“Si regreso, me matarán.” Durante los últimos meses de 2015 escuché variantes de esta frase repetidas numerosas veces en el campo fronterizo de refugiados de Idomeni. Ubicado del lado griego de la frontera norte entre Grecia y Macedonia, el campamento había empezado a recibir un flujo de refugiados a fines del verano. Con mis colegas, colaboradores en una organización pentecostal, hicimos nuestro primer viaje a la frontera desde Tesalónica en agosto, y ya en ese momento pudimos ver cientos de individuos acampando alrededor y sobre unas vías de tren. A los grupos que buscaban refugio se les permitía cruzar a Macedonia en intervalos, para luego seguir su camino hacia el norte u oeste atravesando Europa. La precaria situación económica de Grecia en esa época era conocida, por lo cual muchos de ellos esperaban instalarse eventualmente en otros lugares como Alemania o Escandinavia.
Cuando llegamos por primera vez a la frontera, casi no existía infraestructura, pero en cuestión de semanas varias organizaciones trabajaron para levantar amplias carpas e instalar saneamiento, intentando alojar a la creciente población en tránsito. Arribamos con una de estas organizaciones, una ONG contra el tráfico de personas llamada A21, y pronto conocimos a otras colaborando con el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), Médicos Sin Fronteras, y otras. Aunque el flujo de migrantes era causado principalmente por la crisis de refugiados de Siria, había grupos de otras nacionalidades. Refugiados de Irak, Irán, Afganistán, Libia, Pakistán y muchas otras naciones también habían logrado llegar a Grecia. La travesía, normalmente traicionera, solía implicar cruces desde Turquía en balsas o barcazas endebles. Escuché testimonios personales de personas que habían temido ahogarse cuando su bote encalló o su balsa se desinfló, que habían tenido que nadar por sus vidas o habían experimentado el trauma de la muerte de familiares o amigos durante el viaje. Uno de mis recuerdos más vívidos de esa época fue conversar con dos jóvenes sirios cuyo padre se había ahogado intentando llegar. Y estaban lejos de ser los únicos que sentían este tipo de dolor. Mis colegas recibieron padres y madres de duelo mostrando fotos de sus niños que se habían ahogado, y oyeron historias de seres queridos fallecidos mucho antes de iniciar la travesía a Grecia, en sus países natales que ya no eran seguros.
¿Por qué tantos se arriesgaban a estas travesías? Aparte de los sirios que huían de las bombas o la conscripción, otros escapaban de la violencia, corrupción o persecución religiosa. Muchos contaban haberse escapado peligrosamente de la muerte o la prisión. Una mujer, sentada sobre la tierra junto a sus pocas posesiones, me dijo “Tengo una maestría e hijos pequeños. Este no es el lugar donde esperaba encontrarme y el último lugar donde quiero estar.” Conocí gente con nuevas cicatrices o que habían sido lisiadas poco antes o mientras escapaban de sus hogares. Estaba claro que, de existir cualquier otra alternativa para ellos, no hubieran sometido a sus familias a condiciones como esas. Hablé con otros que seguían aturdidos en un estado de alivio por no haberse ahogado en el camino. A veces me mostraban selfies tomadas segundos antes de pisar tierra firme, las caras en la foto sonrientes de gratitud y esperanza. Luego, para mi horror, veía selfies parecidas circular en redes sociales como prueba de que las personas involucradas no podían realmente haber estado tan desesperadas.
Un hombre refugiado lleva a su hija dentro del campamento de Idomeni. Giannis Papanikos / Alamy Stock Photo.
El campamento de Idomeni en poco tiempo comenzó a recibir a miles de personas por día. Durante septiembre y octubre de 2015, antes de que ACNUR contratara más personal para la frontera, con mis amigos trabajábamos turnos nocturnos durante los cuales básicamente continuábamos el trabajo de los trabajadores de ACNUR durante el día. Nos coordinábamos con la guardia fronteriza para organizar y preparar a los grupos que cruzarían esa noche. Usualmente mi rol consistía en acercarme a cada grupo de viajeros mientras eran colocados en una carpa, encontrar miembros que hablaran inglés y pudieran hacerme de intérpretes hacia los demás, y luego explicarles detalles sobre el momento de cruzar y cómo hacerlo, además de investigar si alguno tenía necesidad de comodidades especiales. Escribí lo siguiente el 23 de octubre de 2015:
Anoche fue una de las jornadas más intensas que viví en la frontera: diluviaba, había una fila de autobuses con cincuenta refugiados cada uno para entrar al campamento, y más de cincuenta grupos de cincuenta (arriba de dos mil quinientas personas) esperando para cruzar durante la noche. Yo hacía mi trabajo nocturno usual para la ACNUR junto a un compañero. Con mis pares organizamos grupos de cincuenta en carpas y colaboramos con la policía para ayudarlos a cruzar la frontera. Algunos grupos esperan durante horas, viajando con niños pequeños, ancianos y discapacitados. Temprano en la noche, cuando ya diluviaba, la policía quería hacer cruzar a un grupo cada cinco minutos, lo cual requería que mi compañero y yo arremetiéramos en las carpas gritando el número de grupo, intentando encontrar al líder y juntar las cincuenta personas dispersas, para luego guiarlas rápidamente al cruce, mientras otro de nosotros reunía el siguiente grupo y [otros colegas] recibían a los que estaban llegando y los llevaban a su carpa correspondiente.
