bajo la apariencia de estar prestando ayuda, Estados Unidos ha estado homogeneizando la experiencia mundial del dolor, aplanando los cuerpos extranjeros de manera tal de hacerlos legibles para nuestros médicos.

En uno de los ejemplos que pone, las expectativas médicas estadounidenses desencadenan una epidemia de anorexia en Hong Kong. El caso bien publicitado de una adolescente de catorce años que se dejó morir de hambre en 1994 motivó un programa completo para crear conciencia acerca de la enfermedad y fue exitoso. El doctor Sing Lee, especialista en trastornos alimenticios, solía atender a dos o tres pacientes con anorexia por año, pero luego del bombardeo publicitario, comenzó a recibir la misma cantidad de pacientes derivados por semana.

La experiencia de sus pacientes con respecto a su enfermedad había cambiado a medida que la prevalencia aumentaba. Al principio, los pocos enfermos de anorexia que atendió no sabían que había un nombre para su enfermedad. Le decían que no podían comer, no que temían ser gordos. Podían describir y dibujar su cuerpo con precisión, en lugar de aferrarse a una autoimagen distorsionada. Pero, a medida que la enfermedad comenzó a ser publicitada, las mujeres que atendía encajaban cada vez más con los criterios del Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales.

Shai Yossef, Amor, óleo sobre lienzo

No es una coincidencia que Watters haya notado que esta dinámica se da en la anorexia, que tiene mayor prevalencia entre las mujeres. Las mujeres son particularmente vulnerables a la presión para hacer que sus dolencias se ajusten a las expectativas. Watters cita la teoría del académico canadiense Edward Shorter referida a esta presión. Tal como Watters lo explica: “En un momento determinado de la historia, las personas que necesitan expresar su sufrimiento psicológico tienen un número limitado de síntomas entre los que elegir, ´una reserva de síntomas´”.3 Sin que esa sea su intención, las personas alteradas confían en nuestras expectativas de enfermedad para encontrar el modo de ser reconocidas.

Mis propias clases de educación para la salud recibidas en la secundaria viraban hacia este enfoque. Con las mejores intenciones, los profesores nos enseñaban solemnemente que varias muchachas experimentaban trastornos alimenticios, que las muchachas con alto rendimiento podían sentirse inclinadas a contar calorías como un aspecto más en el que debían destacar, que podía ser un modo emocionante de experimentar control si no lo tenías en otros terrenos. Aquello se convirtió en un tutorial acerca de cómo sufrir del modo correcto.

En la actualidad, es probable que se le diga a una niña que experimenta un trauma o una aflicción a medida que su cuerpo cambia, mientras se produce en ella un revuelo de deseos y es sexualizada y acosada por los hombres, que tiene la opción de escoger de la reserva de síntomas el de no ser una mujer. En esas mismas clases de educación para la salud es posible que se le diga que esa incomodidad con su cuerpo cambiante es un indicio de que podría pertenecer a un cuerpo diferente. En un artículo de la revista británica Prospect, Emma Hartley considera el cambio en la derivación de los pacientes con disforia de género de un 75 por ciento masculino a un 70 por ciento femenino en menos de una década e investiga cuáles son las presiones y los prejuicios que pueden contribuir a esta tendencia: “Esta es una historia que necesita ser comprendida a nivel de la sociedad, no solo a nivel de la psiquis individual”.

Esta teoría de género es solo una actualización y una ampliación de lo que las mujeres hemos estado oyendo por años, es decir, que nuestros cuerpos y nuestra naturaleza son el problema; que, cuando hay una discordancia entre nosotras y las expectativas de la sociedad, somos nosotras quienes debemos cambiar.

Es habitual que las mujeres alteren su cuerpo para satisfacer estas expectativas. Se tiñen el cabello y se inyectan productos cosméticos para evitar los signos del envejecimiento. Las mujeres toman píldoras anticonceptivas para evitar el ciclo hormonal natural y el riesgo de embarazo, y viven en un estado químico de embarazo permanente (sin el bebé). Más de una de cada cinco mujeres estadounidenses mayores de cuarenta años declaran haber tomado antidepresivos en los últimos treinta días, lo que implica el doble con respecto al porcentaje de hombres estadounidenses. Con la finalidad de encajar en el espacio permitido, las mujeres cambian su aspecto, su cuerpo, sus sentimientos.

