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    El anhelo de conectar con nuestras raíces

    Nacemos con el deseo de conectarnos con nuestros antepasados biológicos y espirituales.

    por Peter Mommsen

    lunes, 06 de febrero de 2023

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    En abril de 1977, el historiador Alex Haley viajó a Utah para recibir un doctorado honoris causa en humanidades de la universidad Brigham Young. En aquel momento, Haley había alcanzado gran notoriedad, y esa era, sin duda, una de las razones por las que la universidad deseaba contar con su presencia en la ceremonia de graduación. Doce años antes, se había publicado la biografía de Malcolm X con Haley como coautor, y ahora, su libro récord de ventas, Raíces: La saga de una familia estadounidense, acababa de ser premiado con el Pulitzer. Una miniserie basada en el libro –que cuenta la historia de su familia remontándose al período de la esclavitud hasta su antepasado africano Kunta Kinte– había alcanzado un rating espectacular en los Estados Unidos donde el ochenta y cinco por ciento de los hogares había visto el último capítulo tres meses atrás. El trabajo de Haley suscitó un renovado interés en la historia familiar entre los estadounidenses de diverso origen étnico, incluidos los afrodescendientes, muchos de los cuales, hasta ese momento, habían creído que era imposible rastrear linajes familiares previos a la abolición de la esclavitud. A partir de Haley, la genealogía dejó de ser algo exclusivo de la gente de sangre azul o los descendientes del Mayflower. La historia de las familias se había democratizado.

    Pero la celebridad de Haley no era el único motivo detrás de la invitación. En aquel momento como ahora, la universidad estaba vinculada a la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, conocida como la iglesia de los mormones, y eso explica que tuvieran una motivación específicamente teológica para homenajear al autor. La religión mormona le atribuye enorme valor a conocer el nombre de los ancestros. En palabras de su fundador, Joseph Smith: «La mayor responsabilidad que Dios nos ha encomendado en este mundo es buscar a nuestros muertos». A diferencia del cristianismo ortodoxo, los mormones creen que es un deber filial identificar a los ancestros a fin de que ingresen a la fe mediante el bautismo vicario. En consecuencia, la Iglesia de los Santos de los Últimos Días posee la mayor base de datos genealógicos en el mundo. Esta creencia explica la motivación de la universidad para ofrecerle a Haley el honoris causa:

    Vemos en el trabajo de Alex Haley un magnífico ejemplo de cómo a través de las generaciones, el amor de los padres llega hasta los hijos, y los hijos, a su vez, tienden su corazón hacia los padres. Y si, como el señor Haley lo ha expresado, «la abuela, la prima Georgia y las demás […] están allí, mirando», si, como él dice, «era una de esas cosas que Dios, en su infinita sabiduría, había dispuesto que así debía suceder», entonces, nosotros aquí, de entre todas las personas, estamos en condiciones de entender y admirar el magnífico trabajo que realizó en respuesta a estas dos fuerzas impulsoras.

    El proyecto de Haley puede haber encajado perfectamente con las convicciones de sus anfitriones respecto de la genealogía, pero, curiosamente, no se puede decir lo mismo de su ascendencia africana. En aquel momento, la doctrina de los Santos de los Últimos Días impedía que los mormones negros bautizaran a sus antepasados o incluso que realizaran cualquier otro ritual solemne previsto por su religión. Esta exclusión basada en la raza también estaba motivada por su apego a la genealogía, expresado en términos de la doctrina de la deshonra hereditaria. Los mormones, en línea con las especulaciones de algunos antiguos autores cristianos, judíos y musulmanes, sostenían que los negros africanos eran herederos de la «maldición de Cam» pronunciada por el patriarca Noé sobre los descendientes de su hijo menor, como se relata en el libro de Génesis. (Por el contrario, la mayoría de los biblistas sostienen que este pasaje se refiere a los cananeos, antiguos enemigos de los israelitas). No fue sino hasta 1978 que los líderes mormones levantaron la prohibición.

    artwork of trees and stylized roots

    Rebecca Vincent, Profundidades escondidas, monotipo, 2010. Todo el arte usado con permiso.