En momentos como ese miraba a los ojos de padres y madres cargando con sus bebés y niños pequeños, intentando cubrirlos del frío y la lluvia, gente con zapatos y ropa inadecuados haciendo lo imposible para llegar al siguiente campamento, y personas que simplemente no deberían estar viajando, pero no tienen alternativa. Un padre se detuvo y me mostró una sonrisa amplia, mientras trataba de abrigar a su bebé con su propia chaqueta.
Lo que más me sorprendía en esos días era el amor sacrificado y hospitalidad ofrecida por personas que vivían las situaciones más penosas. Una noche similar a la narrada anteriormente, mi intérprete informal en uno de los grupos, un joven de Siria estaba claramente agotado luego de escapar por muy poco y viajar varios días. Sin embargo, cada vez que yo abordaba su carpa para darles información adicional o averiguar si necesitaban algo, se levantaba rápidamente de donde estaba descansando y preguntaba amablemente: “¿Qué puedo hacer por ti, Sarah?”. Otra noche de diciembre un grupo de iraníes había estado detenido por dos semanas en la frontera, cada vez más fría, luego de que el gobierno de Macedonia hubiera suspendido el ingreso de personas de varios de los países representados en el campamento. Este grupo en particular había huido de la persecución religiosa. Cada noche en que mis colegas y yo los veíamos, nos invitaban a sentarnos con ellos alrededor del fuego. En esa noche en particular uno de los hombres insistió en que nos uniéramos a su “fiesta de patatas”. Cocinó varias patatas en el fuego, las compartió con nosotros y pasamos un rato conversando y cantándonos canciones. El amor, hospitalidad, paciencia y cuidado de las personas que conocí superaban con creces los míos, y sin embargo eran ellos, no yo, quienes soportaban tanta opresión y sufrimiento.
La mayoría de las noches, mientras volvía conduciendo a Tesalónica por la madrugada, me abrumaba una desesperación difícil de repeler. Había más de 13.000 personas en el campamento en su momento pico. Nuestros recursos y personal eran limitados. Y, ¿cómo podían resolverse para siempre los problemas que habían perpetuado esta crisis? Desde luego que yo no tenía poder para hacerlo. ¿Cómo podíamos frenar las guerras y la opresión y la codicia que había traído a tantas personas aquí? Mi lucha o mis acciones de compasión no hacían mella en esta realidad.
Cuando volví a los Estados Unidos en 2016 y comencé a trabajar con un grupo local involucrado en reacomodar refugiados en mi estado natal de Nevada, estas preguntas seguían en mi cabeza. Todavía experimentaba una impotencia que cada tanto se convertía en escepticismo. Esta sensación no se parecía al tipo de escepticismo que leo actualmente en los debates en las redes sobre refugiados: la desconfianza en las historias de aquellos que abandonan sus hogares o la insistencia en priorizar nuestra propia tierra, seres queridos y problemas por sobre las personas que necesitan refugio. Había visto demasiado, muy de cerca, para pensar así. En vez de eso, llegué a dudar del valor de mis aportes frente a tanto sufrimiento.
