Para la mayoría, la obediencia es un problema. Nos llamamos discípulos, pero nos falta la esencia del discipulado: la alegría y la sumisión. Aun cuando la tarea es bien clara, el orgullo nos impide cumplirla y, por ende, no alcanzamos la paz que anhelamos.

Dado el culto que rinde nuestra sociedad al individuo y al individualismo, eso no tiene por qué sorprendernos. Desde pequeños se nos enseña—y nosotros enseñamos a nuestros hijos—que es importante seguir nuestros instintos, mostrar iniciativa y desarrollar cualidades de liderato. Todo eso está bien. Pero, ¿qué de la otra cara de la moneda—la importancia de saber subordinarse? ¿Cuándo aprenderemos que nuestros intereses no son necesariamente los de Dios?, ¿que, si insistimos en seguir nuestros antojos, las consecuencias pueden ser negativas?

A menudo se dice de quien se somete a otro sin que haya beneficios tangibles—y más aún cuando involucra sacrificios—que no tiene carácter, o que se le ha lavado el cerebro. Toda autoridad, incluso la autoridad divina, se desprecia. Se ridiculiza como anticuada la idea misma de honrar a padre y madre; el respeto por los ancianos es cosa del pasado y, con frecuencia, Dios mismo es objeto de burla.

Olvidamos que la ira de Dios siguió una y otra vez a la desobediencia de los hijos de Israel. Olvidamos que la paz que anhelamos proviene de un Creador que impuso orden al caos. Dios crea vida donde sólo había “desorden y vacío”. Él no es un Dios de desorden, sino de paz.

No es fácil el camino de la autodeterminación a la sumisión voluntaria. Aun para Jesús, la batalla más difícil fue obedecer. Sudó sangre mientras luchaba por someterse durante su última, larga noche en el jardín de Getsemaní: “Aparta de mí esta copa”. Pero luego pudo decir: “No se haga mi voluntad, Padre, sino la tuya”.

Las razones de nuestra desobediencia a veces parecen ser bastante legítimas: nos falta el coraje, o la fortaleza, o la clara visión; o no nos sentimos adecuados para la tarea que tenemos por delante. Otras veces, los verdaderos motivos son menos nobles: pereza, orgullo, terquedad. La Madre Teresa, tras años de experiencia con sus hermanas Misioneras de Caridad, fue a la raíz del problema: se trata del afán por saber exactamente por qué tenemos que hacer lo que se nos pide, y la tentación, cuando nos hemos enterado, de hacerlo a nuestra manera.

Es cierto que cumplirán mejor su tarea si saben cómo Dios quiere que la hagan, pero no hay forma de saberlo salvo por obediencia. Sométanse a sus superiores, igual que la hiedra. La hiedra no puede sobrevivir si no se agarra de algo; ustedes no crecerán ni vivirán en santidad a menos que se aferren firmemente a la obediencia. Sean, pues, fieles en las cosas pequeñas. Es en la constancia y en la obediencia que radica la verdadera fuerza.

Las cartas de Ewald von Kleist, víctima de la persecución nazi, dan testimonio de la misma disposición y obediencia:

Busca tu paz en Dios y la encontrarás. Él nos toma de la mano, nos lleva, y al final nos recibe en la gloria. Obedece su voluntad, que Él se encargará de todo.

¡Nunca jamás, ni siquiera en lo más íntimo de tu corazón, te rebeles contra lo que Dios te inflija, y verás cuán incomparablemente más fácil te será soportar lo que fuere! No he escrito una sola palabra que no refleje mis propias experiencias, dando gracias a Dios. Es la verdad por toda eternidad. Pero no le cae a uno como llovido del cielo. Hay que ganarlo en una constante riña consigo mismo, una lucha diaria, a veces de hora en hora. No obstante, la sensación interior de haber recibido una bendición no se te escapará y te compensará por todo. Créemelo, pues yo mismo he podido comprobarlo.


Estos párrafos son extractos del capítulo ‘Obediencia’, del libro En Busca de Paz