    Para alivio de sus anfitriones, sin duda, durante su visita a Utah, Haley no hizo ninguna declaración pública respecto del sesgo racial en la teología de los Santos de los Últimos Días, sino que se limitó a elogiar su compromiso con la investigación genealógica. «Las familias necesitan registrar su historia», le explicó a un periodista del Deseret News, órgano de prensa de la iglesia. «Debemos hablar con los ancianos de la familia para que nos cuenten en detalle todo lo que recuerdan. Después de su partida, esa memoria es irrecuperable». Según Haley, las historias familiares podrían contribuir a hacerle frente al «desarraigo generalizado que aqueja a la sociedad estadounidense».

    Han pasado cuarenta y cinco años, y el diagnóstico de Haley sigue vigente. A pesar de la facilidad de acceso a la información en línea, es sorprendente el número de personas que no conocen siquiera a sus antepasados más cercanos. Un estudio realizado en 2022 mostró que solo el 47 % de los estadounidenses conocía el nombre de todos sus abuelos, y apenas el 4 % sabía el nombre de todos sus bisabuelos.

    Estos datos pueden resultar llamativos dada la creciente popularidad, en los últimos veinte años, de nuevos servicios para descubrir la historia familiar, que combinan la genealogía tradicional con estudios de ADN (algunos también ofrecen información genético-sanitaria). Dos de cada diez estadounidenses declaran haber hecho la prueba de ADN de ascendencia, y más de la cuarta parte de la población declara que un familiar cercano lo ha hecho. Es una industria lucrativa: la empresa pionera, 23andMe, comenzó a cotizar en Bolsa en 2021 con un valor de 3500 millones de dólares, mientras que Ancestry, fundada por dos egresados de la universidad Brigham Young y actual empresa líder en el rubro, se vendió en 2020 por 4700 millones y sigue un continuo crecimiento.

    Sin embargo, el auge de estos servicios no es un indicador de una fuerte conexión con las generaciones pasadas, sino más bien todo lo contrario. El caso más evidente es el de las personas adoptadas o los niños nacidos por donación de gametos que pueden recurrir a pruebas de ADN para conocer su ascendencia biológica. Pero también en el caso de otros usuarios, estos servicios, por su naturaleza misma, resultan más reveladores para quienes menos información previa tienen sobre su familia. Si nunca tuviste la oportunidad de registrar las memorias de los más ancianos de tu familia y hacerlos parte de tu propia historia, al menos obtendrás un informe sobre tu haplogrupo mitocondrial o un gráfico que muestra qué porcentaje de genes nigerianos, noruegos o neandertales tienes. Esto podría bastar si lo único que deseas es probar que eres lo bastante irlandés para beber el Día de San Patricio. Pero por sí sola, la información genética aporta muy poco en términos de relacionarte con aquellos seres humanos que son tus antepasados paternos y maternos.

    El «desarraigo generalizado» identificado por Haley no afecta solo a los Estados Unidos, sino también a todos los lugares donde ha llegado la modernidad. Cualquier interés puntual que las personas puedan demostrar por su historia familiar resulta demasiado débil en comparación con el fuerte predominio de una corriente de indiferencia, cercana a la hostilidad, hacia el pasado. En palabras del crítico belga Paul de Man: «la modernidad existe en la forma de un deseo de borrar todo lo que vino antes, con la esperanza de llegar a un punto final que pueda ser llamado el verdadero presente, un punto de origen que marque un nuevo punto de partida». Si lo único que importa es el ahora –lo que los filósofos llaman presentismo–, entonces, poco podemos aprender de las generaciones pasadas. En cambio, reina de manera casi absoluta el culto a la juventud.

    Una consecuencia es que las personas mayores quedan socialmente y, a menudo, también físicamente distanciadas de los jóvenes. Tradicionalmente, el rol de los mayores era transmitir un legado de sabiduría a la generación siguiente. Pero si se considera que el pasado carece de valor o su valor moral es dudoso, puede parecer que los ancianos tienen muy poco que ofrecer a la comunidad. Incluso China, una nación orgullosa de la doctrina de Confucio sobre la piedad filial, debió sancionar la ley de Protección de los derechos de los adultos mayores, en 2015, para exigir que los hijos adultos visiten a sus padres en su vejez.

    Esta verdad amarga ahora la están conociendo los fanáticos de la era de Acuario, que en su momento fueron jóvenes y ahora están envejeciendo. Y la rueda sigue girando. Desde el comienzo del nuevo siglo, el vértigo de los cambios tecnológicos ha acelerado el final de la juventud para cada generación. Los mismos milenials que usan el meme «OK, Boomer» para reírse de los de sesenta y pico, son objeto de burla por parte de la generación Z por sus jeans súper ajustados, su consumo de palta y la manera en que usan los emojis.

