1. ¿Qué es el capitalismo?

«El comercio es, en su esencia, satánico. Comercio es el reembolso de lo prestado, es el préstamo hecho con la estipulación: págame más de lo que te doy.» (Baudelaire, Mon cœur mis à nu).

No tengo una respuesta completamente satisfactoria a las preguntas que motivan estas reflexiones, pero sí creo que el enfoque correcto de las respuestas puede percibirse con bastante claridad si primero nos tomamos el tiempo para definir nuestros términos. Después de todo, en estos días, especialmente en Estados Unidos, la palabra capitalismo se ha convertido en una palabra ridículamente amplia y combinada para describir todas las formas imaginables de intercambio económico, por muy primitivas o rudimentarias que sean. Sin embargo, considero que aquí lo empleamos en un sentido más preciso, para indicar una época en la historia de las economías de mercado que comenzó en serio tan solo hace unos siglos. Capitalismo, como muchos historiadores lo definen, es el conjunto de convenciones financieras que tomaron forma en la era de la industrialización, y que gradualmente remplazaron el mercantilismo de la era anterior. Como Proudhon lo definió en 1861, es un sistema en el que, como regla general, los que con su trabajo producen ganancias, ni poseen los medios de producción ni disfrutan de los beneficios de su trabajo.

Deborah Batt, Deterioro Rural, detalle

Esta forma de comercio destruyó en gran parte el poder contractual de la mano de obra calificada y libre, anulando los gremios artesanales, e introduciendo en su lugar un sistema salarial de masas que redujo el trabajo a una mercancía negociable. De esta manera, creó un mercado para la explotación de mano de obra barata y trabajadores desesperados. También fue crecientemente instigada por políticas gubernamentales que reducían las opciones de los desfavorecidos a la esclavitud salarial o a la indigencia total (como en los cercados británicos de los bienes comunes a partir de mediados del siglo xviii). Todo esto, además, necesariamente implicaba un cambio en el predominio económico de la clase mercantil —proveedores de bienes contratados y producidos por mano de obra independiente, propiedades subsidiarias o pequeños mercados locales—, a los inversionistas capitalistas que producen y venden sus bienes. Y esto, con el transcurso del tiempo, evolucionó hacia un sistema corporativo completamente consumado que transformó las sociedades por acciones de principios del comercio moderno en motores para generar inmensos capitales en el nivel secundario de la especulación financiera: un mercado puramente financiero donde la riqueza se crea y se disfruta por los que no la trabajan arduamente, ni tampoco se esfuerzan, sino que más bien se dedican a una incesante circulación de inversiones y desinversiones, como una especie de juego de azar.

Por esta razón, se podría decir que el capitalismo ha alcanzado su expresión más perfecta con el auge de la corporación comercial de responsabilidad limitada, una institución que permite que el juego sea jugado en abstracción incluso si los negocios invertidos son finalmente exitosos o fracasan. (Uno puede lucrar tanto de la destrucción de medios de subsistencia como de su creación.) Tal corporación es una entidad verdaderamente insidiosa: Ante la ley, goza del estatus de persona jurídica —un privilegio legal antiguamente otorgado solo a asociaciones «corporativas» reconocidas por proveer bienes públicos, como universidades o monasterios—, pero bajo la ley se requiere que se comporte como la persona más despreciable que se pueda imaginar. Casi en todas partes en el mundo capitalista (en Estados Unidos, por ejemplo, desde la decisión de 1919 en Dodge v. Ford), se requiere que una corporación de esta clase persiga no otro fin que las máximas ganancias para sus accionistas; cualquier otra consideración queda prohibida —por ejemplo, un cálculo de lo que constituyen ganancias decentes o indecentes, el bienestar de los trabajadores, causas caritativas que podrían desviar las ganancias, o lo que sea—, para descartarla de este afán.

La corporación por tanto está moralmente atada a la amoralidad. Y todo este sistema, obviamente, no solo permite, sino que depende positivamente de inmensas concentraciones de capital privado y una discrecionalidad dispositiva sobre su uso, lo más libre posible de cargas por regulaciones. También permite la explotación de recursos materiales y humanos en una escala masiva sin precedentes. Inevitablemente desemboca en una cultura de consumismo, porque debe cultivar el hábito social del consumo extravagante por encima de la mera necesidad natural o incluso (de la supuesta) necesidad natural. No basta con satisfacer los deseos naturales; una cultura capitalista debe buscar incesantemente fabricar nuevos deseos, a través del recurso a lo que Juan llama «la codicia de los ojos» (1 Juan 2:16b).