Escapar del individualismo expresivo

Hay aún otra exigencia impuesta a las mujeres y a otros que no encajan con el cuerpo “estándar”. Se les pide que acepten esta carga de remodelarse a sí mismos como una oportunidad de empoderamiento y expresión personal.

En su libro What It Means to Be Human: The Case for the Body in Public Bioethics, publicado en 2020, O. Carter Snead delinea los cambios referidos a cómo consideramos el cuerpo, particularmente en bioética. Nota un conflicto entre dos afirmaciones de la dignidad humana: ¿nuestro valor radica en nuestra existencia en tanto cuerpos vivos o voluntades incorpóreas?

Si, ante todo, somos voluntades, la persona humana es valiosa por su capacidad para elegir. Snead llama a esta ideología “individualismo expresivo”. La decisión del ex Juez de la Suprema Corte, Anthony Kennedy, en el caso Planned Parenthood vs. Casey se basó en esta concepción del valor humano. La aplastante declaración de Kennedy establecía que “En el corazón de la libertad está el derecho a que cada uno defina el concepto propio de la existencia, del significado y del universo, así como del misterio de la vida humana”.4

Esta perspectiva propone una actitud de mirarse el ombligo. “El florecimiento se alcanza volviéndose hacia el interior para interrogarse acerca de los sentimientos más profundos del yo y discernir las verdades únicas y originales acerca de su propósito y su destino”, dice Snead. “La verdad del yo, por lo tanto, no está determinada externamente y a veces debe ser buscada contraculturalmente, por encima y más allá de las costumbres de la propia comunidad”.

A diferencia de sus hermanos y hermanas abortados, los niños que nacen vivos fueron elegidos.

El modelo del individualismo expresivo santifica casi cualquier opción. En este marco, el aborto se vuelve una liberación tanto para la madre como para el niño. El eslogan de Planned Parenthood, “Cada niño, un niño deseado”, confiere una dignidad particular a los sobrevivientes de un mundo a favor del derecho a decidir. A diferencia de sus hermanos y hermanas abortados, ellos fueron elegidos.

Este énfasis en la elección coloca una carga pesada en las embarazadas. El niño no planificado y no buscado se considera un fracaso, junto con su madre. En su ensayo publicado en la revista The Atlantic, Sarah Zhang calcula el costo del diagnóstico universal para determinar el síndrome de Down en Dinamarca. El hecho de tener más información hizo que algunas familias se sintieran peor que si se hubieran mantenido en la oscuridad.   

La introducción de la posibilidad de elegir reestructura el terreno sobre el cual todos estamos parados. Renunciar a hacerse ese análisis medico es volverse alguien que eligió renunciar. Hacerse el análisis y terminar con un embarazo debido a un síndrome de Down es volverse alguien que eligió no tener un hijo con una discapacidad. Hacerse el análisis y continuar con el embarazo después de un diagnóstico de síndrome de Down es volverse alguien que eligió tener un hijo con una discapacidad. Cada elección nos sitúa detrás de una u otra línea de demarcación.

Cuando su hijo era una elección, el hecho de que los padres lo tuvieran o lo abortaran, si tenía una discapacidad, se volvía parte de su identidad expresiva. Si su hijo tenía una discapacidad después de nacer o debido a un accidente, los padres no sentirían que todos quienes los conocían consideraban el problema de salud de su hijo como una elección hecha por sus padres. Solo se trataría de quién era su hijo.

Snead señala una alternativa para el individualismo expresivo, mediante la valoración del cuerpo que nos ha sido dado tal como es, con toda su vulnerabilidad y su debilidad. Es en nuestra fragilidad donde Snead encuentra la prueba de que somos seres sociales.

Los seres humanos viven en el mundo y negocian con él en tanto cuerpos, y eso los vuelve necesariamente susceptibles de vulnerabilidad, dependencia y finitud comunes a todos los cuerpos vivos y encarnados, con los consiguientes desafíos y dones… Dado el modo en que los seres humanos vienen al mundo, desde el comienzo dependen de la benevolencia y del apoyo de otros para su misma existencia.5

Las mujeres están más sujetas a esta verdad, incluso cuando la sociedad les pide que la nieguen. No toda mujer tendrá un hijo, pero toda mujer vive con la conciencia de su potencial para engendrar una nueva vida, ya sea que lo experimente como un don o como una amenaza. Incluso un embarazo planificado y elegido es un aprendizaje sobre el límite de la voluntad.

