En su libro, For the Time Being (Por el momento), Annie Dillard escribe, “Despertamos, si alguna vez lo hacemos, ante el misterio, rumores de muerte, belleza, violencia... La mitad de nuestras vidas despiertas, y todas nuestras vidas dormidas, las vivimos en unas aguas privadas, inútiles e insensatas que nunca mencionamos ni recordamos... Nos perdemos a los ángeles, marcamos tarjeta, hacemos compras, conducimos, secamos la vajilla, y nos tropezamos con el bordillo. Nos tropezamos con los ángeles”.
De cierta forma, perdemos la capacidad de imaginar. Nos tropezamos con los ángeles y sin siquiera darnos cuenta. Ya no nos limitamos a quedarnos en silencio y boquiabiertos ante el Gran Cañón, sino que nos damos la vuelta para tomarnos una selfie. Raramente pausamos el scrolling para observar una constelación en el cielo. Ya no creemos que podemos estar rodeados de ángeles, o si lo creemos, nos lo olvidamos.
Viví más de veinte años en el Cuerno de África, donde los milagros, ángeles y lo inexplicable se espera o, incluso, se anticipa. Se considera un hecho que un mundo espiritual se cruza con el mundo material. Cortarme las uñas y desecharlas de forma descuidada me exponía a ser maldecida. Si no era cuidadosa de donde pisaba en el escusado por la noche corría el riesgo de pisar a un genio, un diablo travieso que podría causarme una erupción cutánea. La erupción podría ser curada al escribir palabras del Corán en un trozo de papel, lavar ese papel en agua del pozo de Zamzam en La Meca, y luego beberme el agua ante la atenta mirada de un jeque.
Los bebés somalíes suelen llevar, atada a sus tobillos y muñecas, una malla negra que sostiene hierbas de aroma amargo para ahuyentar a los genios. Las madres dibujan líneas de carbón en las cejas de los bebés, formando una uniceja de color negro oscuro para evitar que los genios tengan celos de un bebé bonito y le hagan daño. También previene que las personas halaguen al bebé, lo que podría atraer la atención no deseada de los diablillos traviesos. Cuando alguien en la casa está enfermo, uno de sus familiares hace palomitas de maíz y café y los deja en una bandeja debajo de la cama esperando satisfacer al genio.
Pastor somalí. Fotografía de Eric Lafforgue. Usado con permiso.
Estas ideas no son consideradas mágicas, y tampoco son consideradas parte del “islam popular” en el sentido teológico moderno de ortodoxia y sincretismo. Forman parte de las prácticas religiosas cotidianas de mis amigos somalíes, que se consideran musulmanes fieles y devotos. Viven en un mundo lleno de lo irracional, desde curaciones milagrosas hasta sueños adivinatorios y enfermedades inexplicables. También viven en un mundo de convicciones profundas y preciadas sobre Dios y cómo honrarlo.
Sin embargo, hay preguntas de fondo que merodean junto a la convicción de que los ángeles y los demonios son reales, están activos y participan en nuestras vidas. ¿Está Dios tan activo e involucrado? ¿Cognoscible y cognoscente, u oscuro y rodeado de misterio? ¿Se preocupa Dios por nosotros, incluso mientras nos maravillamos ante la acción de Dios en el mundo?
Me hacía las mismas preguntas que mis amigas musulmanas. Cuando la hermana de siete años de una compañera corredora falleció repentinamente, ¿estaba Dios cerca? Cuando el tutor de lengua de mi marido falleció de una infección curable en el riñón, ¿a Dios le importó? Cuando se desató la guerra tras la frontera de Etiopía y la violencia sexual se volvió rutinaria, ¿a dónde fueron los ángeles? Se sentía absurdo que los humanos pudieran vivir en un mundo lleno de ángeles y aun así tratarse de forma tan cruel. Me esforzaba mucho, como mis amigos somalíes, para albergar tal maravilla y horror al mismo tiempo.
Amina visitó a su hermana Zaynab (no son sus nombres reales) en el hospital la noche antes de que falleciera. Nadie sabía qué le pasaba. Alguien sugirió que podría estar envenenada. Pero ¿de qué? ¿o por quién? Tenía fiebre y apenas modulaba. ¿Tenía sida? ¿Tuberculosis? ¿Una forma rara de malaria indetectable por las pruebas disponibles?