    La pandemia de COVID-19 puso al descubierto la desvalorización de la ancianidad ya que se registró una tasa de mortalidad particularmente alta entre los ancianos que vivían en residenciales, que son, además, quienes presentan los mayores índices de soledad y aislamiento. Según un estudio publicado en 2020 por el Journal of Health Economics, en los Estados Unidos, para los residentes en hogares de ancianos, la probabilidad de morir por COVID-19 fue veintitrés veces mayor que para los estadounidenses de sesenta y cinco o más años con una modalidad de vivienda diferente. En al menos cinco estados, al finalizar el año, había fallecido una octava parte de los ancianos alojados en residencias al comienzo de ese año.

    Si se considera que el pasado carece de valor o su valor moral es dudoso, puede parecer que los ancianos tienen muy poco que ofrecer a la comunidad.

    El elevado número de muertes es un crudo ejemplo de lo que el papa Francisco llama «la cultura del descarte», en la que los ancianos ya no son considerados transmisores de sabiduría, sino que se los deriva a un establecimiento hasta el final de sus días. En palabras de Francisco: «¡Cuántas veces se descarta a los ancianos con actitudes de abandono que son una auténtica eutanasia encubierta! Es el efecto de esa cultura del descarte que tanto mal le hace a nuestro mundo». Entre tanto, una eutanasia descubierta, en forma de «muerte médicamente asistida» (MAiD, por su sigla en inglés), ya ha sido legalizada en varias jurisdicciones en América del Norte y Europa, y la práctica va en aumento como consecuencia lógica de esa manera de pensar. La consecuencia más insidiosa es que los propios ancianos comienzan a verse a sí mismos de este modo: el libreto cultural ya no incluye venerar ni respetar la sabiduría de los años, de modo que las personas mayores sienten que no son más que un estorbo.

    Pero la ruptura de los vínculos intergeneracionales no afecta solo los ancianos, sino que también supone una pérdida para los jóvenes. Cuando la ausencia de conexión entre las sucesivas generaciones priva a los jóvenes del sentido de pertenencia a una historia más grande que ellos mismos, otras fuentes de identidad inevitablemente llenan ese vacío. Con frecuencia, esto se traduce en su afiliación a alguna tribu en línea, lo cual les proporcionará un sentido de pertenencia que puede ir desde algo superficial hasta una identificación nociva. En cualquier caso, es una manera inestable y riesgosa de construir su identidad.

    Mientras escribía este artículo, decidí seguir el consejo de Haley y rastrear la historia de mi familia. No tenía interés en pagarle a una firma de tecnología por otorgarle el privilegio de tener información sobre mi ADN (y el de mi familia). Pero gracias al firme compromiso de los mormones con la investigación genealógica, su extensa base de datos está ahora disponible en línea, en forma gratuita, a través de FamilySearch; una práctica herramienta que les permite a los usuarios reconstruir su árbol genealógico. Diez minutos después de registrarme en el sitio, encontré los nombres, datos matrimoniales y fecha de nacimiento y muerte de los antepasados de cada uno de mis abuelos varios siglos atrás. Resultó que soy fruto de un mestizaje cultural proveniente de Surrey, Gales, Zurich, Ulster y el Báltico.

    Muchos de los nombres en las generaciones más recientes me resultaron bien conocidos debido a las historias que había escuchado en mi familia desde niño. Con mis abuelos y bisabuelos, siento que mi relación es cercana y real, y, de alguna manera, estoy en deuda con ellos. Después de todo, son las personas cuyos sueños, luchas y sacrificios hicieron posible mi existencia y la de mis hijos. Más aún, a menudo, estos ancestros siguen presentes cuando logramos captar, en sus descendientes, alguna de sus características personales, una inquietud peculiar o la imagen de un rostro familiar. En su caso, cobran sentido las palabras floridas que cité de la presentación de Alex Haley en la universidad Brigham Young : «a través de las generaciones, el amor de los padres llega hasta los hijos, y los hijos, a su vez, tienden su corazón hacia los padres».

