En julio de 1867, en San Francisco, California, Martin Oates, un veterano de la Guerra Civil estadounidense, se convirtió en la primera persona en ser arrestada según una nueva ley de la ciudad que prohibía que las personas con discapacidades evidentes aparecieran en público. Aprobada más temprano ese mes, la ley N° 783, convertía en delito que “cualquier persona enferma, tullida, mutilada o deforme de cualquier modo que pudiera resultar un objeto antiestético o desagradable se expusiera a la vista pública”. Oates había quedado paralítico mientras luchaba por la Unión, y se había vuelto un “completo despojo” y un ser “casi demente”, de acuerdo con The San Francisco Call. A pesar del servicio prestado en el ejército, Oates fue encarcelado hasta que pudiera ser recluido en el asilo para jóvenes de la ciudad, que aún estaba en construcción.

San Francisco había promulgado la nueva ley después de varios años de quejas acerca de una afluencia de recién llegados pobres: jornaleros chinos, inmigrantes italianos y amputados de la Guerra Civil. Tal como el Weekly Mercury editorializó: “San Francisco parece destinada a convertirse en una ´ciudad de refugio´ para todos los lazzaroni de la Costa Pacífica. Cuando uno camina por nuestras calles, la vista queda impactada ante la frecuente aparición de criaturas tullidas, cuyo descaro solo tiene parangón con la fealdad de sus deformidades. Hasta que el asilo sea terminado, debería encontrarse algún refugio para esos deformes ´objetos de horror´”.

Las “leyes feas”, como más tarde serían apodadas por los activistas a favor de los discapacitados, pronto se volvieron populares en ciudades a lo largo de Estados Unidos, tan solo un aspecto de un impulso más amplio para la llamada higiene pública. Como Susan Marie Schweik relata en The Ugly Laws (2009), las autoridades estadounidenses procuraron limpiar los espacios públicos de personas consideradas de algún modo infrahumanas. Dichas leyes iban de la mano de la segregación racial en los lugares públicos, la reclusión obligatoria para los que tenían impedimentos físicos o enfermedades mentales y las prohibiciones inmigratorias para los “inaptos”, y los movimientos eugenistas. Según el dictamen de la Suprema Corte de Estados Unidos, emitido en 1927 en el caso Buck vs. Bell, que ratificó la esterilización forzosa para aquellos con “defectos hereditarios”: “Es mejor para el mundo si, en lugar de esperar a ejecutar a la descendencia degenerada por sus delitos o dejarlos morir de hambre por su imbecilidad, la sociedad pudiera evitar que aquellos notoriamente inaptos se perpetuaran en otros como ellos”.

Chicago fue la última ciudad en abolir su ley fea y recién lo hizo en 1974, el mismo año en que se produjo la última acusación bajo una de estas leyes. Fue en Omaha y se trató de un hombre sin hogar al que se acusó de tener “marcas y cicatrices en su cuerpo”. Mientras tanto, el dictamen de Buck vs. Bell jamás ha sido anulado. Es posible que algunas sensibilidades hayan cambiado, pero la idea de que aquellos con discapacidades no pertenecen por completo a la sociedad permanece en muchos de sus niveles. Que quizá no deberían ser considerados genuinamente humanos.

Fotografía de Sybilline Photography

Hay una cita de Sócrates que puede ser leída en las paredes de esos gimnasios donde los ñoños hacen ejercicio: “Nadie tiene derecho a ser un amateur en el entrenamiento físico. Es una vergüenza para un hombre envejecer sin ver la fuerza y la belleza de las que su cuerpo es capaz”. La cita es auténtica, tomada de un diálogo de Jenofonte en el que Sócrates reprende a un joven, Epigenes, por dejar que su cuerpo se ponga flácido. Expresa de modo memorable el antiguo ideal griego acerca de que la plenitud física está asociada con la plenitud moral. El ciudadano virtuoso era llamado kalos k’agathos, “hermoso y bueno”.

Es un ideal noble de un modo muy limitado. Y en sus manifestaciones negativas demasiado a menudo se ha vuelto fatal, asignando a aquellos que no dan la talla a un rol de Untermenschen, es decir, infrahumanos. En la era precristiana aquellos con discapacidades podían ser expuestos a los rigores de la naturaleza apenas nacer. En los tiempos modernos han sido objeto de la eugenesia cuya manifestación más infame fue la campaña de eutanasia del Tercer Reich conocida como Aktion T4, en la que fueron asesinadas unas 300,000 personas consideradas “vidas que no merecían ser vividas”.

