Este año, tengo un bebé de Navidad. David nació en julio, pero su tamaño es el de un recién nacido. Sus mejillas son suaves y rosadas, pero quizá lo primero que notarán es que tiene el labio y el paladar hendidos, un ojito más pequeño que el otro y una visión muy limitada.

Durante el embarazo, solo supimos que nuestro bebé tenía una deformación facial, no el tipo de paladar hendido más frecuente corregible mediante cirugía, sino algo diferente. Nos explicaron que era muy probable que naciera muerto. Cuando nuestro bebé logró desmentir ese pronóstico, nos dijeron que probablemente moriría a los pocos días.

David tiene lo que se conoce como hendidura facial transversal, una malformación que no es de origen genético. En la mayoría de los bebés que nacen con este tipo de hendidura, el cerebro no está dividido en dos hemisferios. Esta anomalía, llamada holoprosencefalia, corresponde a una expectativa de vida de unos dos años, aunque muchos bebés mueren al nacer o poco después. En el caso de David, si bien la resonancia magnética al momento de nacer reveló algunas anomalías en su cerebro, los dos hemisferios están separados y diferenciados, aunque sí se observa una malformación en el cuerpo calloso. David fue atendido en una Unidad de Cuidados Intensivos Neonatales equipada con tecnología de punta, y allí nunca antes habían visto un bebé como él.

No puede amamantarse, pero sí toma el biberón, lo cual no es común para un bebé con sus características. Y sigue maravillosa y empecinadamente vivo. Los médicos nos permitieron llevarlo a casa con grandes reservas, no sin antes advertirnos que podría sufrir convulsiones fatales debido a su muy bajo nivel de sodio. Pero David sigue vivo. Más aun, ha ido cumpliendo puntualmente las etapas de su desarrollo motor. Se mueve y emite pequeños sonidos; me sonríe y yo le sonrío; sujeta mi dedo y no lo suelta. Nos habían dicho que su ceguera sería total, sin embargo, estamos casi seguros de que ve nuestro rostro. David tendrá una Navidad —creo—, y quizá más de una.

No hay una hoja de ruta para David; ninguna que conozcamos al menos. Ha desafiado uno a uno todos los pronósticos; nuestro niño es uno en un millón.

Es fácil reconocer en el rostro de un recién nacido normal y saludable esa imagen idealizada del niño Jesús que evocamos en cada Navidad. Imaginamos que Jesús debió ser un niño perfecto, tanto en su aspecto como en aptitudes. Esta Navidad, lo que me remueve y conmueve es el tremendo contraste entre mi hijo y las imágenes del niño Jesús que se ven en el pesebre. Jesús nació en un tiempo de agitación cultural, su madre sufrió deshonra, y el nacimiento ocurrió en un establo; mi bebé nació en medio del ajetreo y las corridas de una Unidad de Neonatología. Quizá María lloró de alivio al finalizar el trabajo de parto; yo sollocé de angustia y dolor al ver el rostro de mi bebé con esa particular deformidad congénita que anunciaba una vida breve y complicada.

Fotografía de Laura Fuhrman

El Espíritu Santo me está enseñando a mirar la encarnación con otros ojos en esta Navidad. Siempre me ha conmovido que Jesús, el gran rey, se haya hecho uno de nosotros para cumplir su ministerio entre nosotros, pero, en este Adviento, aguardo esperanzada como nunca antes la venida de Cristo. No solo la creación gime por la venida de nuestro Señor en gloria, sino que también mi hijo necesita, con desesperación, la renovación y restauración que Cristo, el rey, traerá cuando reine triunfante. El cuerpo pequeño e imperfecto de mi hijo manifiesta a Cristo el niño y a Cristo el rey de maneras que jamás lo hicieron mis hijos sanos. Cuando María miró a su pequeño bebé, vio el rostro de Dios —dice la letra de un villancico—; también yo veo el rostro de Dios en mi bebé. El reflejo y las huellas de Dios están presentes en cada parte de su cuerpo, desde sus ojos hasta su paladar hendido, recordándome que hay lo que C. S. Lewis llamó «una magia más profunda» oculta por Cristo en su cuerpo frágil y pequeño.

Cuando entré a la sala de ecografía con mi esposo, en la semana 17 del embarazo, antes de que el médico volviera a analizar las anomalías en el rostro de nuestro hijo, por primera vez en mi vida escuché con absoluta claridad la voz del Espíritu Santo: «Este niño es especial». Sentí el impacto de esta frase en todo mi cuerpo y supe que Dios estaba allí, detrás y delante de mí. Igual que Moisés, estaba pisando tierra santa.

En Éxodo 4:11 leemos que Dios le dijo a Moisés: «¿Y quién le puso la boca al hombre? ¿Acaso no soy yo, el Señor, quien lo hace sordo o mudo, quien le da la vista o se la quita?». No es solo que Dios puede utilizar cosas malas para buenos propósitos, sino que Dios dispone cosas que no llegamos a comprender, cosas que nos parecen malas, pero que son, en realidad, producto de su buena voluntad para su gloria. Debemos cambiar nuestro enfoque. Si Dios está atento a la vida de un gorrión, ciertamente ha estado atento a la vida de mi hijo y ha dispuesto su discapacidad según sus designios.

