Fue en enero de 2008 cuando, para deleite de su hermano mayor, trajimos a Nicholas a casa de la agencia de adopción. Tan solo tenía once días de nacido. A pesar de la total falta de atención prenatal, todas las señales indicaban que era un bebé perfectamente sano.
No obstante, a medida que se acercaba el tercer cumpleaños de Nicholas y sin nada que nos hiciera sospechar que algo, fuera de lo común, estaba ocurriendo, mi esposa, Jana, observó por casualidad algunos puntos cafés en su piel. Su aparición había sido sutil, de forma vagamente circular u ovalada, y no muy grandes, habían aparecido aleatoriamente en su cuerpo. Se los mostró a nuestro pediatra quien, para nuestra sorpresa, nos dijo que lo lleváramos para que lo revisara un oftalmólogo.
Su consejo se basaba en la preocupación de que las manchas pudieran ser indicativas de una enfermedad llamada neurofibromatosis, cuya forma más común se conoce como “tipo 1” (o NF1 para abreviar). Cuando se presenta esta condición, pequeñas masas —imperceptibles a simple vista y, por lo general, benignos— se forman en el iris de los ojos de los pacientes.
La primera visita al oftalmólogo no tuvo sobresaltos: para nuestro gran alivio, no encontró nada. Sin embargo, nos dijo que volviéramos en un año. En esa segunda visita, cuando Nicholas ya tenía cuatro años, los encontró; en términos médicos, se les conoce como nódulos de Lisch, llamados así por el oftalmólogo que descubrió su conexión con la neurofibromatosis tipo 1 (NF1).
No existe un examen formal para la NF1; en su lugar, hay una lista de síntomas establecida y la presencia de dos o más de ellos se toman como indicador de su existencia. Los nódulos de Lisch y las manchas cafés están en la lista. Uno de los doctores nos dio un folleto y enlaces a unas páginas de internet. En conjunto, estos recursos nos presentaron un amplio abanico de posibles resultados para los pacientes con NF1, desde lo insignificante hasta lo que pone en riesgo la vida. Existen algunas personas que, a lo largo de su vida, nunca experimentan ningún síntoma; se mueren felices sin saber que la enfermedad residía en sus cuerpos. Hay otro grupo mucho menos afortunado: aproximadamente el cinco por ciento de los pacientes para quienes la condición resulta en tumores cancerígenos.
Fotografía de Firefighter Montreal, stock.adobe.com
La extensa gama de posibilidades entre estos extremos era inquietante. Para el momento en que Nicholas quedó categorizado como paciente de NF1, las deformidades óseas y el cráneo agrandado que algunas veces ocurre habrían sido evidentes, así que pudimos descartarlos de la lista. A medida que avanzaba en el colegio, tendríamos que estar pendientes de sus dificultades de aprendizaje, si de pronto se iban a presentar, probablemente aparecerían en el tercer grado. La ceguera o sordera podrían surgir antes o después de ese punto y, durante la adolescencia, podría desarrollar escoliosis. Cuando están completamente desarrollados, los pacientes con NF1 a veces son de baja estatura.
No existen predictores para ninguna de estas manifestaciones; las especificas o la gravedad de las mismas pueden no guardar ninguna similitud, incluso entre gemelos idénticos que heredan la condición del padre o de la madre. No obstante, por regla general, la NF1 suele resultar en un número indeterminado de tumores benignos que se pueden formar prácticamente en cualquier parte del cuerpo. Ese “cualquier parte” puede significar dentro del cuerpo en donde, aunque poco visible a los ojos, podrían ejercer presión en un órgano vital. Más frecuentemente, afloran a la vista de todos, a veces hasta la desfiguración.