Desde entonces mucho ha cambiado gracias a la defensa tenaz del movimiento por los derechos de los discapacitados. Las instituciones infernales de antaño han dado paso a programas educativos personalizados y a los centros de atención especializados. Los espacios públicos han sido reacondicionados para mejorar el acceso. Las terapias y la tecnología médica han avanzado rápidamente en sofisticación y en eficacia. Las protecciones para las personas con discapacidades han sido recogidas en las leyes antidiscriminación de muchos países y en una convención de las Naciones Unidas ratificada en un documento de 2007.

Pero esas victorias, por impactantes que sean, enmascaran otras realidades, patrones de acción y omisión que chocan de manera torpe con las declaraciones de igualdad de nuestra sociedad de maneras tales que pocos se toman el trabajo de considerar por mucho tiempo. Tomemos a modo de ejemplo dos prácticas que han proliferado alrededor del mundo desde el comienzo del milenio en una sincronía discordante con la expansión de la legislación sobre los derechos de los discapacitados: los análisis prenatales y la llamada muerte asistida.

Hace cuatro años, Islandia ocupó titulares por haber “erradicado” el síndrome de Down, tal como lo expresó un experto. Por supuesto, lo que Islandia está en realidad erradicando no es un síndrome, sino a los niños no nacidos que lo tienen. El país ofrece un análisis prenatal universal para detectar aberraciones cromosómicas. Casi todas las mujeres que obtienen un resultado positivo de su análisis eligen abortar. Hoy, solamente uno o dos bebés con síndrome de Down nacen en Islandia en un año promedio, por lo general, debido a falsos negativos. Las cifras de otros países cuentan una historia similar: 67 por ciento de abortos para casos de síndrome de Down en Estados Unidos, 90 por ciento en el Reino Unido y 98 por ciento en Dinamarca.

Cuando mi esposa y yo estábamos en Alemania y éramos unos padres nerviosos a la espera de nuestro primer hijo, nuestra partera nos dijo que el bebé estaba en fecha para el análisis de síndrome de Down. (A diferencia de las guías de estilo de la mayoría de los periódicos, las parteras suelen hablar de “bebés” en lugar de “fetos”). De un modo un tanto torpe, le preguntamos qué podía ofrecer la medicina moderna si el análisis era positivo. Sus ojos se llenaron de lágrimas al hablar de lo evidente; resultó ser una católica devota, pero estaba obligada a hacernos firmar un desistimiento si no deseábamos el análisis. Eso hicimos.

El análisis cromosómico prenatal parece algo compasivo; ¿qué podría ser más afectuoso que chequear si tu hijo no nacido es sano? Excepto que para este caso no hay cura, solo una invitación a terminar con la vida de tu hijo. Sistemas médicos completos han sido metódicamente organizados para permitirte que lo hagas. 

¿Por qué unos padres amorosos, que en algunos casos desean con desesperación tener un hijo, eligen abortar a un bebé porque probablemente tenga una discapacidad? Muchos dicen que quieren evitar a su hijo una vida de sufrimiento. Sin embargo, como los activistas por los derechos de los discapacitados señalan, esto refleja una falsa suposición que puede en gran medida resultar de un encuadre médico erróneo: en tanto grupo, las personas con discapacidad, incluso con discapacidades profundas, suelen tener, por lo general, una alta calidad de vida.

Otra de las razones es económica: los padres concluyen que no pueden mantener a un niño con discapacidades, o que las exigencias de sus trabajos no les dejan tiempo para proporcionarle el necesario cuidado extra. Estas presiones pueden ser reales; de hecho, lo son para los padres de la clase trabajadora en países como Estados Unidos, que no tienen una gran red de seguridad social. Las decisiones de estos padres de abortar bien pueden ser hechas bajo coacción. Es una imagen desgarradora de la percepción central acerca del “modelo social de discapacidad”: que la falta de aptitud debida a una discapacidad es causada menos por la discapacidad en sí que por las barreras sociales y económicas que determinan qué tipo de vida pueden y no pueden vivir las personas con discapacidad (y sus respectivas familias).