Dios nos pone frente a esta gloriosa tensión que tan bien expresa el cántico de Ana, en 1 Samuel 2:

El arco de los poderosos se quiebra,
pero los débiles recobran las fuerzas.
Los que antes tenían comida de sobra
se venden por un pedazo de pan;
los que antes sufrían hambre
ahora viven saciados.
La estéril ha dado a luz siete veces,
pero la que tenía muchos hijos languidece.

Del Señor vienen la muerte y la vida;
él nos hace bajar al sepulcro,
pero también nos levanta.
El Señor da la riqueza y la pobreza;
humilla, pero también enaltece.
Levanta del polvo al desvalido
y saca del basurero al pobre
para sentarlos en medio de príncipes
y darles un trono esplendoroso.

Del Señor son los fundamentos de la tierra;
¡sobre ellos afianzó el mundo!

Mientras gemimos con la creación esperando el regreso de nuestro rey, podemos aceptar y recibir con agrado esta tensión que el Señor ha dispuesto. ¿Podría ser que Dios ha quebrado para poder restaurar, ha humillado para poder enaltecer, ha dado muerte para poder dar vida? ¡Alabado sea el nombre de Dios! Nuestro pequeño hijo se llama David Samuel, para que no olvidemos que él es «el amado» de Dios y que «Dios ha oído».

Encontrar una alegoría me ayuda a explicar estos misterios profundos, aunque mis alegorías no siempre son profundas. Una de mis películas favoritas de Navidad es Rudolph the Red Nosed Reindeer (Rodolfo, el reno de la nariz roja), clásico de los clásicos. La parte que más me gusta es cuando Rodolfo llega a la Isla de los Juguetes Rotos (Island of Misfit Toys). El rey de la isla es un león alado que cada noche recorre el mundo en busca de juguetes dañados. Cuando Rodolfo le pide autorización para quedarse en la isla con sus compañeros, el rey no les concede el permiso, pero le encarga la misión de ayudar a los juguetes. A su regreso al Polo Norte, Rodolfo debe recordarle a Papá Noel que existen juguetes dañados o imperfectos y que es preciso encontrarles un hogar en el que los niños estén dispuestos a recibirlos.

Una interpretación de esta escena podría ser ver a mi hijo como un juguete dañado; uno que algunos podrían desechar al conocer el diagnóstico prenatal, para luego hacer un nuevo intento en busca de un bebé sano. Me estremezco cuando escucho a los padres decir: «Mientras que sea sano…», pensando en el hijo que va a nacer. No celebramos la llegada de nuestros hijos con la condición de que nazcan sanos, así como no condicionamos su permanencia con nosotros a su buen comportamiento. Celebramos la llegada de nuestros hijos sin importar su apariencia o tamaño, tanto los físicamente perfectos como los imperfectos según nuestros criterios, porque todos ellos son creación de un Dios que, de algún modo, hace lo bello y también lo imperfecto. El mundo es de Dios, y nosotros decimos junto con Elí: «Él es el Señor; que haga lo que mejor le parezca» (1 S 3:18).

Cuando María miró a su pequeño bebé, vio el rostro de Dios —dice la letra de un villancico—; también yo veo el rostro de Dios en mi bebé.

Aunque en mi rostro no son visibles las marcas de un mundo imperfecto como en la carita de mi bebé, en lo espiritual, todos somos juguetes dañados, rotos, necesitados de un rey maravilloso que salga a buscarnos y nos reúna en su reino, junto con su pueblo. Necesitamos desesperadamente el toque cariñoso del gran Restaurador de juguetes que nos restaure en cuerpo y alma. Llevo en mi espíritu marcas de pecado que solo mi creador puede reparar transformándome en una nueva creación para que entone cánticos a su gloria. No sé si David Samuel podrá hablar algún día, y si lo hace, qué podrá decir, pero sé que, ahora mismo, su vida y su aliento son un canto de alabanza al creador del sol y las estrellas. Mi oración es que nuestro hijo, igual que su homónimo el rey David, ría y baile en la presencia de su Padre.

Esta Navidad, miro con otros ojos a los enfermos, los débiles y a todos aquellos a quienes Dios ha humillado. Nuestro Salvador se hizo uno de ellos, uno de nosotros. Este es el llamado que Cristo nos hace: morir con él y ser resucitados con él en gloria como nuevas creaturas, para cantar las alabanzas que él pone en nuestros labios. En la fortaleza de Cristo, soy un juguete restaurado que ha encontrado un nuevo hogar, testimonio de la gracia de Dios. Porque sé que el gran rey me amó primero y salió a buscarme cuando estaba dañada —el juguete más dañado de todos—, ahora puedo decir con esperanza «Él es el Señor; que haga lo que mejor le parezca», no solo con la vida de mi pequeño hijo, sino también con mi propia vida. Un día, David Samuel y yo veremos cara a cara a nuestro rey y seremos recibidos en la casa de nuestro Padre por siempre. Por ahora, esperamos y, mientras esperamos, cantamos.


Este artículo se publicó en inglés en diciembre de 2021. Traducción de Nora Redaelli.