Una vez que los nódulos de Lisch aparecieron y los doctores clasificaron a Nicholas como paciente de NF1, mi esposa y yo lo afrontamos de diferentes maneras. Jana, con toda la disposición, sensibilidad e impulsos que naturalmente acompañan a la maternidad, encontró que las conclusiones del doctor la llenaron de una profunda y permanente tristeza y le provocaron una angustia escondida en el trasfondo de su existencia diaria. Pero se guardó todos estos sentimientos para sí misma. Yo hice mi mejor esfuerzo para dejar el asunto a un lado; a nivel práctico, las cosas cambiaron muy poco para nosotros en el día a día. Había muy poco que hacer. Excepto orar.
Jana aún no era católica y, aunque yo sabía que ella tenía una vida de oración activa, me lo ocultaba. Pero a medida que las citas médicas de Nicholas se acercaban, calladamente empezó una rutina de ayuno, una sutil pero segura señal de que estaba intensificando las cosas. Sin saber exactamente cómo funciona este asunto de los milagros, mis oraciones avanzaban hacia una lista bastante extensa. Si Dios, en su divina sabiduría, no sanara a Nicholas por completo, tal vez podría restringir un poco las cosas; mantener los peores efectos como el cáncer y la ceguera fuera de la ecuación. Yo oré de esta forma muchas veces, usualmente haciendo alusiones a aquellos ejemplos en las Escrituras en las que Jesús había sanado a un niño. No estoy seguro si me estaba recordando a mí mismo o a Dios que él ya lo había hecho antes.
Pienso que, si mis oraciones silenciosas hubieran sido escuchadas por espectadores desinteresados, habrían percibido una creencia genuina de mi parte de que Dios podía sanar a Nicholas, al igual que la convicción de que hacer esta petición no era algo totalmente irracional. Pero si alguno de esos espectadores imaginarios me hubiera preguntado, qué esperaba yo que finalmente sucediera, no tengo ni idea cómo hubiera respondido a esa pregunta.
En marzo 8 de 2016, llevé a Nicholas —ahora tenía ocho años— a su cita anual con el oftalmólogo. Estas visitas nunca eran rápidas: había un protocolo que implicaba varias rondas preliminares con técnicos y pasantes. Pero una mirada a la sala de espera me dijo que nos esperaba una tarde larga.
Cuando finalmente nos llamaron, nos llevaron a una sala de exámenes donde Nicholas se subió a la silla de pacientes. Yo me senté retirado. Finalmente, una mujer entró, tal vez una técnica o una pasante. Iluminó la superficie de los ojos de Nicholas con un dispositivo portátil que nunca había visto antes y con naturalidad mencionó algo acerca de que no veía ningún nódulo de Lisch.
“Espere, ¿no tiene nódulos de Lisch? ¡Los ha tenido durante años!”
En realidad, no recuerdo exactamente lo que dije pero fue algo así. Me tomó un momento reaccionar y ella estaba casi afuera de la habitación cuando hablé. Se dio la vuelta, se acercó a Nicholas y lo revisó nuevamente. Todavía no encontraba nada, reconoció que tal vez su linterna no era la adecuada para ese examen. Un médico entraría en cualquier momento. Quizás, él sí los encontraría.
Al cabo de un rato, el doctor entró y se sentó en uno de esos asientos redondos acolchados que son estándar en la comunidad médica. Dirigiéndose a Nicholas, extendió la mano y tomó un instrumento que colgaba al final de un brazo mecánico, —un avance tecnológico significativo respecto a la linterna portátil— y empezó a hacer el examen. Después de revisar ambos ojos y, sin decir nada, se pasó al monitor del computador, tomó el ratón en la mano y empezó a deslizarlo por la historia clínica de Nicholas.
Observé que pasaron varias formas de documentos, incluyendo unas fotografías de cerca de los ojos de Nicholas que habían tomado en visitas anteriores. Recuerdo que una vez me enseñaron los nódulos de Lisch en esas fotos; eran claramente visibles, incluso para mí. El médico permaneció en silencio mientras revisaba, se detenía periódicamente para leer. Examinó los ojos de Nicholas nuevamente. Luego, con cierta brusquedad, le dijo al técnico, “¡Vamos a dilatar!”