A pesar de todo, no se trata solo de dinero, como lo indican los altos índices de abortos en casos de síndrome de Down en los países nórdicos que tienen sus generosos sistemas de salud y bienestar. De hecho, la atención sanitaria socializada puede funcionar en contra de las personas con discapacidades, quienes, en sistemas así son fácilmente consideradas una carga para el erario público.

No se trata solamente de un temor teórico. Los proveedores de salud pública en todo el mundo ya promueven el análisis prenatal como una forma de ahorrar dinero gracias a su éxito en impulsar a los padres a abortar a los hijos que, de otro modo, requerirían costosos cuidados. Tras los retorcidos análisis de costo-beneficio acecha el mismo impulso que en 1930 inspiró la propaganda alemana contra los “consumidores inútiles”. Lo que sirve como recordatorio de que la política de la eugenesia generalmente ha buscado no solo evitar que los “inaptos” nacieran, sino que también ha acelerado su muerte.

En 2002, Bélgica legalizó la eutanasia, el segundo país moderno en hacerlo (después de Países Bajos). El texto de la ley belga limita la eutanasia a los casos de personas con “una afección para la que el tratamiento médico es inútil y de constante e insoportable sufrimiento físico o mental”. No pasó mucho, sin embargo, antes de que la propia discapacidad se volviera un requisito suficiente, incluso con ausencia de un diagnóstico terminal o de dolor físico. En 2013 unos mellizos de cuarenta y cinco años, que eran sordos, eligieron el suicidio con asistencia médica después de que un diagnóstico de glaucoma indicara que también quedarían ciegos. En 2015, una mujer de treinta y ocho años con autismo solicitó y recibió la eutanasia después de haber roto con su novio. Un informe de 2020 señaló que ese año, cincuenta y siete de las muertes asistidas fueron de personas con trastornos psiquiátricos y que otras cuarenta y ocho fueron de personas con trastornos cognitivos. Del último grupo cuarenta y tres no estaban en estado terminal. Los partidarios de la eutanasia moderna enfatizan que es algo voluntario, una expresión de la libre autodeterminación del individuo, en contraste con la involuntaria eugenesia del pasado. Sin embargo, en los hechos, el límite entre ambas prácticas está lejos de ser claro. Bélgica, para continuar con ese ejemplo, ha ampliado sus leyes para permitir la eutanasia en niños, incluyendo a aquellos con discapacidades, así como en adultos incapaces de otorgar consentimiento (el término es “eutanasia no voluntaria”).

Durante el pico de la primera ola de COVID-19 a principios de 2020, cuando los respiradores escaseaban, las autoridades sanitarias se apuraron en desarrollar criterios para determinar qué vidas priorizar. Algunos estados en Estados Unidos colocaron en la lista la discapacidad —no la probabilidad de supervivencia— como una razón para denegar la atención médica. En aquel momento la escritora Alice Wong preguntó en un artículo en Vox: “Soy discapacitada y necesito un respirador para vivir. ¿Me he vuelto desechable en esta pandemia?”. Luego cuestionó las suposiciones que subyacían a las directrices referidas a la asistencia en pandemia:

Hasta la noción de “calidad de vida” como un estándar mensurable está basada en suposiciones acerca de que una “buena” vida saludable es aquella sin discapacidad, dolor ni sufrimiento. Vivo con los tres íntimamente y me siento más vital que nunca en este momento, debido a mis experiencias y mis relaciones. Las personas vulnerables de “alto riesgo” son de las más fuertes, interdependientes y resilientes que existen.

En los textos de los activistas por los derechos de los discapacitados, hay un nombre que repetidamente surge como representante de esa mirada que indica que tales personas tienen menos valor: el filósofo Peter Singer, cuyo libro publicado en 1979, Ética práctica, argumenta que el valor de una vida no está basado en que esta sea humana, sino en el grado en que el individuo posee autoconciencia, racionalidad y autonomía. Según esta lógica, Singer concluye que los padres de niños con discapacidades severas deberían poder terminar con la vida de ese niño no solo antes del nacimiento, sino también después. Cuarenta años de crítica por parte de los defensores de los discapacitados no han hecho ceder la posición de Singer. Como Katie Booth comentó después de entrevistarlo en 2018:

Sus argumentos están construidos con detalle y belleza, como una ecuación matemática perfecta, pero en su corazón late una única aseveración, una que es demasiado difícil de admitir: que estos seres humanos no son realmente personas.