La respuesta que me sostuvo en ese entonces, aunque de forma imperfecta, es casi la misma que me sostiene hoy, cuando me frustro con el estado de las cosas. Mientras leía Habacuc repetí su pregunta: “Dios, ¿por qué no haces justicia?” La respuesta que Dios le dio a Habacuc, como yo la interpreto, fue algo similar a “Lo haré, pero no de la forma o en el momento que tú lo esperas.” Y la réplica de Habacuc, que esperaría pacientemente el juicio de Dios, confiando en que tanto la justicia como la misericordia de Dios se harían evidentes cuando llegara el momento, se volvió mía. Luego de suplicar esto, Habacuc agrega: “Aunque todavía no florece la higuera, ni hay uvas en los viñedos, ni hay tampoco aceitunas en los olivos, ni los campos han rendido sus cosechas; aunque no hay ovejas en los rediles ni vacas en los corrales, yo me alegro por ti, Señor; ¡me regocijo en ti, Dios de mi salvación! Tú, Señor eres mi Dios y fortaleza. Tú, Señor, me das pies ligeros, como de cierva, y me haces andar en mis alturas.” (Hab 3:17-19). A pesar de mi tendencia a desesperarme frente a la injusticia, yo también podía esperanzarme en el Señor. Un amigo usó la frase “Jesús, la esperanza de la humanidad” mientras predicaba un sermón. Repetí esas palabras una y otra vez a mi misma. Si Jesús era la esperanza de la humanidad y la fuente de mi propia alegría, podía seguir trabajando, creyendo que mi trabajo para el Señor no era en vano. Podía seguir trabajando, sabiendo que Cristo, no yo o mi esfuerzo magro e insuficiente, era la esperanza de la humanidad.
De regreso en Nevada, conduje a familias de nuevos refugiados a citas gubernamentales y agencias para buscar trabajo, les ayudé a practicar inglés y me senté con ellos en sus pequeñas salas de estar, conociendo a sus hijos mientras sin excepción me ofrecían generosos refrigerios. Como cuando estaba en la frontera en Grecia, escuché sobre las circunstancias que los habían obligado a irse de su tierra natal. Aprendí sobre los difíciles y largos periplos que soportaban, durante meses o años, para obtener finalmente el permiso de asentarse en Estados Unidos. Los vi postularse a trabajos para los cuales estaban sobrecalificados y aprender a navegar una enorme y extraña ciudad sin vehículos o contactos propios. Me senté con una nueva amiga y sus hijas pequeñas mientras me confesaba su temor por los parientes que continuaban en Siria, su país de origen, y su angustia por su propia situación debido a la retórica antiinmigrante que había estado escuchando en las noticias y leyendo en línea.
Si algo me sorprendía en esa época, no eran las experiencias de los refugiados que había conocido, sino los comentarios de algunos compañeros cristianos. Si hablaba sobre refugiados en las redes o incluso cara a cara, sabía que me enfrentaría a menciones de casos aislados de terrorismo o crímenes cometidos por inmigrantes, e indiferencia cuando acotaba que, estadísticamente, era mucho más probable que personas nacidas en EE.UU. cometieran esos crímenes. Me encontré con desconfianza o preocupación por mi propia seguridad cuando relataba lo que había vivido en el extranjero y en los Estados Unidos.
Como hija de un pastor en una familia misionera, crecí aprendiendo sobre las vidas de santos y mártires a lo largo de la historia. Mis padres me habían leído la biografía de Corrie ten Boom, cuya familia escondía judíos de los nazis en su casa en Países Bajos durante la Segunda Guerra Mundial. Cuando Corrie, su hermana y su padre fueron atrapados y arrestados, la Gestapo notó la edad avanzada y fragilidad de su padre, y en un acto de flexibilidad poco característico ofrecieron dejarlo libre si prometía dejar de alojar judíos. “Si me voy a casa hoy,” Casper ten Boom respondió, “mañana volveré a abrir mi puerta a cualquier persona que la golpee”.1 Murió en prisión.
Pocos de nosotros hemos enfrentado riesgos al nivel de la familia Ten Boom en nuestras decisiones cotidianas. Pero temo que muchos cristianos americanos no darían la bienvenida a extraños como lo hicieron los Ten Boom: con fe plena en un Dios que ama y recibe a los extraños y nos llama a hacer lo mismo. Mientras que el principio de los Ten Boom era dar la bienvenida inequívocamente a los necesitados, aun a un costo personal enorme, el tema común subyacente en los comentarios de muchas personas en EE.UU. fue y sigue siendo “bienvenida y hospitalidad, siempre y cuando no se vea afectado lo que yo percibo como mi comodidad y seguridad.” Digo “lo que yo percibo” porque el crimen y el peligro suelen ser citados como razones para que los cristianos prioricen lo propio y traten a los que buscan asilo con cautela exagerada, sin importar los datos reales sobre criminalidad por parte de inmigrantes y refugiados. Aprendí a admirar la virtud de los santos que, como Corrie y su familia, estaban dispuestos a soportar el martirio, la pobreza, el peligro y el sacrificio por los demás. Sin embargo, ahora en algunas de las mismas comunidades que alimentaron mi fe, veo cristianos que se niegan a aplicar este principio a nuestra situación presente, al punto de que los que defienden a inmigrantes y refugiados son atacados por sus pares.