Se escuchó como una orden, emitida con tal autoridad que ni siquiera pensé en cuestionarla. Para cuando me recuperé, recordando que la dilatación no tiene nada que ver con la detección y el examen de los nódulos de Lisch, el médico ya había salido por la puerta y se dirigía a su siguiente paciente.
Lewis nos dice que no será fácil mantener nuestro dominio cognitivo sobre la credibilidad de los milagros. En efecto, va a ser un trabajo duro.
Finalmente, nos encontramos en la sala de exámenes de la oftalmóloga, la doctora que, en cada una de nuestras cuatro visitas anuales anteriores, había confirmado la presencia de nódulos de Lisch en los iris de Nicholas. Nos saludó con el mismo comportamiento agradable, que había sido característico de todos los encuentros previos; imagino que ayudaba a tranquilizar a sus pacientes menores y a sus padres. Tras hacer la charla de rigor, y dejar de usar la silla redonda —ella siempre prefería estar de pie— miró a través de la lente de su equipo, escudriñando los ojos de Nicholas. Sin decir nada, volvió a la pantalla de su computador, tomó el ratón y empezó deslizarlo.
Habiendo visto aparentemente lo suficiente como para confirmar que lo que no podía encontrar en los ojos de Nicholas, que según todos los indicios, deberían haber estado allí, se giró y me dijo que los nódulos de Lisch parecían haber desaparecido.
No puedo recordar sus palabras exactas, en parte porque estaba distraído porque mi mente lo estaba procesando pero creo que sobre todo porque estaban teñidas de un tono vago y vacío que les restaba de toda convicción. Había algo en la inflexión de su voz y en su lenguaje corporal que me dejó pensando si ella las creía. Me dijo: resulta que los nódulos de Lisch que ella había estado viendo durante los últimos cuatro años, y que el oftalmólogo antes de ella vio —a pesar de no haber ningún rastro de incertidumbre entre los dos hasta este momento— en realidad, no eran nódulos de Lisch después de todo. Tan solo alguna especie de imperfección que finalmente se resolvió en el transcurso del último año.
¿Cómo?
Poco tiempo después de esa visita, Jana se reunió con nuestra pediatra para consultarle sobre algo que no con alergias. Al contarle sobre lo que había sucedido, Jana le preguntó si los nódulos de Lisch podían desaparecer. La pediatra respondió con un “no”. Pero fue uno de esos “nos” prolongados de tres sílabas, como el que podría obtener si, mientras estás en un ascensor lleno de gente, le preguntas a un conocido si cree que hay una nave espacial alienígena escondida en un hangar secreto en el Área 51.
Pero eso no fue todo. De inmediato agregó: “No sin oración”.
Aunque me sorprendió un poco, no sé si ella es una persona de fe. Hasta ahora, no había habido ni una afirmación explícita ni un indicio sutil en esa dirección. Ni un crucifijo colgado de una cadena alrededor del cuello, ni una mención casual de servicios religiosos, de Dios o Jesús o cualquier otra cosa. Cualquiera que fuera el caso, la noticia de los nódulos de Lisch que habían desaparecido fue aparentemente suficiente para sacar a relucir ese matiz.
Éste es un relato familiar. Habían pasado unos pocos días desde que Jesús fue crucificado y sepultado, y Pedro y otros seis discípulos, posiblemente preguntándose qué iban a hacer ahora, decidieron ir a pescar al Mar de Tiberíades. Dado como habían resultado las cosas con Jesús, tal vez no estaban tan sorprendidos de que después de pasar toda una noche en el mar no hubieran sacado ni un solo pez. Y entonces, de la nada, Jesús resucitado apareció en la orilla. Al principio, no lo reconocieron pero al no tener nada que perder, le obedecieron cuando les dijo que lanzaran las redes por el lado derecho del bote. La pesca que resultó fue más de lo que podían manejar. De alguna forma, los discípulos lograron llegar a la orilla con sus botes y sus 153 peces a cuestas. Luego Juan nos dice: “Y ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle: Tú, ¿quién eres? sabiendo que era el Señor”.