“Veo ángeles”, le susurró a Amina.
Amina tomó su mano delgada y húmeda y se preguntó si lo que veía eran en realidad demonios y no ángeles. ¿Qué querían con su hermana amada? Amina y Zaynab eran adultas jóvenes, tan cercanas en edad que de pequeñas la gente pensaba que eran mellizas. En esa época habían sido cómplices. Zaynab solía distraer a los vendedores mientras Amina robaba bananas. Juntas, elegían zapatos de entre los que estaban afuera de la mezquita los viernes para encontrar los mejores pares, o tendían una cuerda a través del camino para hacer tropezar a los estudiantes camino a la escuela.
A Amina no le gustaba cómo hablaba Zaynab de estos ángeles efímeros. Seres misteriosos hechos de luz que nadie más podía ver. No le gustaba, pero le creía y le daban miedo. La palidez de su piel y el jadeo áspero en su garganta mientras respiraba con dificultad también la asustaban.
Zaynab no había querido que sus hermanos vinieran al hospital. Decía que tenía muchas visitas, personas con ropa brillante, hermosa y limpia, quienes alegaban ser sus verdaderos hermanos y hermanas. Por supuesto, Amina había ido a verla cada minuto que podía. La vio debilitarse cada vez más. Al mismo tiempo, sintió que Zaynab estaba en paz, aunque era una paz extraña porque su cuerpo y su mente estaban fallando. Se lo podía atribuir a la comida que traía la familia, excepto que ella apenas la tocaba. Se podía atribuir al descanso, al tiempo de tranquilidad y reposo, algo que nunca hubiera encontrado en su caótica casa. Amina no quería atribuirlo a las brillantes criaturas que flotaban sobre la cama de Zaynab.
Luego de que Zaynab falleciera, el dolor de Amina se manifestó en rabia, y dirigió esa rabia hacia Dios. Zaynab había dicho que los ángeles le aseguraron que Dios la amaba, y que Dios también amaba a Amina. Amina odió que Zaynab dijera eso. Si Dios las amaba, ¿por qué sus familiares la golpeaban? Si Dios las amaba, ¿por qué su padre insistía en apaciguar a los espíritus sacrificando ovejas que no podían permitirse, mientras Amina y sus hermanos se acostaban llorando de hambre?
Hubo una época en la cual Amina no había creído que Dios existiera en absoluto, y mucho menos un Dios amoroso. Ser somalí significaba también ser musulmana; Dios había sido parte de su mundo toda su vida. Las primeras palabras que se susurraban a los niños pequeños eran La Shahada, el credo musulmán, y sus primeras memorias eran del llamado a orar, de familiares postrados sobre sus alfombras, del nombre de Dios en los labios de todos quienes la rodeaban. Pero ser musulmana significaba poco para Amina personalmente; ella no conocía a Dios ni lo experimentaba como un ser amoroso. Para ella, la religión era ritual e identidad, pertenencia a una comunidad y vida ética. Amina no tenía otra opción que ser musulmana. No había elegido otro camino ni otra religión. Técnicamente, entonces, era musulmana, pero no era una fe significativa para ella. Cuando pensaba en Dios y en la fe, lo único que sentía era un gran vacío.
Amina no creía en el poder de cortarse las uñas o de la sangre de las ovejas y cabras. No creía en nada, y la muerte de Zaynab endureció aún más su incredulidad. Ahora, era más explícita en su falta de fe. Lo malo de perder incluso las últimas migajas de fe que alguna vez había tenido en un Dios benévolo (aunque ausente) fue que dicha pérdida cedió espacio al miedo.
Donde su hermana había visto ángeles, Amina comenzó a ver bestias oscuras. No sabía cómo llamarlas. Eran más siniestras que los genios. Acechaban por la noche desde los rincones de su dormitorio y la esperaban fuera del baño.
Mujer somalí. Fotografía de Eric Lafforgue. Usado con permiso.