Muchos, sin embargo, admiten esta aseveración, aunque sea tácitamente; es decir, al menos, eso es lo que fuertemente sugiere el apoyo extendido a la eutanasia y al aborto en casos de discapacidad. Millones de personas que no conocen a Peter Singer —que podrían sentir repugnancia ante su defensa del infanticidio e incluso considerarse aliados de los derechos de los discapacitados— concuerdan, de todos modos, con el núcleo de su reivindicación acerca de cuáles vidas, llegado el momento de la verdad, deberían ser tenidas en cuenta.

Lo que acaba con esta reivindicación y con todo este modo de pensar es la existencia de personas como mi amigo Duane, ya fallecido.

Duane tenía veintidós años —cuatro menos que yo— cuando llegué a conocerlo a fondo. Puesto que jamás había aprendido a hablar y, por lo general, no entendía cuando le hablaban, probablemente, de acuerdo con las definiciones de Singer, no era “autoconsciente” ni “racional”. Sin duda, no era autónomo: no podía caminar, salvo por lapsos de pocos minutos y ayudado por un complejo andador que sostenía su espalda y sus rodillas, y requería que un cuidador lo asistiera para comer, tomar una ducha, ir al baño y casi todo lo demás.

Duane Fotografía de Marcus Mommsen

Durante un tiempo yo fui ese cuidador. La oportunidad me llegó a través de un pastor del Bruderhof, quien sugirió que lo intentara en un momento en el que sentía que gran parte de mi vida como miembro de la comunidad se había desvirtuado. En aquel entonces Duane vivía con sus padres, Jeremy y Mengia. Sus otros hijos eran adultos jóvenes y acababan de irse de casa. Me mudé con ellos y, bajo la supervisión del médico y la enfermera de Duane, comencé a cuidarlo durante veinticuatro horas los siete días de la semana.

Nunca había interactuado con alguien como Duane. Al igual que las personas que habían redactado las leyes feas, yo había evitado a las personas que lucían como él. A decir verdad, Duane era un chico guapo con una personalidad radiante —como más tarde advertí—, pero lo que vi primero fueron sus miembros retorcidos, los tendones dolorosamente tensos, la expresión a menudo vacía, los movimientos descontrolados como resultado del daño cerebral causado por una vida entera de ataques epilépticos. Pronto aprendí a despertar en medio de la noche al percibir los cambios en su respiración que indicaban que estaba a punto de tener otro ataque de epilepsia. Pasaba la mayor parte del día con dolores.

Duane no tenía ninguna perspectiva real de aumentar su capacidad física. Y, sin embargo, resultaba un hecho innegable que era un ser humano completo. Luego de unas semanas yo podía interpretar sus estados de ánimo y no había duda de que se alegraba cuando aparecía, así como de que disfrutaba al estar conmigo. El sentimiento era recíproco. Una vez que aprendí lo esencial acerca de cómo cuidarlo, comenzamos a salir de excursión por el bosque con su silla de ruedas todo terreno. Solía pasar las tardes luminosas acostado sobre un montón de hojas bajo un arce azucarero, a menudo soltando una risita cuando las hojas volaban sin rumbo sobre su cabeza a través del cielo azul de otoño.

Cada tanto, en momentos inesperados, Duane atraía mi atención y me dejaba clavado con su mirada directa. Aquella mirada, seria y desconcertante, me atravesaba. A veces, creía ver en ella una tristeza profunda. Otras veces era como el desafío de alguien que podía verme tal como realmente era. O quizá solo fuera una pregunta: “¿Quién soy? ¿Quién eres tú?” En esos momentos parecía que estábamos a punto de comunicarnos, como si, salvo por un pequeño obstáculo, la chispa de comprensión estuviera a punto de saltar de su mente a la mía.

Yo había pasado la mayor parte de mis años de secundaria y universidad absorbiendo el credo ansioso de la meritocracia, que no por casualidad exalta la misma racionalidad y autonomía tan apreciadas por Singer. “Ustedes son la crème de la crème”, nos había dicho un presidente de la universidad durante una reunión de orientación para estudiantes de primer grado y yo le había creído, lo que significaba creer que el valor de mi vida completa y de la vida de otros dependía de alcanzar altos niveles, desarrollar el potencial completo y ganarse credenciales socialmente valiosas.