Cuando se trataba de Jesús resucitado, vemos en los cuatro evangelios que incluso los seguidores más cercanos luchaban para llegar a un lugar de creencia; al alcanzarlo —aceptar que había resucitado, incluso reconocerlo— con frecuencia requería un empujón divino de una u otra índole.
Los discípulos querían preguntar: “¿Quién eres?” Pero la inexplicable e inmanejable pesca, sus discípulos ya habían visto este milagro antes. Ellos querían preguntar pero no se atrevieron. Sabían que era el Señor.
Creo que habría sido lo mismo si Jesús, con su identidad aún oculta, allí ante ellos en la orilla, hubiera expulsado un demonio, sanado a un leproso, calmado la tormenta del mar o devuelto la vista a un hombre que era ciego de nacimiento.
O le hubiera dicho a un oficial de la realeza que su hijo enfermo viviría.
¿Dios sanó a mi hijo? ¿Le dijo Dios que recogiera su estera y se fuera a casa? Parece que sí. Pero mi tenue aceptación de esa realidad se ha arraigado en mi lentamente con el paso del tiempo. Si he de ser sincero, debo admitir que las preguntas persistentes nunca desaparecen por completo: ¿Esto realmente sucedió?
En su libro Milagros, C.S. Lewis adopta una postura filosófica y construye, de una manera minuciosa, el caso a favor de la credibilidad de los milagros: la base racional para esperarlos y para reconocer su ocurrencia cuando suceden, por infrecuentes que sean. En el epílogo del libro, dirigiéndose a los lectores que han seguido su argumento hasta el final y se sienten motivados a prestarle atención a los relatos de milagros del Nuevo Testamento, comienza con una advertencia:
Y cuando pasen del Nuevo Testamento a los eruditos modernos, recuerden que van como una oveja entre lobos. Las suposiciones naturalistas, las peticiones de principio... les saldrán al paso por todos lados, incluso de las plumas de clérigos… Todos tenemos el Naturalismo en nuestros huesos y ni siquiera la conversión elimina de inmediato la infección de nuestro sistema. Sus suposiciones nos vuelven a la mente en cuanto se relaja la vigilancia.
Lewis nos dice que no será fácil mantener nuestro dominio cognitivo sobre la credibilidad de los milagros. En efecto, va a ser un trabajo duro: “Su pensamiento racional no tiene asidero solo en su conciencia meramente natural, excepto lo que gana y mantiene por conquista”. El escepticismo está en el agua que bebemos y en el aire que respiramos.
Conozco chicos que padecen enfermedades graves, cargas que posiblemente llevarán por el resto de sus vidas. Obviamente, hay otros más allá de lo que podamos narrar, y algunos de ellos nunca lograrán salir de la infancia. Esa realidad ha sido una fuente de mucha angustia en la composición de este escrito; no somos diferentes a otros padres que oran por sus hijos enfermos. Las escrituras nos dicen que los caminos de Dios son inescrutables.
Sé que hay muchas personas que dudarán de todo este asunto, no están convencidos no solo por mi relato sino también por los registros médicos. Podrían pensar: La ciencia lo explicará algún día.
Sin embargo, nadie me impedirá contar acerca de mi hijo, del regalo que Dios nos ha dado a él y a nosotros. Cualquier intento que pudiera hacer para expresar adecuadamente nuestra gratitud está destinado a fallar. Este ensayo —un recordatorio de que el Cristo compasivo, crucificado, enterrado y resucitado de entre los muertos, sigue sanando a los enfermos— es lo mejor que puedo hacer. También es algo que debo hacer: no se esconde una lámpara debajo de un almud. Además, es una buena historia y las buenas historias deben ser contadas.
Traducción de Clara Beltrán