En el trabajo Amina conoció a una mujer amable que parecía sentir su miedo y dolor. De a poco desarrollaron una amistad reservada. Reservada desde el lado de Amina, al menos. No confiaba o se abría fácilmente, pero le intrigaba esta mujer que irradiaba una confianza tranquila, a diferencia del orgullo nervioso que mostraba Amina. Esta mujer hablaba mucho de Jesús y parecía intrépida. Finalmente, Amina reunió el valor para preguntarle a su nueva amiga si alguna vez había visto bestias oscuras en el baño, revoloteando en la azotea o agazapadas en las esquinas. “No”, respondió la mujer. “Deberías pedirle a Jesús que te proteja”.
“Qué ridículo”, pensó Amina. Pero la siguiente vez que necesitó ir al baño en medio de la noche, Amina pensó en Jesús. No rezó, no pidió protección, solamente pensó en Jesús. Se levantó y se escabulló hasta el baño con sus ojos apretados casi por completo. Había apagón nuevamente, pero una franja dorada brillaba bajo la puerta. Amina empujó la puerta. La franja no iluminaba todo el cuarto de baño, pero Amina pudo abrir un poco los ojos. Rápidamente escaneó la habitación en busca de bestias. No había nada.
Unas semanas más tarde, otro corte de electricidad llevó a Amina a dormir en la azotea, con la esperanza de sentir la más mínima brisa que le diera un respiro del calor implacable. Subió sigilosamente las escaleras, aferrada con fuerza a la barandilla de aluminio, temerosa de encontrarse con alguna bestia en la azotea. Empujó la puerta de la azotea con el hombro y parpadeó ante el repentino resplandor.
En cada esquina había seres brillantes, más altos que cualquier humano que jamás hubiera conocido. Proyectaban una luz que iluminaba toda la azotea, pero nada más allá de ella. Amina se quedó sin aliento. No podía verlos con claridad, solo la luz que brotaba de sus cuerpos. Al instante, su miedo se desvaneció. Se acurrucó en un fino colchón de espuma y se quedó dormida.
Durmió agitada y tuvo muchos sueños. Seres luminosos y bestias oscuras revoloteaban a su alrededor y ella se sentía frenética, escapando de un terror tras otro. Luego apareció una mujer, y el cuerpo de Amina se estremeció de miedo. Era Dhegdheer, una caníbal del folklore somalí. Tenía una oreja mayor que la otra y pies enormes, que le permitían escuchar a niños desde lejos y cazarlos rápidamente. Cuando Dhegdheer cazaba a alguien, lo engullía. La mujer comenzó a perseguir a Amina. Ella corrió. Corrió tan rápido que sus pies comenzaron a sangrar. Corrió por toda la ciudad y eventualmente colapsó, temblando de miedo y cansancio.
Podía escuchar a Dhegdheer acercándose, pisando con fuerza el suelo pedregoso. Amina cayó de rodillas. Estaba cansada. Cansada de correr. Cansada de tener miedo. Cansada de estar enfadada. Que me coma, pensó. Luego podré descansar.
De pronto, apareció un hombre. Parecía un pastor somalí, pero vestido todo de blanco. Llevaba un bastón, sandalias de cuero y una bolsa de leche de cabra colgada al hombro.
“Deja de correr, Amina”, dijo el hombre.
¿Cómo sabía su nombre?
“Ven a mí. Te daré descanso. Estás a salvo”.
“Pero Dhegdheer me comerá”, dijo Amina.
“¿Dónde está Dhegdheer ahora?”
Amina miró detrás de sí y la mujer había desaparecido. En su lugar, había un rebaño de ovejas. Debía de ser un pastor muy bueno para mantener tantas ovejas tan limpias, tan bien alimentadas y seguras, incluso de esa mujer malvada.
“¿Quieres ser una de mis ovejas, Amina?”
Amina se despertó.
Sonó el llamado a oración desde la mezquita más cercana. Oyó sonidos de los vecinos despertándose; el claxon del camión repartidor de pan, las cabras y ovejas del vecino, un gallo, los gritos de los niños. Los seres luminosos se habían marchado de las esquinas del techo. Amina nunca los volvió a ver. Tampoco volvió a ver a las bestias oscuras o a Dhegdheer. Sí volvió a encontrarse con el pastor en varios de sus sueños posteriores.