Y ahí estaba ese chico más o menos de mi edad para quien nada de eso tenía sentido, cuya vida era verdaderamente humana como la de cualquiera y quizá incluso más coherente que la mía. Y, lo que es más, aunque él necesitaba ayuda con sus cuidados, no necesitaba que yo destacara meritocráticamente como cuidador. Lo que puedo decir es que él estaba más interesado en tener un compañero.

Al llegar diciembre, debimos pasar la mayor parte del tiempo dentro. Aparte de las rutinas de comidas, higiene y terapia física, no había mucho más para hacer salvo escuchar música. Si Duane estaba con mucha energía, su lista de reproducción consistía en cualquier cosa que tuviera una percusión fuerte, especialmente si tenía batería y bajo. Pero en los días siguientes a una convulsión, a menudo solo dormía y, por lo tanto, lo adecuado era una música suave.

En esos días, puesto que era Adviento, me dediqué a mi colección de clásicos navideños y acabé escuchando cientos de veces un movimiento de la Gran misa en do menor de Mozart. Una soprano solista canta trece palabras del credo en una melodía suave, aunque con momentos altos: Et incarnatus est, es decir, “Él se hizo carne”. La frase final se repite una y otra vez. Las palabras se disuelven en largos melismas entrelazados con oboes y fagots, como si la música en sí fuera asombrada por un sobrecogimiento más allá de todo discurso acerca de que ese hecho realmente aconteció: Et homo factus est, “y se hizo hombre”.

¿Qué clase de ser humano se volvió Cristo cuando se hizo carne? No alguien, según da a entender la Biblia, valioso en virtud de su belleza física, sus credenciales, su estatus social o su libertad de la dependencia y la vulnerabilidad. Según la tradición cristiana, se parecía más al hombre que el profeta Isaías describió: “No hay parecer en él, ni hermosura; le veremos, mas sin atractivo para que le deseemos. Despreciado y desechado entre los hombres, varón de dolores, experimentado en quebranto; y como que escondimos de él el rostro, fue menospreciado, y no lo estimamos” (Is 53:2-3).

El solo de ocho minutos de Mozart es la reflexión más profunda que conozco acerca del misterio de la encarnación. Este misterio no es accesible al intelecto. Aunque podamos repetir las palabras del credo, y afirmarlas en tanto verdades aceptables, no sabemos qué estamos diciendo a menos que primero abandonemos las falsas concepciones sobre lo que significa ser humanos. Una vez hecho eso, podemos descubrir una vocación que pertenece por igual a las personas discapacitadas y no discapacitadas.

En 1961, la novelista Flannery O´Connor —ella misma discapacitada a causa del lupus— fue invitada por unas monjas dominicas de Atlanta a escribir una introducción a las memorias de una pequeña niña que ellas habían cuidado. Sin duda, Mary Ann Long hubiera caído en desgracia con las leyes feas: le habían extirpado un ojo y un tumor en desarrollo le cubría la mitad de la cara. O´Connor escribió:

La mayoría de nosotros ha aprendido a ser imparcial con respecto al mal, a mirarlo de frente y descubrir, la mitad de las veces, nuestras propias reflexiones risueñas con las que no discutimos, pero el bien es otra cosa. Pocos lo han observado lo suficiente para aceptar el hecho de que también su rostro es grotesco, que en nosotros el bien es algo en construcción. Las formas del mal generalmente reciben la apreciación que merecen. Las formas del bien tienen que ser satisfechas con un cliché o ser suavizadas para mitigar su verdadera apariencia. Cuando miramos al rostro del bien, estamos expuestos a ver un rostro como el de Mary Ann, lleno de promesa.

Tanto Mary Ann como Duane muestran el rostro de lo que significa ser completamente humano, completamente hermoso y bueno. Ser humano como Cristo lo fue implica dolor. Requiere vulnerabilidad, vaciarse del propio poder y adquirir dependencia en lugar de autonomía. Lleva a la perfección, pero de una forma diferente a la que Sócrates tenía en mente: “Mi poder se perfecciona en la debilidad” (2 Cor 12:9). Esta perfección está disponible para todo ser humano. Y está llena de promesa.


Traducción de Claudia Amengual