Parece que eso no detendrá a las personas con respecto a valerse de cada avance tecnológico a su disposición para sortear esos límites que la naturaleza suele imponer. Mientras tanto, en el mundo de la reproducción asistida la primacía de la voluntad reconfigura radicalmente estos vínculos encarnados, repartiendo los roles —donante de óvulos, gestante sustituta, etc.— que multiplican a los padres y madres en tanto enturbian su vínculo con y sus deberes hacia el hijo. 

Shai Yossef, Touchdown, óleo sobre lienzo

Los contratos de subrogación gestacional contemplan los derechos de los padres y de las madres de matar a su hijo, incluso por encima de las objeciones de la mujer que está sustentando a ese niño minuto a minuto. Los padres y las madres pueden solicitar el aborto alegando causas de embarazo de alto riesgo de mellizos o trillizos, o si se enteran de que su hijo tiene alguna anomalía congénita. Sus contratos afirman que ellos tienen el derecho superior sobre su hijo con respecto al derecho de la mujer, con la que no hay parentesco y cuyo cuerpo se ha amoldado para ayudar al crecimiento de un bebé, un cuerpo que, para ellos, es una mera mercancía. Según este punto de vista, ser padre o madre es tener la autoridad para destruir.

Hubo un caso en el que una madre sustituta llamada Melissa Cook se ofreció para adoptar a un trillizo no deseado antes que dejarlo ser asesinado. Pero el padre interpuso una objeción nacida de un sentido de la justicia. Katie O´Reilly informó para The Atlantic: “El padre de los fetos de Melissa Cook ha declarado que considera que elegir a un niño para ser adoptado sería cruel y, por lo tanto, prefiere hacer una reducción”. No quería permitir que un niño viviera sin ser elegido y consideraba mejor que no naciera.

Cada cuerpo es un testimonio: estamos hechos a imagen de Dios.

En casos como esos, un hijo que no satisface nuestras expectativas o planes para nuestra identidad expresiva puede ser privado de su vida. Después del nacimiento, las personas que no encajan de manera precisa pueden no enfrentar la muerte, pero pueden ser negados, obligados a ser menos ellos mismos para “permitírseles” ocupar un espacio. En países donde hay un régimen amplio de eutanasia, algunas personas siguen recibiendo la sugerencia de que el suicidio es la solución al problema de su presencia.  

Cuanto más restringidas sean nuestras ideas acerca de qué cuerpos importan —quién es nuestro prójimo—, menos probabilidad habrá de que ayudemos, amemos o incluso veamos a otros. Y con un cuerpo no reconocido, es más fácil ignorar el alma que es más permanente, aunque también más indefinida.

Cada cuerpo es un testimonio: estamos hechos a imagen de Dios. Nuestras fragilidades reflejan su mandamiento que dice que debemos amarnos unos a otros como él nos ha amado. Cuando marginamos a nuestro prójimo, borramos esa imagen y rechazamos el deber de ese mandamiento. Del mismo modo, el cuerpo de una mujer no necesita ser corregido. Las mujeres deben ser vistas y amadas como mujeres. Cuando nos fallamos unos a otros en este deber de amor, el cuerpo de nuestro prójimo da testimonio en nuestra contra.


Traducción de Claudia Amengual

Notas

  1. James C. Scott, Seeing Like a State: How Certain Schemes to Improve the Human Condition Have Failed (Yale University Press, 1998).
  2. Caroline Criado-Perez, La mujer invisible. Descubre cómo los datos configuran un mundo hecho por y para los hombres (Seix Barral, 2020), traducción al español de Aurora Echevarría de Invisible Women: Exposing Data Bias in a World Designed for Men (Harry N. Abrams, 2019).
  3. Ethan Watters, Crazy Like Us: The Globalization of the American Psyche (Simon & Schuster, 2010), 32.
  4. Anthony M. Kennedy, Planned Parenthood v. Casey, dictamen mayoritario, 1992.
  5. O. Carter Snead, What It Means to Be Human: The Case for the Body in Public Bioethics (Harvard University Press, 2020).