Cuando las personas le preguntan a mi marido, Tom, por qué sigue a Jesús, les cuenta de un sueño que tuvo cuando tenía veinte años, antes de estar casados. Cuando decidió seguir a Jesús, rezaba para que Dios no le dejara cerrarle la puerta a la fe. Luego continuó viviendo de la misma forma que antes, con muy poca o casi ninguna transformación. Una noche soñó que estaba intentando cerrar una puerta y esta no se cerraba. Continuaba golpeándola con fuerza una y otra vez sin éxito. Cuando se volteó para ver qué estaba bloqueando la puerta, vio a Jesús, absorbiendo cada golpe con su cuerpo. Tom cree que en el sueño Dios le estaba hablando directamente y cuando lo escucho contarlo, pienso en dos cosas.
Primero ¿de veras? ¿De veras estaba Dios hablándole directamente a un católico de veinte años, estudiante de ingeniería aeroespacial en la Universidad de Minnesota? ¿O estaba indispuesto? ¿Demasiadas cervezas? ¿Su imaginación hiperactiva? ¿Cómo sabía que era Dios, cómo sabía que era algo personal y cómo sabía lo que significaba?
Segundo, ¿por qué no a mí? Estoy de acuerdo con mi marido en su interpretación del sueño, tanto en lo que significaba el mensaje como en que era Dios hablando. Vi cómo se transformó su vida luego de esa experiencia, y no ha vacilado en su convicción inicial de que debía seguir a Jesús en palabra y obra. Pero si Dios habla a través de sueños y visiones, ¿por qué yo no he tenido sueños ni visiones? Es una pregunta egoísta y teológicamente limitante, porque me lleva al escepticismo.
¿Era Dios quién le hablaba a mi marido en el sueño? Job 33:14-17 dice:
Sin embargo, en una o en dos maneras habla Dios;
Pero el hombre no entiende.
Por sueño, en visión nocturna,
Cuando el sueño cae sobre los hombres,
Cuando se adormecen sobre el lecho,
Entonces revela al oído de los hombres,
Y les señala su consejo,
Para quitar al hombre de su obra,
Y apartar del varón la soberbia.
Si digo que Dios no habla de esa manera porque Dios no me habla a mí de esa manera, o que Dios no realiza milagros porque jamás he experimentado milagros, estoy forzando a Dios a las limitaciones de mi vida. Estoy diciendo que las capacidades de Dios terminan en mi capacidad de percibirlas.
Al comienzo de mi realción con Amina, ella todavía no había conocido al buen pastor. Era cálida y cordial, pero la sentí contenida. Su sonrisa se desvanecía rápidamente, y sus ojos se enfocaban en algo encima de mi cabeza cuando hablábamos. Asumí que era reservada o distraída y me equivoqué en ambas. Lo que confundí con timidez en realidad era dolor. Su hermana había fallecido recientemente y yo no lo sabía. Lo que interpreté como un ferviente enfoque en su tarea y una evasión de la conversación era un miedo generalizado que se había apoderado de ella desde la muerte de su hermana.
A medida que comenzamos a conocernos y a confiar la una en la otra, Amina comenzó a soltar, de a poco, trozos de su historia. Al igual que en mi esposo, vi cómo se transformaba con el tiempo. Le tomó cinco años soltar el dolor y que su miedo se transformara en fe. Las palabras reconfortantes de una compañera de trabajo pueden haber abierto una puerta, pero también se necesitaron visiones, sueños y un toque de milagro. He aprendido que la fe no es solo la certeza de lo que no podemos ver, sino también la certeza del buen momento de ello y de que otros ven lo que nosotros no podemos De esta manera, estamos rodeados de testigos y la fe se refuerza por lo que comparte la comunidad.
Los sueños y visiones de mi marido y de Amina no son solo para ellos. Son para todo el cuerpo de Cristo. A medida que aprendo a recibir historias de otros en mi vida como parte del trabajo de Dios en este gran y milagroso mundo, estoy reaprendiendo a imaginar, a no insistir en lo literal y tangible. Me estoy tropezando con los ángeles. Dios habla, ahora de una manera, ahora de otra. ¿No lo percibes?
Traducción de Micaela Amarilla Zeballos