    Sin embargo, al remontarnos más atrás en el árbol familiar, solo nos encontramos con extraños; antepasados que muy probablemente mis hijos y yo compartimos con miles y miles de personas, de modo que ya no tendría sentido hablar de relaciones familiares. Por cierto, la genética moderna señala que un parentesco consanguíneo tan distante es muy difícil de identificar mediante un análisis de ADN. Para ilustrarlo de otra manera: cualquier persona de ascendencia europea tiene la certeza estadística de que desciende de Carlomagno (seguramente hay figuras similares para otros grupos de poblaciones). Cabe preguntarse, entonces, si Haley no se habrá equivocado al buscar su identidad a través de la reconstrucción de la historia familiar.

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    Rebecca Vincent, Raíces y brotes, monotipo, 2013.

    Las genealogías bíblicas aportan una respuesta. Dice Alastair Roberts que una característica de la Escritura, muy ajena a nuestro tiempo, es su predilección por incluir extensas genealogías, desde Génesis hasta el Nuevo Testamento. Las dos genealogías al comienzo de los Evangelios de Lucas y Mateo, por ejemplo, describen la identidad de Jesús como «la simiente de David» rastreando su ascendencia hasta los reyes de Judá y, más atrás, hasta los patriarcas, Noé y Adán. Por una extraña coincidencia, la genealogía de Mateo está agrupada en conjuntos de catorce generaciones; el límite máximo, según los genetistas, para rastrear determinado rasgo hasta un ancestro individual.

    Por supuesto, justamente esta genealogía particular no es un registro de la transferencia de ADN. En términos genéticos, la línea davídica se detiene en «José, que fue el esposo de María, de la cual nació Jesús, llamado el Cristo». Tal como lo relatará Mateo en el siguiente capítulo, José no es el padre biológico de Jesús.

    A lo largo de los siglos, los estudiosos se han esforzado por explicar cómo Jesús es «la simiente de David» si la genealogía de su padre adoptivo no es la suya. (Agustín, por ejemplo, sostuvo que también María, igual que José, descendía de David, de modo que Jesús sí pertenecía al linaje real). Sin embargo, para Mateo, la cuestión de la ascendencia biológica parece ser secundaria. Su propósito al comenzar el libro con una genealogía no es rastrear la transmisión de genes, sino contar la maravillosa historia intergeneracional de la que Jesús vino a formar parte: la historia del pacto de Dios con Israel, su pueblo; una historia de pecado y exilio y de promesa de redención.

    Así, la genealogía de Mateo afirma la importancia de la historia familiar a la vez que categóricamente la relativiza. Sucede que el parentesco biológico es mucho menos importante que la familia que se conforma a partir de las promesas de Dios. En este sentido, la tabla genealógica de Mateo se corresponde con el episodio que relata once capítulos más adelante: «¿Quién es mi madre, y quiénes son mis hermanos?», le preguntó Jesús a la multitud que lo escuchaba, y él mismo respondió: «Pues mi hermano, mi hermana y mi madre son los que hacen la voluntad de mi Padre que está en el cielo».

    En la doctrina cristiana, esta reconfiguración de la familia se conoce con el nombre de communio sanctorum, la comunidad de los santos. En esta gran familia intergeneracional, estamos unidos por lazos de hermandad a los creyentes de todas las edades de la historia humana, los que vivieron en el pasado, en el presente y los que aún no han nacido. No hay duda de que la familia y herencia biológicas son importantes; el Nuevo Testamento explícitamente se hace eco del mandamiento de honrar al padre y a la madre. Pero el parentesco consanguíneo y lo que recibimos por herencia ya no son nuestra principal fuente de identidad. Una profecía en el libro de Zacarías, que el cristianismo interpreta como la descripción de un tiempo que vendrá, anuncia la promesa de que llegará el día en que las generaciones nuevamente estarán juntas:

    Así dice el Señor Todopoderoso: «Los ancianos y las ancianas volverán a sentarse en las calles de Jerusalén, cada uno con su bastón en la mano debido a su avanzada edad. Los niños y las niñas volverán a jugar en las calles de la ciudad».

    Si hay remedio para el desarraigo, lo encontramos aquí.


    Traducción de Nora Redaelli
    Contribuido por portrait of Peter Mommsen Peter Mommsen

    Peter Mommsen es director de la revista Plough Quarterly. Vive en el estado de Nueva York con su esposa Wilma y sus tres hijos.

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