Teólogos cristianos han sostenido históricamente que debemos atender especialmente a los extraños, los pobres y los necesitados. Basilio el Grande, el obispo del siglo IV de Capadocia, escribió célebremente a los que acumulaban sus pertenencias que “Del hambriento es el pan que retienes; del que va desnudo es el manto que tú guardas en tus arcas; del descalzo, el calzado que en tu casa se pudre. En resumen: a tantos haces agravios, a cuantos puedes socorrer.”2
Más de mil años después, el reformador protestante Juan Calvino, un refugiado religioso y pastor de refugiados, dijo lo siguiente sobre el mandato dictado a los israelíes en Levítico 19:33 de no dañar u oprimir a los extranjeros viviendo con ellos:
Se ordena a las personas [de Israel] que cultiven la equidad hacia todos sin excepción. Si no se hubiera hecho mención de extraños, los israelitas habrían pensado que, siempre que no hubieran herido a ninguno de su propia nación, habían cumplido plenamente con su deber; pero, cuando Dios les recomienda invitados y viajeros, como si hubieran sido sus propios parientes, entienden que la equidad se debe cultivar constantemente y hacia todos los hombres. [...]
Todos aquellos que están en la miseria y se ven privados de ayuda terrenal, están bajo la tutela y protección de Dios, y preservados por su mano; y por lo tanto la audacia de aquellos está restringida, quienes confían en que pueden cometer cualquier maldad con impunidad, siempre que ningún ser terrenal los resista. De hecho, ninguna iniquidad será dejada sin venganza por Dios, pero hay una razón especial por la cual él declara que extraños, viudas y huérfanos están bajo su cuidado; en la medida en que cuanto más flagrante sea el mal, mayor será la necesidad de un remedio efectivo. Les recomienda extraños por este motivo, que las personas, que habían sido residentes en Egipto, conscientes de su antigua condición, deberían tratar con más amabilidad a los extraños; porque, aunque finalmente fueron oprimidos por la cruel tiranía, todavía estaban obligados a considerar su entrada allí, a saber, que la pobreza y el hambre habían llevado a sus antepasados hacia allí, y que habían sido recibidos de manera hospitalaria, cuando necesitaban ayuda de otros.3
Ninguno de estos hombres podría ser acusado de lobos laicistas vestidos de ovejas, o de confundir los valores del liberalismo con el deber cristiano.
Quiero proponer que consideremos las palabras de Basilio, Calvino y Casper ten Boom, y cómo pueden relacionarse con la situación delante nuestro. Me encuentro llamada a aplicarlas a mi propia vida y confrontar mi propia resistencia a dejar de lado mi comodidad para extender la generosidad. Me parece que la teología cristiana, basada en la reflexión que la origina sobre lo que Dios ha hecho de forma gratuita y generosa por nosotros, debería motivarnos a devolver la gracia que recibimos de Dios mostrando a los demás generosidad abundante, incluso riesgosa. La seguridad es buena, pero esta no debería ser nuestra única o primera preocupación. Nuestros recursos no son solo para nosotros o los que amamos. Como dice Calvino, no habremos “cumplido plenamente con nuestro deber” si solo cuidamos de nuestra propia gente. Como Jesús nos enseñó, la categoría de prójimo es mucho más amplia de lo que asumimos. El llamado a amar al prójimo requiere que salgamos de nuestra clase social, raza y nacionalidad y cuidemos a los más necesitados. Espero que los cristianos de hoy rechacen la falsa enseñanza que les permite ignorar las súplicas del viajero y el errante en nombre de la seguridad para, en vez de eso, seguir el ejemplo de Cristo y sus discípulos a través de los siglos, quienes anhelaban ser prójimos para aquellos que lo necesitaban.
Traducción de Micaela Amarilla Zeballos
Notas
- Fragmento traducido desde Corrie Ten Boom, The Hiding Place (Bantam Books, 1971), 138.
- Traducción de Justicia y Explotación de la tradición cristiana antigua (Ed. Centro de Estudios y Publicaciones), 1978, 16.
- Calvino, Juan, “Comentario sobre Leviticus 19,” en Comentario de Calvino sobre la Biblia. Recuperado de https://www.studylight.org/commentaries/spa/cal/leviticus-19.html